La fiel infantería

"Y esa falta de un alto y claro estilo, de una manera de ser entera y verdadera, hacía de todos y cada uno de los españoles gente sin cultura, sin raigambre, aburridas y desesperanzadas."

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A Lara Sánchez, mujer de las de antes

Entre las características de los diccionarios no está el que se lean de un tirón en un par de días. Por lo común, ni la amenidad de su prosa ni la riqueza de los temas invita a ello. N siquiera sucede así con el del doctor Johnson. Sin embargo, algunos autores han convertido sus glosarios, reales o supuestos, en libros muy legibles, como Milorad Pavic y su Diccionario jázaro, Ambrose Bierce y su Diccionario del diablo,o el clásico de Voltaire, el Diccionario filosófico. En España, Cela vendió muchos ejemplares del Diccionario secreto, pero dudo que alguien se haya leído de una sentada los tres volúmenes. Cirlot editó su Diccionario de símbolos con la intención de que se leyera como un tratado, pero sólo a Rafael García Serrano (1917-1988) se le ocurrió convertir su Diccionario para un macuto (1964) en una vibrante, animada y fresca memoria de la guerra del 36, un diccionario épico, no exento de sátira y de nostalgia, donde uno rememora viejas narraciones de nuestros abuelos, aquellos capitanes de Oviedo, del Ebro, del Maestrazgo.

Si Rafael García Serrano hubiera militado en el lado correcto de las trincheras, hoy las ediciones cuidadas por doctorandos, los premios y hasta las fundaciones con su nombre serían muy abundantes, pero nuestro escritor fue falangista, alguien que, como tal, se subió a un autobús de La Bidasotarra en la plaza del Castillo de Pamplona y se bajó en Somosierra con el máuser en bandolera y el empuje de un miura al salir de chiqueros. Se entregó al españolísimo deporte de echarse al monte y disfrutó con bárbara alegría de la guerra y de la victoria. Al contrario que otros más avisados, este perenne alférez provisional no blanqueó el azul mahón de su camisa, ni mercó el percal de su chaqueta, ni se bajó los pantalones con descargos de conciencia y demás milongas. Fue un tío de una pieza, con los cojones bien puestos, que no se calló ni cuando un ministro muy demócrata y cristiano, hoy justamente olvidado, le intentó dejar en la inopia económica. En sus últimos años, desde su reducto de El Alcázar, inasequible al desaliento, no dejó de disparar sus flechas acerbas y recias a los tornadizos demócratas de nuevo cuño.

No es de extrañar que en el régimen actual sea un proscrito; más curioso resulta que también lo fuera con el anterior. Una de las taras del franquismo fue dejar la cultura en manos del clero; el régimen del Generalísimo apenas fue fascista en la superficie, nada más; tras la delgada costra azul se ocultaba un enjundioso tocino clerical que, además, no ahorraba ocasión de exudar su ranciedumbre de la forma más estúpida y gazmoña posible. A finales de 1943, García Serrano había ganado el Premio Nacional de Literatura con La fiel infantería, estupenda novela de lirismo bravío y de tensión juvenil, pues la fuerza de los años mozos es algo que este Kerouac con capote manta transmite de manera insuperable al lector, virtuoso del arte de evangelizar con la emoción. De los personajes, soldados y zagales sin desbravar, era de suponer que abundaran en frases como: “Yo quería saber si mi novia podía tener hijos. Hasta que no lo supe por mis propios medios, no me casé con ella”. O: “No pensaba más que en mujeres fáciles. Jamás habló con una muchacha sensible ni besó una boca que no le costase un billete”. O: “Está en cueros; no me atrevo a decir desnuda, como se dice de verdad. Seguramente que el decirlo sería pecado”. Por supuesto, no falta una visita de los voluntarios a un cabaret pueblerino con la muy cateta y sugerente razón social de La pájara verde. Tampoco escasean en la obra expresiones de católico paganismo falangista, inspiradas por Montherlant: “Lo que te digo es pagano, y pienso que un poco de paganía viene bien para descansar las espaldas. El aire, el laurel, el saltar dos metros y el correr cien, la victoria: todo eso es pagano”. O: “Lo primero, España. Y sobre España, ni Dios… [exabrupto falangista en discusión con un requeté]”. O: “Estos [los requetés] le llaman Dios a un cardenal cualquiera”. En definitiva, frases propias de jóvenes en guerra a los que les es difícil hablar de política y mujeres “conteniendo la sangre caliente que nos alzaba los cascos”.    

No era de la misma opinión Monseñor Pla y Deniel, Primado de España y Dalai Lama del nacionalcatolicismo, aquella peste que confundía la piedad con el largo de las faldas, la catolicidad con el clericalismo y la devoción con la estrechez de mente. El 15 de enero de 1944, en el Boletín Eclesiástico del Arzobispado de Toledo apareció un decreto de Su Eminencia en el que se condenaba La fiel infantería por sus “expresiones indecorosas y obscenas” (ap. 3) y (ésta es mi objeción favorita) “porque se proponen como necesarios e inevitables los pecados de lujuria en la juventud” (ap. 1). ¡Jesús, María y José!

A la Iglesia española la salvaron del genocidio de 1936 los soldados y los jóvenes “lujuriosos” que se echaron al monte pro aris et focis; de no haber sido por aquellos legionarios que soltaban las “grandes blasfemias de su vocabulario de tigre”, de no haber tomado el fusil esos “locos sagrados, hijos de Dios, falangistas”, no habría quedado ni un altar sin profanar, ni un cura sin degollar, ni una monja sin violar y ni una iglesia sin quemar en toda la piel de toro. Por eso, el mismo cardenal Pla y Deniel denominó, con toda justicia, Cruzada al Alzamiento del 18 de Julio. La denominación hizo fortuna: en 1936, la Iglesia libraba una batalla a muerte contra los enemigos de la fe, y nuestros abuelos tuvieron clara conciencia de ello hasta el final de sus días: yo mismo, niño, escuché de mis mayores su testimonio de cruzados. Católicos de Portugal, Irlanda, Francia e Italia, ortodoxos rusos y rumanos, paganos germánicos y hasta marroquíes musulmanes —que decidieron luchar con los españoles creyentes antes que servir a la República atea— se movilizaron para combatir al enemigo común: la modernidad deicida.

Que los combatientes no se suelen expresar ni comportar como ursulinas es un lugar común literario, no sé si teológico. Las inocentes y brutales expansiones de los protagonistas de esta novela joven, idealista y un punto remarquiana, con muy poco de un pretendido tremendismo que no sé dónde se detecta, fueron ofensivas para los meapilas de servicio en 1943; semejante tranche de vie resultaba inaceptable para sus castos oídos de novicia. El caso es que la censura eclesiástica decidió mostrar su poder con La fiel infantería, echó mano del brazo secular, “y para Reyes del 44 ya iba la policía recogiéndola por los escaparates, como a una muchacha descarriada”, cuenta García Serrano en su prólogo a la edición de 1980. Clandestina, marginal, novela de culto, La fiel infantería se convirtió en el emblema de la Victoria sin alas, de la esperanza de renovación vital de España asfixiada en la cuna por la zafia derecha burguesa, por los judas del clero imbécil y por un poder militar patriota, pero de espíritu cuartelero y limitado.

De esta forma, la España de Franco se quedó sin su escritor, que siguió sirviendo con lealtad al espíritu del 18 de Julio y al Caudillo, aunque sólo para recibir amargas recompensas, como las que sufrió al proclamar el tradicional antimonarquismo de la Falange en las páginas no del ABC, sino de ¡Arriba!... Cosas de España.

Lo que jamás abandonó a Rafael García Serrano fue su juventud, el recuerdo tan vivo y presente de aquel decenio exaltado, cruel y sublime que va del Discurso de la Comedia al regreso de la División Azul, cuando parecía que España iba a cambiar de verdad. Eugenio o la proclamación de la primavera (1938) es la obra inaugural de su prosa, acabada de escribir con menos de veinte años en el Baztán carlista y guerrero del 36 y corregida en 1938, en el hospital, “mientras me moría a chorros”. En una época aberrante y degenerada como la nuestra, donde la literatura juvenil enseña a los chicos a vestirse de chicas, una obra como Eugenio es dinamita nietzscheana. Nada nos muestra mejor lo bajo que hemos caído que el leer uno de los diálogos:

Nos llaman bárbaros y pistoleros.

No saben que la civilización se defiende a tiros.

Eugenio me impresionó mucho en su primera lectura, cuando no sumaba yo los dieciséis abriles, y todavía me emociona en nuestros periódicos reencuentros, con trozos que me sé de memoria. Heroica y ejemplar, la vida de un escuadrista se convierte en novela de caballerías: Eugenio es un Amadís urbano, un Lanzarote con camisa azul, aunque en su violencia y su mística encontramos la pureza de un Parsifal. Sus breves páginas exaltadas transmiten el espíritu que se vivía entre los jóvenes del 36. El autor así lo reconoce en su prólogo de 1945: “Nacido el libro, mejor: la voluntad de este libro, para un tiempo peligroso, es posible que ahora parezca ingenuo, elemental, hasta infantil. Así lo quiero, así lo hice, así lo entendieron los de mi Bandera, muchos de los cuales, por todas estas razones ingenuas, elementales e infantiles, murieron más tarde repartidos entre una Bandera de Navarra y una Bandera de Aragón [...]. El mundo mismo ha dado una vuelta gigantesca, y entre ruinas y dolores se ha sepultado un concepto de la vida muy noble y muy bello. Lleno de equivocaciones, yo no lo sé, y otros sí que lo saben; pero ha fenecido un aire de existir que nos enamoró en la época de los amores inolvidables. De los dieciséis a los veinte años.

Mucho más madura, con un oficio excelente, es la tercera de las obras que dedica García Serrano a la guerra: Plaza del Castillo (1951), retrato minucioso y verista de la Pamplona de julio de 1936, entre los sanfermines y el Alzamiento. Aquí el falangista cede el paso al escritor, que lo es de categoría. A la recreación histórica se une la calidad de la prosa, de lo mejorcito que se puede leer de esa generación. Como un Manhattan Transfer pamplonés, los personajes y los ambientes desfilan ante nuestra atención encantada, hechizada por la excelente técnica del autor. La descripción del encierro del once de julio es magistral, así como lo eterno, lo que permanece en el espíritu de la fiesta: “Pensaba Joaquín, mirando en torno, que la diversidad se unificaba alrededor de la fiesta cristiana. Los buenos y los malos, los ricos y los pobres, los listos y los tontos, los analfabetos y los sabios, los guapos y los feos encontraban en el fondo de su alma cristiana la honda ligadura de una unidad cada día más difícil, cada día más cuarteada por las circunstancias. Entró Javier García con varios de su cuerda, el vendedor de Mundo Obrero, otro que pasaba por matón profesional y un par de estudiantes, y Joaquín se daba cuenta de que también ellos, esos cinco que entraban, estaban cogidos por la magia unitiva de la fiesta, por el légamo cristiano de sus corazones, por aquellas lejanas preces de la madre, por siglos de catolicidad en la sangre, y su blasfemia era cristiana y sus ganas de quemar iglesias eran cristianas, y ellos se sabían herejes porque también conocían e intuían una simple y hermosa ortodoxia. Era la rabieta contra Cristo, la pataleta de los desesperados que no saben o no quieren comprobar cómo Cristo, solamente Él, puede ser su centurión, su amigo, su camarada.”

Por fortuna, a ningún monseñor se le ocurrió fulminar con otra condena a esta novela. Sin embargo, el autor, más escarmentado por los años, no deja de reflejar sus desilusiones: “Y se gana. Se ganará. Pero ¿y después? Mire, la tribu de los privilegiados es mucho más difícil de combatir que la de los revolucionarios de barricada y quema de conventos. Me produce mucho más miedo un banquero español que un pobre Lenin español con su tartera de caviar y dinamita. Cuando el enemigo está delante se le dispara y santas pascuas. Pero cuando no se sabe dónde está, uno lo pasa francamente mal”. No le faltaba razón. Hoy, malbaratada la Victoria, poca diferencia hay entre el espíritu de aquella España decadente y la actual: “Y esa falta de un alto y claro estilo, de una manera de ser entera y verdadera, hacía de todos y cada uno de los españoles gente sin cultura, sin raigambre, aburridas y desesperanzadas. El gran acuerdo nacional, el programa común de izquierdas y derechas, de nobles y plebeyos, consistía en agarbanzar aún más la existencia, en escupir en corro. Quedaban unos cuantos locos, pero ¿qué podían hacer?”.

 Pues en eso estamos, otra vez. 

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