Mucho más que jolgorio y despiporre

El verdadero significado del carnaval

¿Y hay que celebrar el Carnaval en una sociedad donde todo el año es carnaval? ¿Qué significa exactamente esta vieja fiesta popular, hoy convertida en acto cotidiano con subvención oficial? Julio Peradejordi, uno de los escritores más serios en materia tradicional, alma de la editorial Obelisco, lo explicó en este artículo aparecido en la legendaria revista Punto y Coma, que fundó Isidro Palacios en los primeros años ochenta. Recuperamos este artículo como homenaje a aquella revista y como servicio a nuestros lectores: ¿Qué es el carnaval? ¿Es una fiesta pagana o cristiana? ¿Y qué sentido puede tener hoy? Aquí están las respuestas.

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Julio Peradejordi
 
Todos los pueblos antiguos observan en la época inmediatamente anterior a la primavera una temporada de moderación y austeridad en lo que a la comida y a la vida sexual se refiere. Viene a ser el equivalente de lo que los cristianos conocemos por Cuaresma. Se trata de lograr un estado de vacuidad y receptividad que permita aprehender a través del sacrificio la viril y regeneradora fuerza primaveral. Para facilitar este estado (la carne es débil), no resultaba del todo ineficaz provocar un poco antes el estado contrario, como quien abre una válvula de escape, dando rienda suelta a los deseos insatisfechos, a las pasiones reprimidas. Todo ello ha de ser expulsado higiénicamente del cuerpo si éste ha de convertirse en morada, templo y abrigo del Espíritu Santo (simbolizado por la fuerza primaveral). Como veremos más adelante, hay en esta actitud algo de “morir al hombre viejo” para permitir que “nazca” el nuevo.
El Carnaval puede ser considerado, sin embargo, desde otro punto de vista distinto, aunque, a nuestro parecer, complementario. Nos hallamos ante la celebración de la fiesta de un ser simbólico, representado por un muñeco o una sardina que primero es agasajado y luego quemado, destruido o enterrado.
 
El tono festivo, alocado y libertino que caracteriza a esta fiesta lo debemos a que no es sino la continuación de las Fiestas de Baco que se celebraban en Grecia a finales del solsticio de invierno. Por otra parte en el Carnaval de Venecia a este muñeco se le llama aún II Bacco. Baco, Sileno, Dionisio o simplemente “la sardina”, se trata siempre del principio luminoso en el hombre que, recubierto por el cuerpo opaco de la carne, embriagado por las pasiones de este mundo, ha de renacer, ha de resucitar: es lo que en el Nuevo Testamento se llama “el hombre nuevo”.
 
En muchos Carnavales, este personaje era transportado en un carro e incluso en un barco sobre un carro durante las celebraciones, antes de ser destruido o enterrado. Quizá de ahí venga una de las etimologías que se han atribuido a la palabra “Carnaval”: car navale, “carro naval”. Esta, por homofonía, habría dado lugar a carne vale: “carne, adiós”, un poco a modo de “adiós, mundo cruel”, cual resignada despedida de esta vida para renacer en la otra.
 
Pero volviendo al principio, señalemos de nuevo que el ser humano poco ha cambiado en su esencia y en sus costumbres, y que los Carnavales que hoy podemos ver en Madrid, Barcelona, Sitges u otros puntos de nuestra geografía no hacen sino perpetuar esta antigua tradición a la que hacíamos referencia, convenientemente pasada por el tamiz de nuestra moderna y computarizada ignorancia, de nuestra “nueva barbarie” recientemente adquirida.
 
Si nuestros mediterráneos Carnavales, de los que tan orgullosos nos sentimos, proceden de las Saturnales romanas, éstas, a su vez, derivan de las Bacanales griegas que vienen de las fiestas egipcias consagradas a Isis y Osiris. Las fiestas solsticiales teutónicas y del norte de Europa, las fastnacht, tienen también sus ancestros en las de Herta, la Madre-Tierra, simbolizada por el arado. Lo que impulsaba a nuestros antepasados a festejar a tales deidades, nos empuja a nosotros, en nuestra laicidad, a nuestros modernos desmadres.
 
Marionetas de unas mismas fuerzas (que desconocen), prisioneros de unos mismos temores (que no enfrentamos), esclavos de unas mismas pasiones, desde la creación del mundo, quienes asisten a los carnavales pueden disfrazarse o ponerse máscaras para seguir pecando, o sea haciendo lo inconfesable, lo que no son capaces de aceptar abiertamente en sí mismos o en los demás. Se trata, lo queramos o no, de una necesidad básica del ser humano, de una necesidad de catarsis, de purificación por el Pecado.
Pero originariamente las máscaras del Carnaval poseían un carácter religioso y espiritual, íntimamente relacionado con el culto de los muertos. Podemos detectar aún este carácter en las fiestas de ciertas tribus de África negra o del Brasil.
 
Al llegar el año nuevo, muchos pueblos de la antigüedad celebraban las fiestas del Baco o de Saturno invocando a las larvas o espíritus de los muertos para obtener sus favores, protección y perdón durante el año que iba a comenzar. Para lograr la amistad de los muertos, éstos eran antropomorfizados a través de la máscara.
 
Otro motivo curioso que también encontramos en el Carnaval, sin duda harto acentuado en nuestra época, acaso más dada a todo lo que es desvirtuación y perversión, lo constituye el disfraz. Quizá debamos buscar su origen en las Lupercales romanas, que concedían en febrero tres días de licencia así como la completa libertad a los esclavos. Estos podían hacer lo que quisieran: vestirse con las ropas de sus señores o incluso con las de sus señoras. En la Edad Media esto no fue del todo aceptado por la Iglesia, no en vano el Deuteronomio condena el travestismo diciendo que el hombre no debe vestir ropas de mujer ni viceversa.
 
Pero esta inversión o simplemente esta liberación de la esclavitud también tiene, si damos crédito a los presupuestos en que asentamos este artículo, su sentido. Se trata de un símbolo de la conversión y de la salida de este mundo en el que somos “esclavos de nuestros sentidos” para penetrar en aquel otro, aquel al cual nos conducirá el sacrificio de la Cuaresma si sabemos presentarnos los suficientemente simples y puros para que el Espíritu acceda a morar en nosotros, revistiendo un vestido “contrario” al que aquí revestimos.
 
Pero, ¿qué sentido social tiene el Carnaval? ¿A quién le preocupa hoy en día que el Espíritu se instale en él? ¿Quién cree todavía en la posibilidad de la Encarnación divina?
Sin duda los pocos que se niegan a llevar máscaras del Carnaval de este mundo, los raros escogidos (que escogieron primero a Dios en sí mismos) que, hartos del disfraz social que los ahoga, claman por las vestiduras blancas y puras de que nos habla el Apocalipsis.
 
Porque el Carnaval no es sino una prefiguración inconsciente y escenificada del fin del mundo, una suerte de ensayo de nuestra propia escatología, antes del miércoles de ceniza, que cada cual vive como puede. ¡Dios nos coja confesados!

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