Bajo la nueva estelada

Pocas veces ha sido un rey de España tan maltratado como en la manifestación antiterrorista de Barcelona. Hay que tener horchata y no sangre en las venas para asistir impasible a ese espectáculo. No digamos ya para protagonizarlo.

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El reinado de Felipe VI pasará a la Historia por la cantidad de pitadas, desplantes e insultos que ha recibido de la chusma rojo separatista, a la que tanto empeño tiene el soberano en halagar. Su intención de ser el más progre de los reyes europeos no le ha traído hasta ahora más que un chaparrón de ofensas, eso que antes se llamaban delitos de lesa majestad y hoy son simples formas de libertad de expresión, según rebuzna el dirigente de Podemos. Nada, tonterías...: vejar al Jefe del Estado, quemar la bandera, gritar ¡Muera el Borbón!..., más un largo etcétera de inocentes y bienintencionadas formas de expresarse de la CUP, Podemos, Esquerra, la difunta Convergencia, Bildu y demás compañeros de viaje. Cosas que, en otros países de la UE, le llevan a uno a la cárcel.  

Desde luego, quien siembra vientos recoge tempestades. Cuarenta años de entreguismo de la Corona a las izquierdas han acabado en esto. No puedo escribir que me alegro —pese a que mi simpatía por Felipe VI es nula— porque no deja de ser el Jefe del Estado. Ver cómo la canalla humilla y pisotea la dignidad de la nación española día sí y día también, no es plato de gusto. Ya no se trata de que sea uno republicano, carlista o liberal: se trata del respeto que se nos debe, del rey abajo, como nación y como pueblo.

Pero, claro, ¿qué esperar de un país en el que se permite que en Ripoll se haga poco menos que un funeral de Estado a los terroristas de Barcelona?, ¿en el que, cuando se mata a quince ciudadanos inocentes, salen imbéciles preguntando en qué les hemos fallado a los asesinos?, ¿en el que la misma clase dirigente nos aconseja que nos resignemos, que como habrá más atentados de este porte... pues nada, habrá que irse acostumbrando?

Esta política, vieja ya de casi medio siglo, de capitular por sistema, de inclinar la cerviz ante los enemigos de la patria, de esa anti-España que no esconde sus intenciones, parece inherente a la Casa de Borbón, que nunca pierde una oportunidad de rebajarse (y de rebajarnos) y suplicar que le perdonen su pasado. La anti-España, que se conoce el percal, sabe que el negocio está en no perdonar. Y así va este monarca, de silbido en pitada, de insulto en injuria, de desplante en escarnio. Por mucho que reniegue de los capitanes del 18 de Julio —cuya sangre cimentó el trono de su padre—, por mucho que intente hacer el don Tancredo ante el reto de la secesión, es el Rey de España, y eso —y no su pecado original— es la marca imborrable que le vuelve enemigo hereditario de toda esta escoria, elevada al poder por la corrupción de unos, el resentimiento de otros y la ignorancia de muchos.

 Lo quiera o no —y más bien parece que no—, don Felipe encarna a su pesar una tradición militar, católica y monárquica que aún hoy se manifiesta en buena parte de lo mejor de nuestro pueblo, pese a todos los intentos de la democracia por aniquilarla. Es eso de lo que jamás se podrá desembarazar. Por mucho que arranque la cruz de san Andrés del guion real, por mucho que intente disimular que ocupa el trono de Felipe II y de San Fernando, esos monarcas hoy políticamente incorrectos, Felipe VI es el Rey de España. Y eso es lo que nunca le van a perdonar los de la anti-España, la ralea de Witiza, los Oppas, los condes don Julián, los Antonio Pérez, los afrancesados y los segadors, cuyo odio a la esencia española (sí, digo esencia, para pánico de catedráticos) es patológico, mamado con toda la mala sangre, toda la bilis y toda la hiel de su frustración, de su indignidad y de su resentimiento. 

Pocas veces ha sido un rey de España tan maltratado como en la manifestación antiterrorista de Barcelona, donde los secesionistas, bajo la infecta estelada, se han regodeado en la infamia con la sangre ajena. Habría que remontarse a los tiempos de Enrique IV y la farsa de Ávila[1] para ver algo semejante. Hay que tener horchata y no sangre en las venas para asistir impasible a ese espectáculo. No digamos ya para protagonizarlo.



[1] La farsa de Ávila (1465) fue la bochornosa deposición in effigie de Enrique IV El Impotente, llevada a cabo por los nobles castellanos, que nombraron rey en su lugar al príncipe Alfonso, hermano de Isabel la Católica. Los sediciosos entronizaron a un pelele con los atributos reales y lo sentaron en un trono. Luego, lo despojaron de ellos. Uno de los cargos que los nobles le imputaron era el de hereje, por su protección a los musulmanes y su afición a los jovencitos sarracenos. Una vez desposeído de los regios atributos, Don Diego de Stúñiga arrojó de una patada al suelo el muñeco al grito de ¡Fuera, puto!

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