La oclocracia que viene

Váyase usted aprendiendo la palabra, por si no la conocía, porque la va a disfrutar, la está ya disfrutando.

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Váyase usted aprendiendo la palabra, por si no la conocía, porque la va a disfrutar, la está ya disfrutando. De entrada verá el lector que no le tuteo, jacobinismo tan al uso últimamente en anuncios, aviones, tiendas, camareros y demás gentes que se dirigen a nosotros sin conocernos.
Oclocracia quiere decir simple y peligrosamente gobierno de la plebe, o de la muchedumbre, como aristocracia es en puridad el gobierno de los mejores, oligocracia u oligarquía el de pocos, plutocracia el de los ricos, y así. Pero por fin parece que no sólo en España sino en amplias zonas del planeta hemos superado el viejo concepto de democracia y hemos llegado al fondo, al gobierno de esa parte de la sociedad que llamamos la plebe, el populacho. Más concesión no se puede dar.
No es ajena a esta tendencia el buenismo, el postmodernismo y la teoría de lo políticamente correcto. Incluso podría decirse que esas tres tácticas constituyen ensambladas la estrategia común para que los estratos más pícaros, tatuados, vagos, envidiosos y subvencionados de la sociedad nos vayan poco a poco imponiendo sus códigos, su lenguaje, su conducta. Y a la postre su ley. Que tras esas masas cada vez más analfabetas haya una élite que las maneja y se beneficia de ello, haciéndoles creer que han llegado al poder, es una cuestión muy distinta, digna también de análisis.
El buenismo nos hace comprender a todos, amar a todos de manera no racional sino estúpida y peligrosa hasta la exageración, concediendo carta de igualdad a conductas francamente peligrosas en pro de un evitar conflictos que no hace sino posponerlos para que a la larga se resuelvan peor. Véase la legislación educativa en escuelas e institutos. El postmodernismo arrebata todo marchamo de calidad y valor a lo que lo tiene, por claro que esté, y rasa toda teoría de cualquier tipo, igualándola en validez con cualquier otra o con su contraria, excusándose en que de gustos no hay nada escrito, frase que lógicamente pronuncian personas que han leído poco y escrito menos. Pues anda que no hay nada escrito sobre gustos.
Y lo políticamente correcto, que complementa a las dos teorías anteriores, no sólo comprende lo incomprensible y perdona lo imperdonable, sino que se dedica a construir una legislación sui géneris en la que un feroz igualitarismo en todos y para todos persigue a quien destaca o discrepa, llamándole carca, fascista, sexista o machista.
Todo, en favor de un pensamiento débil, vago, subvencionado, fomentador del mínimo esfuerzo y por supuesto, a la larga, debilitador del impulso creativo para que la sociedad posea un mínimo nervio social.
No se le ocurra a usted meter en su vocabulario cotidiano palabras como orden, estudio, método, memoria, sistema, jerarquía, voluntad o disciplina.
Diga más bien opción personal, asimilación progresiva, igualdad, consensuar, colectivo, descanso, etc. Si no, le llamarán fascista, aunque por supuesto ni usted lo sea ni quien se lo diga sepa qué es el fascismo o cómo se originó.
Vuelvo a los dirigentes que fomentan y provocan una sociedad barriobajera, incívica y vaga, con el señuelo de estar haciéndola relajada, espontánea y feliz. En febrero de 1938, en plena guerra civil, Antonio Machado, uno de nuestros clásicos, escribía la siguiente reflexión en la revista Hora de España: “Siempre será peligroso encaramar en los puestos directivos a hombres de mediano talento, por mucha que sea su buena voluntad, porque a pesar de ella, la moral de estos hombres es también mediana. A última hora ellos traicionan siempre la causa que pretendían servir, y se revuelven airadamente contra ella. Propio es de hombres de cabezas medianas el embestir contra todo aquello que no les cabe en la cabeza. A todos nos conviene, amigos, que nuestros dirigentes sean siempre los más inteligentes y los más sabios”.
Es claro que la España actual y más de un país cercano en el idioma están muy lejos de tan sesudo requerimiento. Y así nos va y nos va a ir. Elegimos a representantes mediocres porque cada vez somos más mediocres. Y somos más mediocres porque el sistema educativo y televisivo nos va haciendo más mediocres, más ineducados, más groseros, más agresivos. En esa retroalimentación de electores y elegidos, la vulgaridad es algo que de evitable ha pasado a ser señal de identidad social. Ignoro lo que aguantará el sector que no comparte esas ideas, que quiere hacer una sociedad no más igual, sino mejor, porque de ahí saldría lo más que se despacha en igualdad y prosperidad. La pretendida igualdad absolutamente en todo solo puede abocarnos a la miseria espiritual, a la absoluta falta de estímulos para ser alguien, para ser mejores. Esa oclocracia que está llegando nos hará infelices a todos, empezando por los estúpidos que se creen que van a gozar el poder. “Ya era hora de que robáramos los pobres”, le oí comentar un día a una buena mujer a propósito del asunto Juan Guerra, “mienmano”. Lo que no sabía la muy infeliz era que también a ella le estaban robando. Y encima, en nombre de la democracia y el socialismo.

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