Ana María Matute, la última princesa

Ella, "la Matute" como se llamaba a sí misma, es la última hada, la última princesa de las letras españolas. No está de más recordarlo en estos tiempos de autoras de culebrones reconvertidas en chonis de Facebook, esas que cuentan cada día en su muro a qué hora se han levantado y si les duele la cabeza o tienen gases.

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Conocí a Ana María Matute en Granada, en 1996. Pasamos una tarde de frío y lluvia cobijados en la calidez de la conversación y algún que otro gin tonic (digestivo por el que siempre tuvo debilidad), en el restaurante Tragaluz, lugar en aquellos entonces animado por la inquietud cultural de Mustafá Akalay, un tangerino encantador (o sea, tangerino), amigo de Tahar Ben Jelloum, Paul Bowles y Mohammed Chukri, empeñado en que los escritores y gente del mundillo que frecuentaban su local adquiriesen la divina virtud del talento literario malgré las devastadoras resacas que solían padecerse a la mañana siguiente de aquellas tertulias. Como los habitantes del Tragaluz no éramos tangerinos de casta, algunos salieron con bien del experimento y a otros nos costó un poco más. Pero en fin, no es mi intención escribir ahora sobre Mustafá, quien de por sí tiene media novela, sino de Ana María Matute y acerca de algunos paseos que di en su compañía por distintos lugares de la nunca bien conocida y muchos menos apreciada geografía española.
El primer paseo que emprendimos juntos fue muy corto, desde el ya dicho y redichoTragaluz hasta la parada de taxis más cercana. Nos acompañaban Andrés Sopeña y Mari Paz Ortuño, en esos tiempos editora de Gribalbo y cuidadora muy atenta del éxito de El florido pensil. Creo recordar que nos acompañaba también alguien más, algún amigo y colega vinculado a la revista Ficciones, una publicación voluntariosa y esmerada que estuvo presente en el panorama literario durante bastantes más años de los augurados por los escasos medios con que contaba. No recuerdo quién era esa cuarta persona. Lo cierto es que, para mí, los años ochenta y buena parte de los noventa pertenecen a la nebulosa plácida de los días ante la burbuja del ordenador y las noches vagantes en vapores de marcas reputadas de whisky, seductores naufragios ante la isla de las sirenas de Ulises y poquito más. Disculpas, pues, por este fallo de memoria.
El caso fue que, antes de emprender ruta hacia la parada de taxis, comprobamos que continuaba lloviendo. Ana María expresó sus temores a resbalar (también era conocida su tendencia a caerse y quebrarse como una flor de cristal, tan escueta de físico como era); el empedrado granadino, repetido hasta el monopolio en el barrio del Realejo donde nos encontrábamos, convertía cada paso en una apuesta de riesgo para quien no estuviese acostumbrado a transitarlo. Si el día era de aguas mil y el suelo se encontraba mojado, el peligro progresaba aritméticamente. Echó ella un vistazo a los presentes, fue descartándolos uno a uno hasta que puso sus ojos en mí. “Éste, éste”, dijo. Se agarró a mi brazo y caminó segura, como si fuese anclada y protegida por la humanidad inmensa de su hijo Juan Pablo, sólo una cuarta más alto y unos diez kilos más corpulento que yo. Así me lo describía, a su querido Juan Pablo, mientras caminábamos. En ese tiempo yo medía lo mismo que ahora y pesaba ciento veinte kilos, de manera que imaginen la humanidad rotunda, poderosa y benévola del hijo a quien amó más que a nadie y a nada en este mundo.
En aquel paseo, aprendí dos cosas muy valiosas de ella. “No hagas caso de lo que se ha dicho sobre el mundo editorial”, me dijo. “Para nosotros, los escritores, no hay mundo que valga. Somos una isla en un archipiélago”. Tomé nota. Aunque algo intuía y mucho sospechaba sobre esa verdad tan verdadera, tomé nota para que aquellas palabras no escapasen con el vapor de los tragos y se me fueran a olvidar al día siguiente.
Le comenté que por fortuna había sido previsora y llevaba paraguas, pues el aguacero era considerable. Respondió tan feliz, con aquella inocencia como de niña mayor pero siempre niña con que relataba sobre sí: “¡Pero si siempre lo llevo, haga el tiempo que haga! Mi abuelo tenía una fábrica de paraguas en Barcelona y es una costumbre que mantengo desde la infancia. A veces, sólo para divertirme, salgo a la calle con un tiempo primaveral y me apoyo en uno de aquellos paraguas fabricados hace casi un siglo”. Antes de llegar al taxi, me hizo una jubilosa confidencia: “Mi abuelo ganó mucho dinero con aquella fábrica, y yo habría ganado mucho más si el bruto ese de Lara no me hubiera pagado trescientas mil pesetas por Pequeño teatro, hace más de cuarenta años, dejándome sin posibilidad de presentarme al premio Planeta ahora que dan una millonada”.
Le gustaba reír con cosas que merecieran una frase amable. Le gustaba referirse a los episodios tristes de su existencia con una serena resignación en cuyo fondo siempre despertaba la gratitud por la vida, la alegría de saberse amada por sus amigos y respetada, venerada por sus lectores. Lo comprobé unos años más tarde, en Castelldefels, donde me instalé por primera vez a mediados de la década de 2000. “Castelldefels, qué pueblo tan hermoso, con esa luz tan viva y el mar siempre ronroneando... Me gusta mucho Castelldefels. Allí pasé los años más amargos de mi vida”. En unos tiempos en los que no existía el divorcio en España, abandonó para siempre a su primer y único esposo, un valor turbio de la golfemia barcelonesa, escritor falsario que incluso se permitió la felonía de publicar algún libro de ella firmado por él, un tipo brutal, alcohólico de los que las agarran agresivas y majaderas, celoso no de la mujer sino de la novelista inmensa que tuvo la desgracia de compartir con él demasiados años de su vida; un tipejo, en fin, de quien no merece la pena recordar su nombre. Lo dejó, le dijo ahí te pudras y se fue a vivir a Castelldefels con el hombre del que se había enamorado, al que quiso con devoción hasta su muerte temprana, inesperada. Consiguieron estar juntos a pesar de las denuncias por adulterio y otras salvajadas que el marido por lo legal interpuso con histérica mezquindad; pero ella, dulce amorosa madre, no consiguió volver a reencontrarse con Juan Pablo, su hijo del alma, hasta muchos años después. Él era ya un hombre. Ella, con brillo de emoción en la mirada, me comentó en una de aquellas ocasiones en que compartíamos tertulia: “Cuando lo vi, tan grande, tan fuerte, tan lleno de ternura y con aquella mirada un poco desvalida, me dije: ¿dónde van, dónde están los niños que ya no existen y que no han muerto?”
Nuestra última conversación sobre literatura, aunque no nuestro último encuentro, fue en un avión. Ambos regresábamos de la feria del libro de Granada, con destino Barcelona. Le regalé un DVD con una copia de la película El señor de la guerra. Yo sabía que el recuerdo de esa película, dirigida en 1.965 por Franklin J. Schaffner, la haría hablar sobre tiempos que para ella fueron emocionantes. Puso el paraguas a un lado del asiento, pidió un gin tonic a la azafata y me estuvo contando durante media hora sobre el impacto que aquella película causó en la intelectualidad literaria barcelonesa de la época. “Cirlot se volvió loco por Bronwyn, yo creo que de verdad estuvo enamorado de ella. Cambió el tono y las ambiciones de su poesía, se dio cuenta de que la imaginación y la voluntad de crear su propio mundo mágico-poético no significaban una huida de la realidad sino un empeño razonable por buscar la esencia de la verdadera realidad de las cosas, no su apariencia en el griterío de la poesía social y esas memeces que entonces se escribían”. Para ella, El señor de la guerra tenía un epílogo: La torre vigía. “Claro que la habría escrito si no hubiese visto veinte veces la película, pero no habría sido la misma novela”.
La última vez que la vi estaba un poco más delgada, más consumida por la edad, pero en sus ojos se mantenía el fulgor de la ilusión de siempre, y su sonrisa no había perdido una pizca de lozanía y dulzura. Convalecía de una de sus caídas (se había roto la cadera, otra vez), y sobrellevaba aquel inconveniente con el humor y la bondad que todos quienes la frecuentamos alguna vez conocíamos; como si los accidentes y contratiempos y achaques del cuerpo fuesen inocuos ante la invulnerabilidad de su alma. “¿Te cuento un secreto?”, me propuso. Yo asentí, por supuesto. “Cuando nací, mis padres ya no se querían.” Así, con esa frase, empieza mi última novela”.
Paraíso inhabitadola condujo a la felicidad del premio Cervantes. Lo dijo ella: “Me ha hecho muy feliz”. Y si lo dijo, sus buenas razones tenía porque Ana María Matute era una mujer experta en los dos sentimientos que pueblan sus novelas (y quizás poblaron su vida), como letras maravillosamente trazadas por el mejor pendolista existente, que es el tiempo: la felicidad y la tristeza. La verdad es que, cuando sonreía, yo nunca sabía si lo hacía porque se sentía feliz o porque estaba triste. Aunque, seguro: sonreía por pura generosidad, porque estaba convencida de que el mundo y la vida merecían una sonrisa suya en ese momento, casi siempre.
No he hablado una palabra, ni voy a hacerlo, sobre su fallecimiento. Este artículo celebra una vida. La muerte nunca va a alcanzar a la autora de Olvidado rey Gudú, uno de mis libros de cabecera, escrito por una de las personas a las que más he admirado. La muerte llegará para mí algún día, claro, pero a ella y sus historias de niñas que nacen cuando sus padres ya no se quieren, hadas que engendran muchachos mágicos, caballeros que despiertan de la vida convertidos en céfiro y sigilo, nunca ha de alcanzarla. Ella es inmortal para mí y para todos quienes amamos la literatura; es la verdadera Bronwyn de las últimas cuatro generaciones de escritores redimidos del cenizo “compromiso social” gracias al poder de la creación y, como decía otro maestro, Torrente Ballester, la certeza de que, en literatura, es real todo lo que puede nombrarse; y mucho más real lo que ni siquiera puede nombrarse. Ella, “la Matute” como se llamaba a sí misma, es la última hada, la última princesa de las letras españolas. No está de más recordarlo en estos tiempos de autoras de culebrones reconvertidas en chonis de Facebook, esas que cuentan cada día en su muro a qué hora se han levantado y si les duele la cabeza o tienen gases. La literatura de Ana María Matute es a la popularización de la novela como género azuzado por “las nuevas teconologías”, lo que la espada y el semblante de Charlton Heston en El señor de la guerra al micrófono y las barbas de Conchita Wurst. Ella, por sí sola, era otro mundo. Viven, puedo jurarlo: ella y su mundo.
 
 

 

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