El ejemplo japonés. Menos es mejor

La disminución demográfica no es, en sí, ninguna catástrofe

Thomas Malthus, economista británico (1766-1834), fue el primero en declarar a los cuatro vientos que el mundo sólo se podría salvar un día gracias a una estricta política de contención demográfica.

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Thomas Malthus, economista británico (1766-1834), fue el primero en declarar a los cuatro vientos que el mundo sólo se podría salvar un día gracias a una estricta política de contención demográfica destinada a limitar los efectos devastadores del desarrollo en nuestro planeta.
El primer choque petrolífero de los años setenta, con el que se acabaron los Treinta Años Gloriosos (1946-1975), hizo tomar conciencia de que la energía fósil que había propulsado el auge de dicho periodo no era inagotable. Pero como el hombre europeo, y más tarde el conjunto del planeta, se ha instalado en un confort cada vez mayor que se niega a abandonar, su única obsesión consiste en saber cómo salir de esta crisis para seguir su huida hacia delante sin inquietarse por los daños colaterales que origina su empecinado “cada vez más”.
Brutalmente mundializadas por los partidarios de ese “cada vez más”, las economías de los diversos países se someten alegremente a esta norma que dista mucho de favorecer a las economía duraderas que con tanta falsedad se alaban.
Para que funcionen estas industrias se necesitan brazos, y para tener brazos se necesitan cada vez más nacimientos destinados a asegurar el futuro del dios del desarrollo. ¿Hará falta, como después de los Treinta Años Gloriosos, un choque, probablemente más grave, para explicarnos que, a este ritmo, el mundo corre a su pérdida?
En todo este desorden mundial, un país está desarrollando una interesante experiencia: Japón. Los dirigentes de este país fuertemente poblado han decidido oponerse a todas las ideas recibidas. En 2003 los grandes periodistas del New York Times, máximo exponente del pensamiento oficial, no dudaron en escribir que Japón tendría necesidad de 17 millones de inmigrantes desde entonces hasta 2050 si quería restaurar su “equilibrio demográfico” y seguir progresando en la senda del crecimiento trazada por los grandes pensadores de la globalización. Orgullosos de su extraordinaria cultura ancestral, de sus tradiciones milenarias y de su cortesía sin igual, los japoneses no cedieron a los cantos de sirena de los brazos procedentes de afuera, y se negaron a abrir sus puertas a la inmigración al por mayor. No quisieron correr el riesgo de alterar ese orden de las cosas arraigado en su historia.
Doce años después sólo se han instalado en el pais algunas decenas de miles de inmigrantes, todos de habla japonesa, ante la desesperación de los lobbys internacionales que ven cómo Japón se escabulle de la sacrosanta normativa de los rabiosos del desarrollo a toda costa. La población japonesa disminuyó el año pasado en 350.000 habitantes, con un saldo migratorio nulo, y ello de acuerdo con la voluntad de los dirigentes del país. Será larga esta impugnación del modelo imperante en el mundo, y es indudable que se deberán encontrar nuevos equilibrios, pero los japoneses han decidido pensar que, para ellos, la reducción demográfica no es un problema. Y así han dejado que disminuyera la población, al tiempo que fomentaban industrias sumamente automatizadas. Pese a un crecimiento casi nulo del PIB, Japòn desconoce lo que es el desempleo, mienras que el número de delitos por habitante es cinco veces menor que en Francia.

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