El mayor delito de Rodrigo Rato no es el que se cree

Rodrigo Rato también posee, como accionista mayoritario, un hotel en Berlín: el Catalonia Berlin Mitte, un lujoso hotel de cuatro estrellas como cuatro soles.

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Por supuesto: incalificables son los trapicheos de quien ha amasado una fortuna de 27 milloncejos de nada esparcidos por esos mundos de Dios. Quiero decir: por esos paraísos fiscales entre los que se cuenta —¡alto afán patriótico envuelve a nuestros prohombres!– cierto territorio español denominado Gibraltar.
 
Las trifulcas de quien estuvo a punto de suceder a Aznar vienen a sumarse a la larga, interminable lista de bandolerismo que caracteriza a nuestra eximia casta. Da igual  su color. Todos pringan: desde el PSOE al PP pasando por los separatistas (mientras piafan impacientes los chicos de Podemos; algunos otros, probablemente también: tiempo al tiempo). Y, sin embargo, no, no son los trapicheos de don Rodrigo su más grave delito. Hay algo mucho peor. Se lo voy a contar porque, si no es a través de este periódico (o perdido entre las líneas de algún articulito de la prensa oficial), nunca lograrán ustedes enterarse del asunto.
 
Resulta que don Rodrigo Rato también posee, como accionista mayoritario, un hotel en Berlín: el Catalonia Berlin Mitte, un lujoso hotel de cuatro estrellas como cuatro soles. ¿Catalonia?… Sí: uno de los accionistas es la cadena así denominada. Resulta que, “a más a más”, como dicen por ahí, Rato tiene (o tenía) amplios contactos y simpatías con el mundillo del catalano-separatismo. Pero lo que ahora nos importa no es esto, sino la particularidad de la que se enorgullece dicho hotel: como si se tratara de una casa okupada por okupas, sus habitaciones, súper modernas, súper tecnificadas, están pintarrajeadas… con unos grafitis capaces de transformar en pesadilla el más apacible sueño de sus okupantes. (Ya saben, sarna con gusto no pica, etcétera.)
 
¿No se lo creen? Pues miren la hermosa imagen que ilustra a este artículo.
 
¿Y qué?… Es feo, es horrendo, es estúpido, se dirán ustedes, pero ¿por qué sería más grave que las trifulcas financieras de nuestro hombre? ¡Por una sencilla razón, pardiez! Porque las cosas del espíritu son infinitamente más importantes que las de la materia. (En fin, son más importantes…: deberían serlo, quiero decir.)
 
La corrupción económica es, por supuesto, ignominiosa. Hay que luchar resueltamente contra ella, al igual que hay que combatir el sistema que la posibilita hasta tal punto. Pero la corrupción económica, en últimas, es cosa pequeña al lado de la corrupción del espíritu que implican cosas tales como los garabatos en cuestión (ambas corrupciones, por lo demás, se entrecruzan constantemente entre sí).
 
La degeneración económica tiene sobre nuestro confort material consecuencias tan obvias como implacables. Hace que disminuya nuestro bienestar, nuestro dinero, nuestro ocio —de sobra lo constatamos con la crisis. Ahora bien, por profunda que sea tal disminución, ¡nunca hará que nos muramos por culpa suya! Es en cambio la muerte de toda una civilización lo que corre el riesgo de producirse cuando el aire mismo del tiempo se descompone hasta el punto de que algo como la belleza queda engullido, sustituido, por la fealdad.
 
Se supone que un hotel, sobre todo si es lujoso, tiene que estar decorado con la mayor belleza posible. El que lo esté con semejante cochambre, el que las mismas fealdades que mancillan nuestras calles sean deliberadamente reproducidas en un hotel okupado por pijos progres de “izquierdas” o de “derechas”; el que tal sea la apuesta de nuestras “élites”, el que tal sea el estado mental de quienes disfrutan mofándose tanto de los okupas como de los pobres cuyas ropas les gusta imitar (hasta a Su Majestad la Reina de Estepaís hemos visto ataviada con vaqueros de firma… debidamente agujereados y remendados en fábrica): todo eso va mucho más allá del buen o del mal gusto. Todo eso significa que por primera vez en la historia la belleza está siendo deliberadamente remplazada por la fealdad, de igual modo que el arte —el gran arte que nos ha marcado durante siglos— queda encerrado en los museos, mientras el arte oficial de nuestro tiempo se convierte —no hace falta recordar sus horrores— en algo a lo que sólo cabe dar un nombre: el de no-arte contemporáneo.
 
Tal es la degeneración que deja sumidas en la mayor de las indiferencias a unas gentes —tanto a los Ratos como a sus súbditos— a quienes mueve un único afán: los asuntos del comer y del distraer. Sólo cuando empecemos a comprender que tal degeneración nos conduce simple y llanamente a la muerte, sólo entonces comenzaremos a revivir.

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