El aborto a posteriori de Arthur Miller

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Jesús Sanz Rioja
 

Había un libro escolar de los años 40 titulado Santos españoles, un conjunto de breves semblanzas con propósito edificante. En él se decía, a propósito de san Juan de la Cruz, que “los grandes poetas suelen ser también hombres muy buenos”. Y uno no podía por menos de sonreír al leerlo, alabando al autor la buena intención ya que no era imaginable tanta candidez. Rara vez han ido paralelas la santidad o simplemente la ejemplaridad humana con el genio literario. A lo sumo, hay que reconocer en los poetas una cierta tendencia a lo extremo, a compaginar actos heroicos con bajezas notorias.

 

Estos días hemos asistido a otra pillada en renuncio de un VIP de las letras: dicen los periódicos (no quiero acogerlo sin reservas, en atención al derecho al honor que a todos ampara) que Arthur Miller se deshizo de un hijo con síndrome de Down, internándolo en un centro asistencial y olvidándolo hasta el extremo de no mencionarlo en sus memorias. Escándalo: el comprometido, el fustigador del capitalismo, el defensor de los humildes... desatiende a sus compromisos más cercanos y acuciantes. Bueno, una vez más, sorprende que sorprenda. Nos hemos acostumbrado a otorgar a los intelectuales una autoridad moral que rara vez han merecido, pues, como bien sabemos, nada hay más fácil que comprometerse de palabra con colectivos, sobre todo si son colectivos alejados de la propia mansión. Otra cosa es asumir las propias cargas y estar a las duras en el matrimonio, ya que desposar a Marilyn Monroe entra de lleno en las maduras.

 

Además, supongamos que Arthur Miller hubiera decidido abortar a su hijo en lugar de arrinconarlo en vida: ¿no hubiera sido alabada esa actitud por el laicismo establecido, que niega en casi todas sus legislaciones el derecho a la vida del discapacitado mental? En realidad, no hizo sino abortarlo a posteriori. Para él fue lo mismo: vivió con un estorbo menos. Y encima le perdonó la vida al chaval. ¿Qué más quieren?

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