¿De qué se avergüenzan? O peor:
¿de qué nos avergonzamos?

Descubrimiento y colonización de América: gesta de España

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JAVIER RUIZ PORTELLA

¿De qué se avergüenzan? No sólo los “progres”. ¿De qué nos avergonzamos todos? Todos los españoles. O lo que aún quede de los tales.

Derecha, izquierda, indiferentes: todos se avergüenzan de la gesta americana. O se callan, escurren el bulto, pasan de puntillas. Como cuando el indio Morales se aúna con la criolla Kichner para derrumbar la estatua de Colón en Buenos Aires. Y nadie se entera, nadie dice nada (salvo El Manifiesto). Por la sencilla razón de que nadie asume la gesta americana como lo que fue: lo más grande que ha hecho en su historia (pido perdón por el término) nuestra patria.

Triste destino el de un país al que le encanta echar piedras sobre su propio tejado. El mal es general, es cierto; afecta a todo Occidente, pero aún incide con mayor encono en el último país europeo que se ha subido deprisa y corriendo al tren de la modernidad. ¿Por qué esta manía por denigrarnos? Sin duda, porque para la tiranía ideológica que nos quiere felices y buenecitos, nada hay peor que descubrir y colonizar un Nuevo Mundo. Descubrirlo…, vale, aún puede pasar. Pero ¿conquistarlo, colonizarlo? ¡Vade retro, Satanás! He ahí lo peor de todo: que los hombres de un pueblo fuerte y aguerrido, lanzándose a través de mares desconocidos, se jueguen la vida, lleguen a nuevas tierras, las exploren, venzan mil calamidades, conquisten sus imperios, expandan en ellos una nueva civilización…

Para nuestros bienpensantes –es decir, para todo el mundo– da igual que en los imperios conquistados se practicara sistemática, regular y masivamente –no, no eran casos aislados– tanto el canibalismo como el sacrificio religioso de hombres y mujeres cuya carne se consumía. Da igual que, a diferencia de todas las demás colonizaciones (salvo la romana), la española se haya caracterizado por la voluntad de integrarse hasta la médula (desde la sangre hasta la cultura toda) en las tierras y poblaciones del Nuevo Mundo. Da igual que la suerte de los indígenas haya sido radicalmente distinta en la América española y en la inglesa. (A ver, señores de la Leyenda Negra, díganme ustedes: ¿cuántos indios quedan respectivamente al norte y al sur de Río Grande?…) Da igual que las grandes mortandades de indígenas se hayan producido por causas naturales, al no estar inmunizados frente a las enfermedades para las que sí lo estaban los españoles. Da igual que no haya habido en toda la América española ningún intento sistemático de exterminio o de esclavización de las poblaciones indígenas. Da igual que dicha esclavitud haya sido prohibida por expresas disposiciones de Isabel y Fernando, de Carlos V, de Felipe II… Da igual que nuestros monarcas hayan denunciado y perseguido los atropellos que se produjeron, es indudable, contra los indígenas.

Da igual. Y da igual porque lo que resulta intolerable es, simplemente, el hecho mismo de la conquista y colonización: un hecho ante el que se derrumba el único valor que da “sentido” (llamémoslo así) a nuestras vidas: el del igualitarismo entre los hombres y el nihilismo entre las ideas. Para conquistar y colonizar –sobre todo para hacerlo a la manera romana y española– hace falta que existan hombres fuertes y aguerridos que se lanzan a lo desconocido –y otros que no lo son, o que no llegan a tanto. Hace falta que unos hombres sean fuertes (así sean un puñado tan grotescamente reducido como el de los Conquistadores), y otros, débiles. Y lo que está claro es que nuestros tiempos –al menos por lo que a su demagogia se refiere– han tomado decididamente el partido de la debilidad.

Pero no es sólo el igualitarismo entre los hombres lo que se rompe en añicos ante la simple idea de la colonización. Es también la igualdad –es decir, la indiferencia– entre principios, valores e ideas. Todos los valores se valen en la noche relativista donde todos los gatos son pardos. Todos los valores…, salvo el de la indiferencia que guía nuestros pasos. Y si todos se valen por igual, también se valen todas las culturas, todas las civilizaciones, todos los modos y formas de ser en el mundo. Ninguna es más grande, más refinada, más excelente que otras. “¿La excelencia?… ¡Por favor! ¡No seas carca, tío!”

No nos quejemos sin embargo demasiado. Consolémonos pensando que, en tiempos de los romanos, no eran afortunadamente tales principios los que regían el mundo. De haberlo sido, de no habernos visto invadidos, conquistados y civilizados por Roma, aún estaríamos en las celtibéricas tierras sin saber siquiera leer y escribir.

 

 

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