Europa: nuestra patria carnal

La nación, la patria, la comunidad política. Por ahí pasa todo: nuestra salvación o nuestra pérdida. Pero no sólo la pérdida que entraña el ocaso del sentimiento nacional: también la que acarrea su infatuada hinchazón.

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La nación, o la patria, como se la llamaba en otros tiempos: ahí está todo, ahí se juega todo. Por ahí pasan dos cosas fundamentales —y opuestas—: nuestra salvación o nuestra pérdida; pero no sólo la pérdida que entraña el ocaso del sentimiento nacional: también la pérdida que acarrea su infatuada hinchazón.
 
Abordemos primero la salvación. Como el aire que se respira necesitamos el gran espacio colectivo, comunitario, esa cosa denominada nación, patria, comunidad… (luego hablaremos —cuestión nada baladí— del nombre que más conviene darle). Lo necesitamos como el aire por la sencilla razón de que la comunidad —o la patria, o la nación— no es otra cosa, finalmente, que ese mismo aire que nos envuelve: el aire que respiramos cuando, al nacer, somos arrojados al mundo; un mundo que —configurado como pueblo, como nación, como comunidad política— no es ninguna suma de individuos existentes por sí mismos y que, hartos de las incomodidades derivadas de su soledad, habrían decidido un buen día juntarse para firmar un famoso Contrato. No, el mundo (“la sociedad”, se dice hoy) no es el fruto de ningún contrato, no es la consecuencia de ninguna decisión o acción. Nada desde luego sería el mundo sin las personas que lo conforman y las acciones que emprenden. Pero al revés también. Ningún individuo existiría si el mundo —ese todo que es superior a la suma de sus partes— no nos preexistiera. Sucede con el mundo como con el cuerpo: ese todo orgánico que es superior a la mera adición de sus huesos, músculos, órganos.
 
No, el mundo —o la nación, o el pueblo, o la comunidad— no es tampoco ninguna entelequia general, abstracta, vacía. El mundo sólo es mundo en la medida en que es, para empezar, una lengua. Esa lengua que, acogiéndonos cuando somos arrojados a él, nos hace ser; esa lengua gracias a la cual hablamos, sin la cual ni nosotros ni nada sería. El mundo es lengua, y junto con ella es costumbres, talante, forma de ser —de vivir y morir—: todo un aire, en fin, que nos es consustancialmente propio: un aire que conforma nuestra identidad, esa cosa sin la cual es imposible que nadie sea uno mismo, esa cosa cuyo rechazo hace que los zombis de hoy vayan deambulando, atomistas y gregarios, por los restos que aún quedan del mundo.
 
Pero no sólo para eso, no sólo para ese existir primario necesitamos como el aire formar parte de una nación, de una comunidad. Lo necesitamos también para lo más simple… y lo más fundamental: para vencer a la muerte. Pero para vencerla de tal forma que, sin extirparla —acogiéndola como parte inextricable de la vida—, impidamos que la muerte se cebe en ésta, la destroce. Sólo a través de la comunidad política, sólo a través del pueblo constituido en cultura e historia; sólo a través del gran vínculo que corriendo a lo largo del tiempo une a los vivos, a los muertos y a los venideros; sólo así se puede impedir el triunfo de la muerte; sólo mediante la memoria viva que tal vínculo implica pueden nuestros muertos pervivir —como lo podremos nosotros cuando nos llegue el turno. ¿Lo podremos realmente? No, tal como están hoy las cosas, no lo podremos, pues nada perdurará de nosotros si el vínculo desaparece, si es desechado, arrumbado, olvidado. De nuestros antepasados algo, al menos, podrá quedar encerrado en museos y monumentos. Pero ¿de nosotros?… ¿Qué podría quedar de nosotros, los apátridas que además de no creer en la patria, hemos dejado de crear arte, de tener héroes, de levantar monumentos?
 

La patria patriotera
 
Aunque nunca es inútil recordarlo, estoy seguro de que los lectores de El Manifiesto tienen perfecta conciencia de lo anterior. No es tan seguro, sin embargo, de que también la tengan acerca de lo siguiente.
 
Después del gran elogio de la nación, llega el momento de pasar a su crítica profunda. Después de haber abordado todo lo que la nación significa como luz, como horizonte de sentido, examinemos todo lo que la nación —una determinada idea de nación, pero idea hasta ahora dominante— entraña también como riesgo de perdición.
 
Cada vez que uno aborda los desmanes de nuestro tiempo, es necesario hacerse la misma pregunta: ¿por qué, cielo santo, por qué? ¿Por qué  hemos caído tan bajo, hasta tocar casi el fondo del abismo? ¿Tan idiotas, tan imbéciles o…tan malvados somos? Lo somos, por supuesto. Como siempre lo han sido los hombres, y como siempre lo serán. Preguntémonos entonces: ¿qué más hay, qué más pasa, pues la necedad y la maldad no bastan para explicar nuestra degeneración? ¿Qué ocurre para que hayamos caído tan bajo, para que se haya disuelto por primera vez el vínculo colectivo, comunitario, identitario? ¿Qué ocurre para que se haya producido esa disolución sin la cual, por lo demás, no estaríamos abriendo las puertas a las hordas procedentes de otros mundos? ¿Qué ocurre para que seamos los primeros apátridas de la historia, unos apátridas tan felices y contentos, además, de ser tales?
 
Ocurre que la patria se vio teñida de patrioterismo y la nación de nacionalismo. Ocurre que a partir del gran estallido nacional —1789 y 1848 son sus fechas emblemáticas— quedaron barridos los antiguos, hondos, carnales arraigos locales (“feudales” serán llamados); unos arraigos que, subsumidos en una gran pertenencia imperial para algunos pueblos y nacional para otros, daban forma a la identidad colectiva. Ocurre  que a partir de entonces la nación (más exactamente: el Estado-nación) irrumpió por doquier con fuerza incontenible. Y arrasadora, demoledora. Si el orgullo nacional es una de sus caras, la animadversión es la otra. La patria ya no es sólo la patria: la patria es la patria que se enfrenta necesariamente a otras patrias. La animadversión, el odio hacia el otro lo anega todo: he ahí la insolencia prepotente y vulgar (“Nosotros los más guapos, los más chulos, los más fuertes”) que, sin que mediara justificación alguna, llevó a la gran catástrofe que asoló a Europa y cuyas consecuencias aún pagamos y seguiremos pagando durante largo tiempo. “El siglo de 1914”, llama Dominique Venner a semejante destrucción; “la guerra civil europea (1917-1945)”, dice Ernst Nolte para referirse a la lucha fratricida que llevó a nuestros pueblos a enfrentarse hasta el delirio unos contra otros, contando —bueno es recordarlo— con la interesada participación del “gran amigo” norteamericano (cuyo territorio jamás se vio afectado y cuya sangre vertida en el campo de batalla fue, en comparación con la nuestra, escasa).
 
Se abrió, sin embargo, una tregua, un gran claro hizo su aparición en medio de aquella desastrosa guerra civil. Fueron veinte años de esperanza (1918-1939) durante los cuales las artes y las letras, el pensamiento y las ciencias recuperaron el gran esplendor de los primeros años del siglo, al tiempo que la experiencia vivida en Italia hacía que se tambalearan por primera vez en casi dos siglos los cimientos de la concepción liberal-capitalista del mundo. También ahí, sin embargo, la nación (más exactamente, la concepción nacionalista de la nación, el engreimiento patriotero de la patria)[1] irrumpió incluso con más fuerza que a la hora de dar sostén al imaginario nacionalista de los pueblos que desde el siglo XIX se habían lanzado en la vía liberal-capitalista.
 
Cosa lógica, en el fondo. La concepción liberal dispone de algo mucho más sólido que el romanticismo nacionalista para dar consistencia a la vida colectiva, para configurar el “mitema”, el mito fundacional que, como bien ha explicado Giorgio Locchi (suyo es el término), se encuentra en la base de cualquier visión colectiva del mundo.[2] Es cierto que ese mito fundacional que, más eficazmente que el de la nación, vertebra el imaginario y, por ende, la realidad del mundo liberal-capitalista, es el más rastrero y ramplón de tales mitos: lo configura el interés, la codicia del individuo que se pretende único y todopoderoso. Pero no por vulgar y ramplón deja dicho mito de ser prodigiosamente eficaz, extraordinariamente aglutinador, como en nuestras propias carnes lo hemos podido constatar desde mediados sobre todo del pasado siglo.
 
Pero si el liberal-capitalismo ha podido relegar a un segundo plano la exaltación nacionalista de la nación, nada parecido pudo o supo hacer el fascismo. Alzado en la cúspide, el nacionalismo se convirtió en el gran mitema aglutinador de la naciente configuración del mundo. Un mitema acompañado, es cierto, de otras destacadas y destacables cosas: búsqueda de la grandeza, afirmación del alto lugar de la cultura, afán por arraigarse en la historia y, en particular, en el gran Imperio del que todos procedemos. Factores que hubieran debido de contrarrestar, pero no lo consiguieron, los demonios propios de todo nacionalismo: irredentismo, prepotencia, arrogancia… Por no hablar también del culto por la violencia.[3] Con su consecuencia última, tarde o temprano inevitable: el enfrentamiento a muerte —y muerte que fue, a la postre, la del propio fascismo— con los nacionalismos que movían a otros pueblos de Europa.
 
A otros pueblos de Europa… Porque éste es el problema, en efecto. No, no estoy defendiendo ningún irenismo, ningún pacifismo. El enfrentamiento entre pueblos organizados en Estados es o puede ser necesario —aparte de tantas veces inevitable. Pero sólo en la medida en que de lo que se trate sea de defender una forma de ser, un modo de existir digno, noble, grande, frente a quienes tratan de imponer un modo de ser opuesto. Opuesto al de esa Europa que ha tenido la desgracia que ver como casi desde sus orígenes —desde las guerras del Peloponeso entre Atenas y Esparta, en particular—, los hijos de su estirpe se diezmaban inútilmente entre sí al tiempo, sin embargo, que hacían valerosamente frente a las amenazas procedentes de mundos que les eran tan ajenos como hostiles (las guerras medas contra los persas, o las guerras púnicas contra Cartago son, por mantenernos en el mismo período histórico, el mejor ejemplo de ello).
 
Volvamos a nuestro tiempo. No pudo o no supo el fascismo encontrar otro gran mito fundacional que el del nacionalismo concebido a la antigua usanza —a la usanza “fratricidamente europea”, llamémosla así, que ha sido desde siempre la suya. Ahora bien, la cuestión que se plantea (y se plantea hoy también para todos nosotros) es la siguiente: ¿qué otro gran mitema vertebrador (y vertebrador significa: destinado a dar sentido a la vida, a aglutinar y suscitar el fervor no sólo de refinados intelectuales, sino de amplias masas) se podía entonces (y se podría hoy) encontrar, cuando de lo que se trata es de romper con cualquiera de los demás mitos fundadores que se hallan a nuestro alcance: desde la codicia liberal-capitalista hasta la trascendencia divina del conservadurismo, pasando por el igualitarismo del socialismo materialista?
 
Sí, la nación puede y debe jugar ese papel de gran mito fundacional. Pero no cualquier idea de nación. No el nacionalismo, jamás “el nacionalismo del pasado”, como lo ha llamado recientemente Gabriele Adinolfi en las páginas de Il Primato Nazionale.[4] Dada la importancia que tienen las palabras, y dado que es incongruente desprenderse del nacionalismo y mantener la palabra del que éste se deriva, intentemos encontrar otro término con el que designar a la nación. Por ejemplo, el de Comunidad política, o mejor aún, el de Comunidad de destino (pienso, por supuesto, en aquella “Unidad de destino en lo universal” que para José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange española, constituía la idea misma de patria). Comunidad de destino en lo universal que, efectuándose a través de lo particular de un ambiente familiar, de unas costumbres arraigadas, de una tierra entrañable, trasciende sin embargo semejante ámbito: el del “terruño”, como lo llamaba José Antonio. ¿Lo trasciende realmente? No: debe trascenderlo, pero no lo hace. Porque lo propio de la nación nacionalista es precisamente que no trasciende nada: se queda enquistada en el terruño del que toma origen. Empantanada en su engreída particularidad, no viendo nada más allá de sus inmediatas narices, no busca el gran Proyecto que dé cauce y sentido a la vida de los hombres en comunidad, no trata de alzar ese “sugestivo proyecto de vida en común” que, como decía Ortega, constituye la esencia misma de toda nación, de toda Comunidad de destino.
 
¿Por qué  sería tan importante —más que importante: crucial— dotar de un Proyecto, de un contenido, a esa nación de nuevo cuño, a esa nación no nacionalista, a esa Comunidad de destino? ¿Acaso la nación no tiene ya en sí misma suficiente contenido? No, tiene muy poco. Tomada en sí misma, ¿qué es en últimas la nación? Es una tierra —un “terruño”— y un pasado, en parte objetivo, es cierto, pero que nada sería si no fuese vivido y sentido en función del contenido, del sentido que le dan los Proyectos de los hombres que, innovando en el marco de ciertos principios intangibles —un cierto estilo de ser y pensar, de vivir y morir— se abren al presente y se tienden al futuro. Sin Proyecto, sin Destino colectivo, el pasado no es nada, como en nada se convierte cuando, por más que objetivamente siga ahí, los zombis apátridas de nuestros días deciden, carentes de Proyecto, desprovistos de Destino, olvidar o despreciar el pasado del que son herederos.
 
¿En qué puede consistir “el sugestivo proyecto de vida en común” que, dando contenido y sentido a la nación, nos saque de la asfixia individualista en que hemos caído no sólo por desidia nihilista: también como reacción (ilegítima, pero comprensible) ante los desafueros nacionalistas del pasado? Por lo que al espacio se refiere, esta Comunidad de destino no puede identificarse con ninguna de las viejas naciones constitutivas de los Estados-nación. Tampoco con los nacionalismos separatistas de las regiones que, independizándose de ellos, pretenden constituir una plétora de nuevos y minúsculos Estados-nación. Nuestra Comunidad de destino no puede sino estar conformada por el espacio —pero espacio que no es sólo el de una tierra; espacio que es ante todo el de un alma y una sangre— en el que se afirma nuestro destino, nuestra civilización: Europa.

Europa, patria carnal
 
Basta enunciarlo en tales términos para saber que esta Europa patria carnal, esta Europa hecha de alma y sangre, es la negación misma del engendro antieuropeo de Bruselas. Una Europa parecida, jamás realizada, siempre desgarrada, pero siempre también soñada (Carlomagno, Sacro Imperio Romano Germánico, Napoleón…), una Europa siempre vagamente anhelada desde que sucumbiera su única y tangible realización —el Imperio romano—, es a un imperio, en efecto, a lo que más se parecería. Pero a un imperio sui generis. Un imperio que contrariamente a lo que pretendía Gabriele Adinolfi en el artículo ya citado, no se puede constituir sobre la preponderancia ni de una nación ni de un eje de naciones (el “eje romano-germánico” era el que recibía los favores de Adinolfi). Si empezáramos así, no estaríamos haciendo otra cosa que volver a los viejos tiempos: a los tiempos: a los tiempos que hicieron que fracasara, por ejemplo, toda aquella gran aventura que pudo ser el imperio napoleónico; un imperio que jamás pudo ser visto por los pueblos que lo habrían integrado como un proyecto europeo, sino como un proyecto francés de dominación francesa.
 
Europa como imperio, sí, pero imperio sui generis. Como imperio provisto de un incuestionable poder político central sin el cual no sería nada (o sería tan poca cosa como lo fue, por ejemplo, aquel Sacro Imperio Romano Germánico que se mantuvo como si no pasara nada cuando en su seno estaba pasando nada menos que el mayor conflicto religioso, social, político e ideológico de los tiempos modernos). Un imperio políticamente fuerte, pero que no pretenda sustentar su poder en ninguna de sus partes constitutivas, las cuales —a dos niveles: los antiguos Estados-nación y las regiones integrantes de los mismos— han de contar con toda la autonomía con la que en todo imperio digno de este nombre cuentan las partes que lo conforman.
 
Semejante imperio: he ahí lo que Europa puede llegar a ser. Pero no basta con invocar una y mil veces, como si de un talismán se tratara, el sonsonete de “¡Europa, Europa, nuestra patria, nuestra civilización!”. De nada sirve tal invocación si debajo de ella no anida todo un gran Proyecto, todo un nuevo mito, todo un nuevo imaginario fundador, todo un “sugestivo proyecto de vida en común”. ¿Cuál podría ser este Proyecto que no puede ser ni el de la nación nacionalista, ni el de la codicia individualista del liberal-capitalismo, ni el del igualitarismo marxista, ni el de la trascendencia divina del conservadurismo?
 
Reconozcámoslo, sin embargo, ya que de trascendencia hablamos: el nuevo Proyecto (o el nuevo Mito, o el nuevo Imaginario) sí tiene que llevar inscrita en su corazón la marca de la trascendencia. Pero trascendencia dentro de la inmanencia, en el seno del mundo, no trascendencia de ningún “Más Allá” ultramundano. Trascendencia: pálpito de lo sagrado, aliento del misterio fundador que late en el fondo de las cosas y que, más allá de cualquier connotación religiosa, es lo único que puede sacarnos de nuestra inmediatez utilitaria, gris y ruin; lo único que puede empujarnos a lo lejos, lanzarnos a lo grande, a lo sublime, a lo hermoso.
 
¿Dónde hallar tan fascinantes parajes? ¿Dónde descubrir la única trascendencia, la única sacralidad que, inscrita desde siempre en el mundo y sólo en él, responde a semejantes características?
 
¿Dónde, sino en el arte?
 
En el arte que, saliendo de las suntuosas tumbas que son los museos, impregne nuestro corazón, se abra —sin frivolizarse ni vulgarizarse— al espacio público, a la ciudad, a la polis, a la Comunidad de destino. En el arte cuyo enseñoramiento en medio de la polis recibió por parte de los futuristas (dejemos ahora de lado sus contradicciones e incongruencias) una palabra clave para nombrar tal señorío: artecracia.[5] En el gran arte, en fin, cuyo espíritu sí puede marcar la vida, el destino de un pueblo; como lo marcó en el caso del Renacimiento italiano, o en el de los griegos, ese “pueblo de artistas”, decía Nietzsche, perfectamente consciente de que ni la mayoría los griegos eran artistas ni tenían por qué serlo.
 
Sólo un dios puede salvarnos, decía Heidegger. Sólo la patria —patria europea y patria alentada por el pálpito de lo misterioso, de lo sagrado que en el arte brilla— puede salvarnos, cabe precisar.
 
 
 
 


[1]Por no hablar del delirio no ya de la nación sino de la Raza en la caricatura degenerada del fascismo que fue el régimen nacional-socialista alemán.
[2]“Mito fundacional”, o lo que es lo mismo: imaginario instituyente, configurador de mundo; imaginación no fundada en razón, imaginación no irracional, desde luego; pero imaginación sí ciertamente superior a la razón.
[3]Oigamos a Marinetti, el abanderado del Futurismo y en cuyas palabras se condensa todo lo que de rechazable tiene el fascismo: “Queremos una patria, una patria grande y fuerte. ¡Adelante, pues! ¿Acaso no soñáis instintivamente que tenéis un arma en vuestras manos cuando os sentís especialmente enardecidos por vuestro maravilloso ideal nacional? […] ¿Estáis realmente seguros de que vuestros hijos no os reprocharán un día que les hayáis educado en el abandono y el menosprecio de la más grande de las estéticas: la de los batallones frenéticos y armados hasta los dientes?” (Manifiesto futurista del 16 de marzo de 1910.)

[4] «Adinolfi: “Stein ha ragione, l’Ue si contesta solo attaccando in avanti”». Il Primato Nazionale, 16.4.2016.
[5] Artecracia cuyo concepto es retomado por Adriano Scianca en Riprendersi tutto, pp. 52-55 de la traducción francesa (CasaPound: une terrible beauté est née !, Éditions du Rubicon, París, 2012). Artecracia —escribe— no significa pretender llevar la política al arte, sino fundir ambos principios concibiendo la política sub specie artis. Ello significa hacer de la propia comunidad una obra de arte a construir, […] [desarrollando para ello] un lenguaje que sacuda conciencias y almas, que haga despertar energías ancestrales […], [que implique] razonar primero con las imágenes y luego con los conceptos; cultivar una sensibilidad que, antes de ser política, social y cultural, sea también y sobre todo estética, basada en la aisthesis, en la percepción inmediata y no racional […], seduciendo, en suma, antes de convencer.” Y concluye Scianca: “Con el arte y a través del arte es como hacemos la experiencia del mundo. […] Aquel que, en un mundo de fealdad tan inaudita como el nuestro, sabe expresar experiencias de belleza, ése es un revolucionario. Contra la desesperanzadora miseria de una democracia que traiciona al demos y teme al kratos, la respuesta subversiva y creativa, vivaz y vital, no puede consistir sino en un proyecto de artecracia”.

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