La fe y el diálogo

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Josep Carles Laínez
 
La humanidad podría aplicar una larga serie de medidas en la búsqueda de la paz, el diálogo y el mutuo entendimiento: el regreso del Dalai Lama al Tíbet y, al menos, una fuerte autonomía de este país dentro de China; la apertura de las ciudades de Medina y La Meca a visitantes de cualquier confesión religiosa; la reconstrucción del Templo de Jerusalén y su cesión definitiva al pueblo judío; la abolición de la poligamia y la esclavitud en las sociedades donde aún es la norma de costumbre; la recuperación por parte de la Unión Europea de las antiguas ciudades romanas del norte de África como territorio propio extracontinental... Estas disposiciones son un ejemplo de las líneas por donde se podría comenzar a mantener diálogos enriquecedores. Por supuesto, se busca en todas el respeto, el bien común, y la justicia y memoria históricas. Afectan, además, a religiones y culturas diferentes, habiendo de ceder todas en favor de una efectiva alianza de civilizaciones y de un conocimiento recíproco.
 
Sin embargo, no serían acogidas con mucha estima por los sectores sociales que, en cambio, apuestan y defienden, entre otras cosas, la adecuación de las normativas laborales según la religión profesada (el sindicato USO ha denunciado que los empresarios no concedan a los trabajadores islámicos turnos de trabajo distintos durante el ramadán); la exigencia de compra –y la compra efectiva– por parte de bibliotecas públicas, de libros en lenguas no oficiales; un menú especial en los comedores escolares según la religión familiar de los niños; o la ya acallada “donación” de la catedral de Córdoba (antigua mezquita y, según los popes de los conversos, templo arriano) al culto muslime.
 
Mis respetuosas propuestas se considerarían una injerencia extranjera, puro y duro neocolonialismo o imperialismo tout court. Se me ocurre una posible respuesta al porqué de tal reacción: Europa no habría de ceder en ninguna de ellas. Da igual que, de la mayoría, no resultara beneficiada; lo importante es que aquellas culturas o regímenes políticos con apoyo mediático desearían aparecer en calidad de ultrajados y nos lo querrían hacer pagar como nuevo agravio.
 
Resulta increíble que, en Estados donde se defiende por encima de todo el mercado libre, no se busquen contrapartidas a la peregrinas y “bienaventuradas” sugerencias de nuestras ONGs, organismos oficiales llenos de complejos o demás progresistas de salón. Haber abierto la catedral cordobesa a la “interreligión”, discriminar a los alumnos sin un lobby de presión detrás (pienso, por ejemplo, en hijos de parejas vegetarianas o naturistas, hipotéticos solicitantes de un menú sin carne ni pescado, o de un único vestuario para los dos sexos) o invertir dinero en lo que rompe la cohesión social (potenciar lenguas no autóctonas) son formas que tiene un gobierno –o una ideología traicionera– de fracasar, en beneficio de una idea falaz (el multiculturalismo) y de una trampa para Europa (la convivencia fuera de los límites democráticos y constitucionales). Quizá no se ve, en estas solicitudes, el descomunal desprecio que subyace a la mayoría de nuestros antepasados, y a los países de libertad que han construido y nos dejaron en herencia.
 
Aparte de estas cuestiones estrictamente políticas, no se ha de olvidar (se debería recordar siempre…) que las bases de la cultura europea son el legado grecorromano y las Iglesias cristianas (con su ineluctable fundamento hebreo). En la síntesis de estas dos formas de contemplar el mundo, Europa ha crecido y se ha extendido más allá de sus primeros límites geográficos. Interrumpir o pervertir esta fusión no nos hará más tolerantes, tan sólo mostrará nuestra debilidad ante la incultura y la sinrazón.

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