Vamos a decir las cosas claras

Inmigración en la escuela española: los más perjudicados, los pobres

Los padres españoles que tienen que escolarizar a sus hijos por primera vez en el próximo curso ya empiezan a temblar. Los colegios públicos y concertados dan preferencia a inmigrantes o personas con ingresos bajos, de modo que las familias de clase media falsifican su declaración de la renta o se inventan divorcios. Lo peor les espera a las familias españolas más humildes: están obligadas a llevar a sus hijos a colegios que han tenido que reducir la calidad de la enseñanza para adaptarse al nivel educativo de los inmigrantes.

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CARLOS SALAS 

En España, debido al crecimiento de los inmigrantes en los últimos años (ya hay casi cinco millones), se presenta un problema parecido al que se vivió la semana pasada en Estados Unidos: un niño blanco no obtuvo plaza en un colegio porque ya había muchos blancos. El padre protestó porque sobraban plazas en el colegio y la justicia le dio la razón, pero esa decisión desató un intenso debate en Estados Unidos. ¿Y qué es lo que está sucediendo en España?

Contradicciones del modelo español 

Un niño español puede no obtener plaza el colegio de su barrio por el simple hecho de que su familia tenga un nivel de ingresos más alto que la media. Debido a que el Ministerio obliga a los colegios públicos y concertados a integrar a los inmigrantes por ley, y si no la cumplen pierden las ayudas del Estado (en caso de los concertados), muchos niños españoles se quedan sin plaza en su barrio. España no es EEUU y aquí la mayoría, inmigrantes y españoles, suelen vivir en la metrópolis o en los suburbios más o menos mezclados. La salida de este niño es encontrar un colegio fuera del municipio que tenga plazas disponibles, es decir, gastar dinero en transporte, y sin las garantías de que ese colegio tenga un alto nivel educativo. La otra salida es pagar un colegio enteramente privado, con lo cual esa familia está pagando dos cosas: con sus impuestos financia a colegios adonde no pueden asistir sus hijos, y con el dinero que les sobra, tienen que pagar la educación de los mismos, a pesar de que la Constitución garantiza el derecho de todos los españoles a la educación gratuita hasta los 16 años. Otra gran contradicción.

Para muchos, el modelo español de integración es ejemplar porque así evita la aparición de barrios marginales o minorías marginadas. Pero desde el punto de vista del tratamiento fiscal, obliga a pagar desproporcionadamente más a las familias españolas por el simple hecho de tener un nivel de ingresos más elevado. Porque esas familias no sólo están pagando más al Estado por sus ingresos (el sistema progresivo), sino que no reciben por ello nada a cambio, salvo la satisfacción de que algún político europeo diga en los periódicos que España es un gran país. Es como comprar un coche para que lo conduzca otra persona. Anormal. 

Como inscribir a los hijos en un colegio privado es muy caro (una media de 6.000 euros al año), las familias de clase media deciden tener pocos niños: dos a lo sumo, porque no se pueden permitir más gastos.

El sistema de admisión español es tan desestimulante que muchas familias, para lograr que sus hijos asistan a los colegios concertados que desean, se convierten en delincuentes. Hace unos días, el diario El Mundo lo reflejaba en un reportaje. Uno de los trucos para lograr plaza consiste en falsificar la declaración de la Renta. A muchos esto les sonará a misión imposible, pero en realidad no se falsifica la declaración sino que se trocea. Dado que se puede presentar una declaración parcial y otra complementaria, algunas familias reducen sus ingresos en la primera, y la completan en la segunda, sin mentir con ello al Tesoro. Pero ¿adivinan qué declaración presentan al colegio? La primera por supuesto. 

El recurso a las trampas

Un padre de clase media explicaba al periódico que debido a su estatus económico no pudo inscribir a su hijo en un colegio religioso concertado que está frente a su casa, y le ofrecían enviar al pequeño a un centro en un polígono industrial “con drogadictos que venden su mierda en esa zona”. Es decir, pagar más impuestos para obtener menos servicios. “No quiero que mi hijo estudie con hijos de drogadictos y gitanos, si es necesario falsearé mi renta, me mudaré de casa o me cortaré un dedo para buscar una minusvalía con tal de que mi hijo vaya al centro religioso que quiero”, decía Luis, mientras miraba por la ventana las instalaciones del colegio concertado María Auxiliadora de Sevilla, al que no podrá asistir su hijo. 

Otras familias se empadronan en casas de amigos, que están cercanas a los colegios que desean. Presentan certificados de minusvalía, se autocontratan como empleados de su empresa para demostrar bajos ingresos, fingen divorcios. Muchos pensarán que seguimos hablando de familias de clase media alta, pero no: el periódico cita el caso de una mujer humilde a quien no le gustan los colegios públicos porque están llenos de profesores desmotivados, pero, por otro lado, no puede ni quiere pagar un colegio privado porque “los niños tienen más tren de vida  que los nuestros”, dice María al rotativo. “Nosotros preferimos más familia, aunque los niños vayan vestidos de Continente, y educarles en la austeridad”.

Pero se presenta otro problema quizá mayor para las familias españolas de bajos ingresos. Dado que no pueden pagar colegios privados, están obligadas a enviar a sus hijos a colegios repletos de inmigrantes. El nivel educativo de los inmigrantes procedentes de países sudamericanos o del Magreb es bastante más bajo que la media de los españoles. Los profesores, evidentemente, tienen que enseñar a todos por igual, pero para aplicar todo su saber y obtener algún resultado deben bajar el nivel de enseñanza. Con ello, las familias españolas de menos ingresos están condenadas a que sus hijos reciban una educación de peor nivel que antes de la llegada masiva de inmigrantes, y a resignarse a que sus posibilidades de triunfo en la vida sean menores. 

Una fábrica de ineptos

A todo esto se unen los escabrosos efectos del sistema educativo implantado a principios de los noventa en España, y que suprimió el mérito en las escuelas. Los malos estudiantes podían pasar de curso a pesar de que hubieran suspendido tres o más materias. Dejaban de existir las notas, para ser sustituidas por eufemismos como “progresa adecuadamente” o “necesita mejorar”, para evitar frustraciones y secuelas psicológicas en los tiempos de la abundancia y de “mamá, no me levantes, que hoy no me apetece ir a clase”.  

Con ello, se ha creado una generación de ineptos en la que, en general, el nivel educativo de las escuelas españolas ha descendido tanto, que en las competencias mundiales de aptitudes, los estudiantes españoles son los que obtienen las peores notas.  Un instructivo comentario de todo ello se puede encontrar en el libro de Pascual Tamburri, profesor de instituto en Navarra, titulado Genocidio Educativo (Ediciones Áltera).

Como reflejo de las secuelas de este sistema antiselectivo, hace unos días el diario El País publicó una carta de un ciudadano en la cual describía cómo un niño que había sacado una media de nueves en los cursos escolares, había sido obligado a repetir curso porque “figuraba un año adelantado a lo que por edad le correspondía”. Por ello, desapareció de las listas de su curso, y aunque demostró en las pruebas ser el mejor de la clase, se le obligó a repetir. “Los méritos alcanzados por el alumno le permitirán ser un brillante repetidor, seguramente el más brillante de los repetidores de la historia de España”, decía la carta. “Se le hace repetir curso por edad. En cambio, en el mismo centro (IES Villalba Hervás, en La Orotava), hay alumnos con diez asignaturas suspendidas que pasan de curso también por edad”.

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