Discusión en torno al libro "Los esclavos felices de la libertad"

¿Por qué esclavos? ¿Por qué felices? ¿Por qué libres?

A raíz de la traducción en Francia del libro de Javier Ruiz Portella "Los esclavos felices de la libertad", que publicarán las Éditions David Reinharc, el escritor Louis-Ferdinand de Touches ha mantenido una amplia conversación con el autor. En ella se abordan y condensan los principales retos que plantea este ensayo.

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—Empecemos, si te parece bien, por lo que constituye el meollo mismo de tu libro: todo ese malestar, toda esa desazón que invade al hombre contemporáneo, el «esclavo feliz de la libertad», como lo llamas.
 
—Sí, pero cuidado… El problema es precisamente que, de esta desazón, el hombre contemporáneo ni siquiera se entera. Se siente mal, desde luego, sobre todo cuando el dinero no le llega… Pero sus males los atribuye única y exclusivamente a la penuria material. Sus ojos están cerrados para cualquier otra cosa. Por eso se convierte en un «esclavo», por eso se siente tan estúpidamente «libre», tan insulsamente «feliz»…
 
—¿Sería la penuria material un problema baladí?…
 
—¡Claro que no! Y menos con la que está cayendo, menos aún con esa creciente pauperización de las clases medias, por referirme a uno de los aspectos más llamativos de la actual crisis. Nadie se muere aún de hambre, es cierto, pero por primera vez desde que el capitalismo creyó encontrar la tabla salvadora del consumismo generalizado, las estrecheces empiezan a ser importantes. Imagínate que el otro día me indigné (o me escandalicé, si prefieres…) como un «indignado» español cualquiera al enterarme de que un profesor universitario con dedicación plena y un doctorado en su bolsillo, ¡puede ganar al comienzo de su carrera unos miserables 700 euros al mes!
 
—Y, sin embargo, no hablas demasiado de tales cuestiones en tu libro…
 
—¿Para qué… cuando tanta gente sólo habla de ellas?
 
—¡No me vengas con una boutade!
 
—Mira, tomemos el toro por los cuernos: es absolutamente necesario denunciar, combatir las aberraciones que sufrimos en el ámbito de la economía, o de nuestra sobrevivencia material, como prefiero llamarlo. Es imperativo encontrar una solución. Pero que quede absolutamente claro: jamás será esta solución —así fuera la más excelente de todas— lo que llene de plenitud y belleza nuestras vidas, lo que nos dé sentido, ese sentido cuya pérdida es en realidad lo que nos derrumba —por más que nos empeñemos en ni siquiera verlo.
 
—El sentido, la plenitud, la belleza de las cosas… ¿Para qué y por qué vivimos? Tal es nuestra cuestión fundamental, ¿no?
 
—Tal es nuestra cuestión fundamental… y la de todos los mortales que en el mundo han sido y serán. Salvo que los mortales de hoy nos hemos vuelto incapaces, por primera vez en la Historia, no ya de responder a semejante cuestión, sino de siquiera planteárnosla.
 
—¿Ni siquiera le aportamos un atisbo de respuesta?
 
—Hombre, un atisbo sí. Pero un atisbo que nos conduce a una respuesta degradante: nos deja encerrados a cal y canto en nuestra animalidad. El sentido de la existencia, creen los esclavos felices de la libertad, consiste en una sola cosa: en comer.
 
—¿En comer?…
 
—En comer y en divertirse, en comer y en trabajar para producir comida y diversión. Y luego morirse: sin que quede rastro alguno de nuestro paso por la tierra. «El hombre es lo que come», decía ya Feuerbach. Y Marx, su díscolo discípulo, ahí sí que no le contradecía para nada. Si Adam Smith hubiese conocido a Feuerbach, tampoco le habría contradicho —se habría limitado a sustituir «comida» por «interés».
 
—Lo cual no significa —me lo acabas de reconocer— que las cuestiones económicas sean un asunto intrascendente.
 
—Claro que son importantísimas. Pero no son, como creen nuestros contemporáneos, el Gran Pilar que sostiene al mundo, la Piedra Angular sobre la cual todo se alza. Hay otras cuestiones —tú mismo las apuntabas— mucho más esenciales. Esquivando o degradando tales cuestiones es como se originan nuestros males.
 
—Y dentro de estos males —quizá sea esto lo más sorprendente de tu libro— destacas sobre todo uno… con el que nadie esperaría encontrarse.
 
—¿A qué te refieres?
 
—Al «arte» contemporáneo (mantengo las comillas que tú siempre le pones).
 
—Se las pongo porque —al menos fuera de los hospitales psiquiátricos— la fealdad siempre había significado lo absolutamente opuesto a la belleza, lo radicalmente contrario al arte. Ahora en cambio… ¡Ahora hasta hay «artistas» que practican lo que ellos mismos denominan (y ahí sí tienen razón…) «no-arte»! Pero ¡cuidado! Arremeter como arremeto contra la bazofia «artística» contemporánea (y añádele el puñadito de excepciones que quieras) no significa en absoluto que toda esa degeneración pueda identificarse sin más con el conjunto de la gran ruptura vanguardista emprendida hace cosa de un siglo.
 
—Bien, pero por grave que sea lo que acontece con el «no-arte» contemporáneo, ¿de verdad consideras que es ésta «la más significativa de nuestras desventuras», como, suscribiendo tu idea, escribe Dragó en su prólogo español (magnífico, por cierto)? Algo similar apunta Dominique Venner, el director de La Nouvelle revue d’Histoire de París, cuando afirma que «nadie ha escrito nunca nada tan fuerte y tan verdadero sobre nuestra época: “¿por qué lo feo sustituye a lo bello?”». Mira, Javier, todo esto está muy bien y yo soy el primero en suscribirlo, pero ¿no te has pasado un poco con toda tu obsesión estética?
 
—No, y por una sencilla razón. Todo lo que este libro emprende respecto a la estética es… un despiadado ataque contra la misma.
 
—¡Ahora sí que me dejas perplejo!
 
—Te asombras porque crees, al igual que todo el mundo, que la belleza y la estética van a la par, son términos casi sinónimos… cuando, en realidad, son términos casi antagónicos.
 
La estética sí que abunda, ¡y cómo!, entre nosotros. La estética: cuando lo que se juega en el arte —se imaginan— es lo bonito en grado sublime, y no lo verdadero en grado desgarrado. La estética: esa cosa tan exquisita como acartonada en la que el arte se queda reducido a análisis, disquisiciones, museos… ¡De todo eso tenemos más que de sobra! De lo que adolecemos cruelmente es de ese desgarramiento jubiloso al que, con una palabra inadecuada (pero no hay otra) llamamos «lo bello» —o «lo sagrado», también podríamos decir si las connotaciones religiosas del término no nos lo impidieran.
 
Es precisamente semejante sobrecogimiento lo que desaparece cuando la estética se adueña del arte y, apartándolo del fragor del mundo, lo encierra en el sosiego del individuo que contempla «desinteresadamente», como decía Kant, lo sublime.
 
—¿Tendría el arte que estar sumido en el fragor la calle?
 
—En la calle desde luego que no, pero en la plaza pública desde luego que sí.
 
—¿Perdón?…
 
—El lugar del arte no es la calle. Por una sencilla razón: en la calle no hay ni fragor ni fulgor, sólo el runrún gris de lo vulgar.
 
Lo entenderemos mejor si recordamos que es en la calle donde se encuentra —literalmente hablando— el no-arte más característico de hoy: «esa auténtica expresión de la creatividad popular que son los graffiti», como diría cualquiera de los alcaldes que, en lugar de impedir que las hordas urbanas nos impongan sus garabatos, hasta montan «exposiciones» con ellos.
 
No, no es «en la calle», no es entre las cosas anodinas y tristes de cada día, donde tiene que estar el arte, la belleza, lo sagrado… Donde tiene que estar es en la ciudad, en la polis, en el espacio público: informando, alentando desde su altura —inalcanzable por los enanos— el ser propio de un tiempo.
 
—¿De manera parecida, digamos, a como el David de Miguel Ángel —lo señalas en tu libro— estaba presente en la Piazza de la Signoria de Florencia?
 
—O de manera parecida a como, en Grecia y en Roma, los dioses estaban presentes en sus templos y estatuas; de manera parecida a como la Iliada,la Odisea, las tragedias… eran obras fundacionales del ser colectivo de Grecia; de manera parecida a como las catedrales del Medioevo, o los cantares de gesta, o nuestros Romances y Autos Sacramentales eran…
 
—Perdona que te interrumpa. Bien, de acuerdo, es una enorme desgracia que se haya perdido todo ese papel fundacional del arte. Pero ¿por qué sería ésta la mayor de nuestras desgracias? ¿No conocemos, no sufrimos en nuestra carne cosas infinitamente peores? ¿Por qué ves en semejante desaparición la causa última de nuestros males?
 
—Cuidado: la degeneración del arte, la desaparición pública de lo bello o de lo sagrado, no es en absoluto la causa de nuestros males. Es su efecto, su síntoma: probablemente el mayor, y para mí el más significativo. Sucede ahí como cuando se tiene un cáncer. El mal es el cáncer, no las fiebres, no los vómitos a través de los cuales se manifiesta el tumor.
 
—¿Y cuál es nuestro tumor? ¿Es el materialismo? ¿Es esa «muerte del espíritu y de la tierra» que da título al manifiesto que, con el apoyo de Álvaro Mutis, publicaste hace unos años?
 
—No exactamente. La muerte del espíritu (y de la tierra, o de la carne, sin cuya base no hay ni puede haber espíritu alguno), tampoco es la verdadera causa de nuestros males.
 
—¡Ah!
 
—Tomemos estos males que constituyen otros tantos síntomas. Tomemos la muerte del arte, pero también estas otras catástrofes cuya denuncia resulta mucho más habitual: la sumisión de los hombres «autoesclavizados» al reino del dinero, del trabajo, de los objetos; todo el sinsentido, en fin, de esas vidas nuestras que lo podrían tener todo (ahí están nuestro saber científico, nuestra maestría técnica, nuestra libertad de pensamiento, nuestra libertad de costumbres…), pero que en realidad no tienen nada —nada grande, nada bello, nada sagrado.
 
Poderlo tener todo y, sin embargo, no tener nada… ¡Hace falta ser imbéciles! Ahora bien, no basta con reconocer tal aberración. Hay que preguntarse: ¿de dónde procede tanta imbecilidad? Procede, desde luego, de la muerte del espíritu: de la desaparición de ese aliento que, a través del arte, de la religión, de la identidad de los pueblos arraigados en la historia,  siempre había impulsado a los hombres más allá de su inmediatez de bestias que comen, se cobijan, se visten…
 
 
Nuestra gran paradoja: tenerlo todo... y no tener nada
 
 
—Muy bien. Pero ¿por qué muere el espíritu, por qué se desvanece ese aliento que nos llenaba el alma?
 
—¡Ah, ésta es precisamente la cuestión! Por eso te decía que no podemos detenernos en la muerte del espíritu. Si lo hiciéramos, nuestra comprensión de la modernidad sería totalmente correcta, pero se quedaría corta. Se parecería a lo que han hecho y hacen tantos y tan destacados detractores de la modernidad. Pienso en particular en esos grandes maestros ante los que me inclino con respeto y fascinación. Denunciando lo que ellos han sido los primeros en denunciar, han destilado en nuestra sangre su fértil, su corrosivo veneno. Pero se han quedado ahí: en la exposición de nuestros grandes síntomas. Y al quedarse ahí, al no ir más lejos, no han conseguido ver la colosal paradoja que se abre ante nuestros ojos alucinados.
 
—¿Cuál paradoja?
 
—En seguida llegaremos a ella, pero antes déjame retomar la anterior pregunta.
 
¿Por qué, cuándo el saber, la libertad y el bienestar son o podrían ser más grandes que nunca, los hombres se complacen en chapotear en parecido lodazal? ¿Qué es lo que nos lleva a revolcarnos como cerdos en el fango? En una palabra, ¿por qué pudiendo ser tan libres somos tan libremente esclavos?
 
—Y a esta pregunta, ¿respondes diciendo…?
 
—Diciendo, expresando la gran paradoja de la que hablábamos. Una paradoja que constituye la espina dorsal del libro, pero cuyas articulaciones me permitirás que no desvele aquí del todo.
 
Baste señalar que esta paradoja tiene que ver con cosas tales como nuestra moderna ansia igualitaria, nuestra desmedida hinchazón del yo, nuestros incontables miedos y flaquezas: nuestro desvalimiento, en suma, ante la muerte… Cosas todas ellas que remiten a lo esencial: muerto Dios —desvanecido como principio vertebrador del mundo—, desaparecido tanto el Dios de la Revelación como el de la Razón, enfrentado el mundo a la indeterminación misma que lo lleva, los hombres nos vemos abocados tanto a nuestra azarosa libertad como al pálpito misterioso y maravilloso de la verdad.
 
—Por maravilloso que sea lo que tú llamas el pálpito oscuro de la verdad, ¿de qué nos sirve estar abocados a él si…?
 
—¡No nos sirve de nada, por supuesto! De nada positivo, quiero decir. Ahí está el drama. Porque tan pronto como el hombre moderno —posmoderno, sería más exacto decir— entrevé la indeterminación de su destino, tan pronto como vislumbra lo misteriosos que son —y lo misteriosos que deben seguir siendo— los resortes últimos que llevan al mundo, le entra entonces la más angustiada de las zozobras. Retrocede aterrado, se agarra a lo que puede, a lo más fantasmagóricamente sólido que se le ocurre. Como se agarró en su día al Progreso y a la Razón. O como se agarró a la Revolución comunista, o a la nacional-racista.
 
—Y hoy…, ¿a qué nos agarramos hoy?
 
—Hoy no nos agarramos a nada. Ya no hay ideales, destinos, alientos, principios a los que acogernos. ¿O acaso la gris democracia partitocráticamente degenerada tiene algo que ver con tales cosas?… No nos agarramos a nada, o, si prefieres, es la nada misma la que nos agarra por el cuello. ¿Cómo quieres que no caigamos?
 
—Pero si caemos envueltos en el sinsentido —pareces decir— es precisamente porque hemos entrevisto, como nunca había ocurrido, la luz —la «claroscura luz», creo que la llamas— que ilumina al mundo. ¿Es así?
 
—Así es, y ésta es toda nuestra paradoja. Porque lo que acabas de decir, fíjate bien, implica lo siguiente: en últimas, la verdadera causa de nuestros males radica… en nuestras propias virtudes. ¡Son ellas: es esa libertad, es esa indeterminación… quienes engendran nuestro desquiciamiento! Son esas virtudes nunca asumidas —éste es el problema— las que, al no serlo, nos obligan a combatir a esa época miserable, incapaz de hacer suyo todo lo que de fuerte, grande y arriesgado ella misma pone sobre el tapete.
 
Sobre el gran tapete del mundo: ahí está, ahí lo tenemos todo… Pero es como si no tuviéramos nada, incapaces como somos, hoy por hoy, de hacerlo nuestro.
 
—¿Hoy por hoy?… ¿Llegará pues un día en que seremos capaces de asumirlo, de hacerlo nuestro? ¿Qué hay que hacer —pasemos al campo de las cosas concretas — para que llegue semejante día? ¿Qué hay que hacer para que, de los dos rostros contrapuestos de la modernidad, acabe imponiéndose el que hasta ahora se ha visto arrinconado?
 
—¿Qué hay que hacer?… ¡Ah, la eterna pregunta! La eterna angustia, mejor dicho… Mira, no tengo ni propongo, como comprenderás, ningún recetario, ningún plan de acción, nada que tenga que ver con algún tipo de «¡Adelante, camaradas, a las barricadas ya!»… Cualquier cosa en tal sentido estaría en este momento absolutamente fuera de lugar. Nos encontramos hoy en una encrucijada absolutamente decisiva en la que se han roto todos los esquemas habidos y por haber. Y cuando todos los esquemas se hacen trizas, lo primero que hay que hacer es recomponer otros nuevos, repensar el mundo, imaginar sobre nuevas bases sus cosas y sus hombres, sus esperanzas y sus anhelos. Y hasta que tal cosa no se haya hecho… Resumiendo: nuestra tarea primera no consiste, hoy, en hacer, en actuar. Nuestra tarea primera consiste en pensar, reflexionar, debatir…
 
Y en hacer cobrar conciencia. Sólo en la medida en que todo un malestar como el que estamos aquí evocando acabe arraigando en mentes y conciencias, en afectos y sensibilidades, sólo en esta medida podrá llegar a producirse el gran vuelco de cosmovisión que requiere nuestro destino.
 
—¿Vislumbras alguna luz en tal sentido?
 
—Para serte franco, aquí entre nosotros, en España, no consigo vislumbrar nada significativo. Pero en otros países de nuestro entorno europeo —en tu misma Francia, por ejemplo— sí estamos asistiendo a toda una eclosión de pensadores, artistas y escritores —de ellos se ha hecho eco El Manifiesto cuya sensibilidad y cuyas inquietudes van por tales derroteros.
 
Algo, en cualquier caso, es indudable: el marxismo ha dejado de ser «el horizonte espiritual de nuestro tiempo», como decía Sartre (y cuando lo decía, era por desgracia totalmente cierto). El liberalismo —ese hermano enfrentado, pero en tantos puntos gemelo del materialismo marxista— sigue desde luego estando ahí. Pero sólo factual, empíricamente. Sin despertar la menor ilusión, el menor entusiasmo. Sin que la huera cantinela de «¡democracia, democracia!» ­constituya para nadie, empezando por quienes la entonan, horizonte espiritual alguno.
 
El mundo está hoy navegando a ojo, sin proyecto ni horizonte. Cuando algo así ocurre es cuando las puertas de lo nuevo, de lo nunca imaginado, de lo que ayer mismo parecía absolutamente imposible, empiezan a abrirse de par en par.
 
Es hora de precipitarnos, con las armas de nuestra mente y de nuestro corazón, por el boquete que de tal modo se abre.
 
(Traducido del francés por Alejandro Salvatierra.)
 

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