Neutrales

Entre esas cosas buenas del Caudillo está la neutralidad de España en la Segunda Guerra Mundial, que evitó a nuestra nación un conflicto bélico devastador en plena postguerra civil.

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Para los historiadores del Régimen actual, la figura de Franco ha alcanzado tintes mitológicos en sentido negativo, sólo comparables a las que en positivo tuviera con Joaquín Arrarás o Manuel Aznar. El Generalísimo se ha convertido en el personaje más nefasto de nuestra Historia, superior incluso a Fernando VII, y el legado de su mandato de cuarenta años es el responsable de los males presentes. Sin él, nuestro devenir habría sido luminoso y próspero, ilustrado y feliz, pese a que la situación vivida entre febrero y julio de 1936 no parecía especialmente auspiciosa. Pero esa trayectoria plena de avances potenciales quedó arruinada por Francisco Franco, el gran villano del siglo XX.

Sin embargo, surgen contradicciones: la autocracia del 18 de julio concentraba inmensos poderes en la persona del dictador, mucho más amplios y efectivos de los que nadie haya gozado en nuestra historia, y todas las medidas políticas de alta y baja trascendencia provenían de El Pardo, pues nada se movía en España sin el visto bueno del general. Pero esa fatalidad uniformada tomó decisiones beneficiosas para el país, algunas de tanta importancia como el Plan de Estabilización de 1959, que transformó a una nación agraria y tercermundista en la octava potencia industrial del planeta. Y esto no es sino el inicio del suma y sigue: la Seguridad Social, los Planes de Desarrollo de los años sesenta, la ínfima tasa de paro — ¡hasta se dio el pluriempleo!—, la modernización de las infraestructuras y un largo etcétera en el que no sé si añadir las seis copas de Europa de don Santiago Bernabéu y los goles de Zarra y Marcelino. Es decir, Franco hizo cosas buenas, como todavía afirman con timidez algunos vejetes despistados. Y si él era el dictador omnipotente y el responsable de todos nuestros males, es natural que también lo fuera de todos nuestros bienes, incluido el nacimiento de las clases medias a las que ahora pauperiza nuestro Régimen del 78.

Para responder a esta paradoja se han utilizado diversas explicaciones; la más habitual: estas mejoras se produjeron a su pesar, es decir, el dictador sanguinario, que concentra todo el poder del Estado en su menuda persona, tiene accesos de masoquismo y decide actuar en contra de sus propias inclinaciones cuando nadie se oponía a ellas. No parece muy lógica semejante respuesta. La otra, derivada de la escuela prestonita, afirma que Franco era un mediocre y casi un imbécil, un infradotado intelectual que no sabía lo que quería, salvo sobrevivir. De ser cierta esta hipótesis, cabe imaginar que pandilla de débiles mentales serían sus opositores, a los que ganó una guerra y mantuvo durante cuarenta años sojuzgados e impotentes.

Entre esas cosas buenas del Caudillo está la neutralidad de España en la Segunda Guerra Mundial, que evitó a nuestra nación un conflicto bélico devastador en plena postguerra civil, con sus consecuencias de aún más hambre y una posible reedición de los días de julio del 36 con vendetta estaliniana incorporada. Por supuesto, la Academia no puede admitir que Franco pensara en ahorrar a la patria semejante rosario de sufrimientos y la hipótesis de moda hoy en día es que el Generalísimo no entró en el conflicto porque los alemanes no querían, que si fuese por él no habría habido la menor objeción.

El historiador Fernando Paz ha consultado las fuentes de la época en archivos españoles, alemanes, ingleses y americanos, y tras desenterrar todos los testimonios disponibles ha escrito La neutralidad de Franco. España durante los años inciertos de la Segunda Guerra Mundial (1939-1943), recién publicado por Ediciones Encuentro; un libro ágil, muy entretenido de leer, que examina la difícil neutralidad española entre el ataque a Polonia y Stalingrado. En él se narran los equilibrios entre las distintas familias del Régimen del 18 de julio, sus rivalidades, los cantos de sirena de Berlín y Roma, los chantajes económicos y militares de Londres y Washington, los miedos de Lisboa, los porqués de la ocupación de Tánger y del envío de la División Azul, y hasta dedica unas páginas muy jugosas a los coqueteos del juanismo con el Tercer Reich. Tras todo ello, el lector descubre el papel decisivo de Franco en el mantenimiento de la neutralidad española, su firme voluntad de permanecer al margen incluso cuando podía obtenerse un imperio colonial a precio de saldo, su habilidad para hablar como germanófilo y actuar como anglófilo, la perspicacia con la que elegía a sus colaboradores, todos brillantes (Serrano) y algunos, además, discretos (Jordana, Carrero, Vigón); en fin, un retrato muy diferente a la habitual caricatura llena de especulaciones de los Viñas, Preston y demás historiógrafos de cámara.

La obra Paz es demoledora con los que siguen insistiendo en la germanofilia del Generalísimo; basta con leer las opiniones de Ribbentropp y Hitler sobre el Caudillo para acabar con ese mito; por no hablar de lo que pasó con los germanófilos españoles, a los que Franco no tuvo que apartar del poder porque les bastó una visita a Ribbentropp para quedar profundamente desengañados (por cierto: ¿Ha existido alguna vez un diplomático más incompetente que el alemán?). Las simpatías de Franco estaban, sobre todo, con Pétain y con el Duce, y su deseo hubiera sido que se formase un bloque latino para hacer frente al incontestable poderío alemán de aquellos años.  También es digno de señalar que el Caudillo fue uno de los pocos que creía en 1940 y 1941 que Inglaterra no estaba derrotada y que aún quedaba mucha guerra, incluso tuvo el cuajo de insinuárselo a Hitler. Desde 1942, fue el primero en advertir a los excesivamente optimistas británicos que más valía llegar a un arreglo con Alemania si se quería evitar que Europa quedara arrasada por las hordas de Stalin. Los anglos, cegados por su germanofobia, no hicieron caso. Así pasó lo que pasó en el este de nuestro continente entre 1944 y 1989.

Si atendemos a las condiciones objetivas de la realidad propias de la superstición marxista, Franco no sólo fue neutral, sino que su política benefició mucho más a los Aliados que al Eje, y de esto los alemanes fueron siempre muy conscientes. También los británicos y hasta los americanos no bolchevizados por la administración Roosevelt. Durante el esplendor de la Alemania nazi, el Caudillo trató de llegar a una entente con la Francia de Vichy mientras ponía la economía española en manos de británicos y estadounidenses. Todo aquello era mucho más de lo que se hubiesen atrevido a hacer las neutrales Suecia y Suiza, por ejemplo.

Cabe afirmar, pues, que la neutralidad española en la Segunda Guerra Mundial fue un bien que los españoles debemos al Innombrable, y que éste actuó con criterios elevados y patrióticos, no exentos, por supuesto, del implacable pragmatismo del que siempre hizo gala y que le permitía distinguir mucho mejor que a otros las condiciones objetivas de la realidad.

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