Blas de Lezo, un héroe olvidado

La Armada Invencible era inglesa y España la aniquiló

Cartagena de Indias, 1740. Inglaterra ha reunido la mayor flota que verán los siglos hasta el desembarco de Normandía. Su objetivo: apoderarse de Cartagena para estrangular las vías americanas de la Corona española y desmantelar nuestro imperio. Frente a la flota inglesa, España sólo puede oponer una fuerza espantosamente inferior: la superioridad inglesa es de ¡ocho a uno! Pese a ello, los españoles aguantarán el asedio, los ingleses serán derrotados y el imperio quedará a salvo. Pablo Victoria ha contado la historia en El día que España derrotó a Inglaterra (Áltera). En la cabeza de esa hazaña, un vasco de Pasajes: Blas de Lezo, hoy injustamente olvidado. Este marino tuerto, manco y cojo firmó una de las mayores proezas de la historia nacional.

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J.J.E.

 
 

La España de 1740 era un gigante debilitado. Los antiguos esplendores habían quedado muy atrás; con todo, en el imperio seguía sin ponerse el sol. La llegada al trono de los Borbones había suavizado el paisaje militar: Francia era ahora nuestra aliada. Permanecía, sin embargo, la amenaza inglesa, y con fuerza creciente: apoyada en una marina extraordinaria y en la vitalidad de una burguesía de ambición inagotable, los británicos aspiraban a borrar el poderío español del Atlántico. Sobre el tapete, una cuestión clave: el comercio con América, materia en la que España gozaba de exclusividad. Y los ingleses, que ya ocupaban la costa este norteamericana, querían también su trozo de pastel. Su trozo y algo más: querían aniquilar a la gran potencia “papista”.

 
 

Por esas querellas estalló una guerra de la que en España poca gente ha oído hablar: la guerra de la Oreja de Jenkins. Los comerciantes ingleses estimulaban el contrabando para burlar la exclusividad española. Jenkins era uno de esos contrabandistas. En un lance de contrabando, Jenkins fue apresado por un capitán español, Julio León Fandiño. Éste sacó su sable y, como escarmiento, cortó una oreja al contrabandista inglés, diciéndole: “Ve y dile a tu Rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve”. Jenkins fue a Inglaterra, en efecto, y en el mismísimo Parlamento relató el suceso, mostrando su oreja. Fuentes contemporáneas ponen en duda que las cosas ocurrieran exactamente así, e insinúan que todo fue un montaje de los comerciantes ingleses para empujar al país a la guerra contra España. Sea como fuere, el hecho es que la oreja de Jenkins se convirtió en símbolo de la venganza británica. Era 1739.

 
 

La llave del imperio

 
 

El acto central de esa guerra iba a ser precisamente el episodio de Cartagena de Indias, la joya del virreinato de Nueva Granada. ¿Por qué Cartagena, en la actual Colombia? Porque esa ciudad era la “llave del imperio”, el centro de las comunicaciones entre los virreinatos de Nueva España (México) y Perú, y también el puerto más importante del que salía el tráfico marítimo hacia la península. Tomar Cartagena significaba romper en dos el mapa virreinal, aislar a México de Perú, estrangular la comunicación de la América española e instalar una fuerza hostil en el seno mismo del imperio. Era un objetivo militar de primera importancia.

 
 

Para tomar Cartagena, los ingleses movilizaron la mayor flota de desembarco jamás reunida; nunca más volvería a organizarse nada parecido hasta el desembarco de Normandía, dos siglos después. Bajo el mando del almirante Vernon se desplegó una auténtica Armada Invencible: 8 navíos de tres puentes y de 80 a 90 cañones; 28 navíos de dos puentes y de 50 a 70 cañones; 12 fragatas de 40 cañones; 2 bombardas; 130 barcos de transporte; 6.237 soldados ingleses; 2.763 soldados norteamericanos; 1.000 macheteros jamaicanos; 12.600 marineros; 2.620 cañones navales y 1.380 cañones de tierra. En total, 180 embarcaciones, 23.600 combatientes y unas 3.000 piezas artilladas. Era el 17 de marzo de 1740 cuando los barcos ingleses comenzaron a bombardear las defensas españolas. Frente a esa gigantesca potencia, los españoles sólo podían oponer una fuerza claramente insuficiente: 6 navíos, 2.830 hombres y 990 piezas artilladas.

 
 

Los ingleses eran plenamente conscientes de su superioridad. Tanto que no dudaron en vender la piel del oso antes de cazarlo, emitiendo monedas conmemorativas que ensalzaban la gloria del almirante Vernon, primera figura de la Armada británica, como conquistador de Cartagena, el hombre que humilló el poderío español: “El orgullo español, humillado por Vernon”, decían las monedas. Las cosas, sin embargo, iban a ir exactamente en sentido contrario. ¿Era lógico temer una derrota? No. Pero enfrente estaba España.

 
 

En Cartagena de Indias había dos hombres eminentes. Uno, navarro, era el virrey Sebastián de Eslava. El otro, vasco, era el general de la Armada Blas de Lezo. Ambos protagonizarán un violento enfrentamiento que a punto estará de costarle a España una derrota. Resumamos la cuestión diciendo que Eslava y Lezo habían calculado de distinta forma los movimientos de los ingleses; Eslava, que para algo era el virrey, impuso su criterio contra el de Lezo, pero se equivocó; cuando casi todo parecía perdido, Eslava devolvió a Lezo el mando de la defensa, y éste logró infligir a los ingleses la derrota más severa que habían sufrido hasta entonces.

 
 

El gigantesco medio-hombre

 
 

Blas de Lezo era un hombre valiente e inteligente. Le llamaban “medio hombre” porque a lo largo de su dilatada carrera marinera (se enroló como guardiamarina con doce años) había perdido una pierna, la movilidad de un brazo y la vista de un ojo. Tuerto, manco y cojo, Lezo se había enfrentado numerosas veces a los ingleses y siempre había hecho gala no sólo de una audacia extraordinaria, sino también de un ingenio realmente espectacular. Mucho de ese ingenio se aplicó a la defensa de Cartagena.

 
 

Lezo mandó poner en la entrada del puerto de Bocachica unas grandes cadenas, como las que había en su pueblo natal, Pasajes, para obstaculizar la entrada de los barcos enemigos. Ideó un tipo especial de proyectil encadenando dos bombas, de manera que las balas, al surcar el aire, giraban violentamente sobre sí, causando enormes estragos en los palos y el aparejo de los barcos enemigos. Dotó a las piezas de artillería de rampas para que en todo momento fuera posible adaptar el alcance y el grado de los disparos a las exigencias del combate. Ordenó excavar trincheras en zigzag que permitían disparar al enemigo desde distintos ángulos a la vez, multiplicando el efecto del fuego defensivo sobre los atacantes. Llenó los huecos de las almenas fortificadas (los merlones) con sacos terreros, de manera que las murallas absorbían los cañonazos enemigos con el menor daño posible. Además –y esto fue decisivo-, ordenó excavar zanjas al pie de las murallas, de manera que las escaleras de asalto de los ingleses, medidas al milímetro, resultaron inútiles.

 
 

Con este despliegue de ingenio, Lezo consiguió que el pretendido camino triunfal de los ingleses se convirtiera en un verdadero infierno. Las bajas británicas se multiplicaban en proporciones aterradoras. Como Vernon no disponía de avituallamiento suficiente para prolongar el asedio, los muertos ingleses eran abandonados sin enterrar, descomponiéndose al sol del trópico. Fue cuestión de semanas que la peste se declarara en las filas inglesas. Cada día que pasaba era un calvario para los británicos: fiebres, epidemias, enfermedades… Lezo lo había calculado a la perfección: se trataba de ir reduciendo la potencia británica hasta llegar a una proporción de fuerzas en la que los españoles pudieran trabar combate con posibilidades de triunfo. En el último asalto, una fuerza inglesa abrumadoramente superior, pero hambrienta y exhausta, fue incapaz de coronar la acción. En ese momento, Lezo mostró su última carta: 300 marineros de reserva, una fuerza exigua, pero fresca y combativa, que salió del reducto español y cargó contra los atacantes. Los ingleses, definitivamente desmoronados, huyeron. Huyeron y no pararon hasta reembarcar, poniendo fin a su desdichada aventura. El 8 de mayo de 1740 comienza la retirada británica. El día 20 ya no se veía ninguna vela inglesa en el mar.

 
 

Las bajas inglesas fueron brutales: 3.500 muertos en combate, 2.500 muertos por enfermedades, 7.500 heridos en combate. En cuanto a los barcos, el desastre fue mayúsculo: los ingleses perdieron 6 navíos de tres puentes, 13 navíos de dos puentes, 4 fragatas y 27 transportes, además de 1.500 cañones capturados o destruidos por los españoles. Proporcionalmente, cada barco y soldado español hizo frente y derrotó a 10 ingleses. Los británicos se apresuraron a recoger las monedas conmemorativas de la abortada victoria de Vernon.

 
 

El final del episodio es, pese a todo, desdichado, como tantas veces en nuestra historia. Los celos de Eslava a Blas de Lezo movieron al virrey a enviar informes a la corte atribuyéndose la victoria y calumniando al almirante. Felipe V, ciego, prestará oídos al virrey. Lezo no vivió para ver su infortunio: la peste que diezmó a los ingleses se lo llevaría también a él; era el 7 de septiembre de 1741. Luego, su memoria fue sepultada. Pasarían muchos años antes de que la Corona reconociera la talla titánica del pasaitarra Blas de Lezo. Finalmente se le concederá a título póstumo el marquesado de Ovieco. Su última voluntad era que se instalara una placa en el castillo cartagenero de San Felipe de Barajas, escenario principal de la resistencia española, con la siguiente inscripción: “Ante estas murallas fueron humilladas Inglaterra y sus colonias”. Aún no se ha colocado, aunque Cartagena de Indias recuerda a su salvador con una gratitud que la Historia de España no le ha dispensado.

 
 

Para saber más: Hay un estupendo y completísimo estudio sobre Blas de Lezo y la batalla de Cartagena de Indias, a cargo de Gregorio Urquía Osorio, en:

http://www.elguaridadegoyix.com/blas-de-lezo.

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