Cada día peor (o mejor…, según se mire)

Empieza a implosionar el sistema capitalista

Decir que en estos días estamos asistiendo a un colapso del sistema financiero es muy poco decir. En realidad, presenciamos el primer indicio de eso que el gran teórico incorrecto francés Alain de Benoist venía advirtiendo desde hace años: que el final del sistema capitalista no sería explosivo, sino implosivo; es decir, que se iba a derrumbar sobre sí mismo, senda en que ya lo precedieran los comunistas. Como en el caso ruso, nadie esperaba que el punto de fractura se presentara tan de improviso, pues las previsiones menos optimistas lo situaban no antes de transcurridos unos cien años.

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Decir que en estos días estamos asistiendo a un colapso del sistema financiero es muy poco decir. En realidad, presenciamos el primer indicio de eso que el gran teórico incorrecto francés Alain de Benoist venía advirtiendo desde hace años: que el final del sistema capitalista no sería explosivo, sino implosivo; es decir, que se iba a derrumbar sobre sí mismo, senda en que ya lo precedieran los comunistas. Como en el caso ruso, nadie esperaba que el punto de fractura se presentara tan de improviso, pues las previsiones menos optimistas lo situaban no antes de transcurridos unos cien años.

A diferencia del desmoronamiento soviético, sin embargo, aquí parece imponerse la sensación de que no ocurre nada. Casi nada, que diría el castizo: desde fechas recientísimas se puede afirmar con rigor la inviabilidad del sistema capitalista, una inviabilidad que pone de manifiesto su incapacidad para sostenerse a largo plazo sin el apoyo de papá Estado, ese gran Leviatán que los liberales aborrecen y al que atribuían la extensa nómina de nuestros males cotidianos.
 
Uno mira a su alrededor, compra la prensa y hasta consulta a los amigos que acertaron a matricularse en Económicas para buscar una respuesta a la cuestión que verdaderamente importa: y ahora, qué. La conclusión llama a la perplejidad: ahora nada. La teoría del libre mercado ha quedado falseada por la experiencia, pero hemos decidido seguir adelante como si funcionara correctamente, como si la ficción de unas fuerzas económicas capaces de suplantar la acción Estado en la búsqueda del bien común (llámese progreso, bienestar o como se quiera) mantuviera incólume su antiguo prestigio. Sin sonrojo, nuestros políticos insisten en el pegajoso motete del valor de las privatizaciones (por ejemplo, Esperanza Aguirre), nuestros empresarios en la fórmula salvadora del abaratamiento del despido (por ejemplo, Gerardo Díaz Ferrán, presidente de la CEOE), y todos al unísono vuelven sobre las viejas recetas, pero careciendo ya, visto el colapso financiero, de todo poder de convicción en cuanto a su validez teórica, de forma que no les queda sino recrearse al menos en su probada capacidad para infligir sufrimientos gratuitos a las personas y a la sociedad: competitividad (que es sólo un eufemismo para ocultar el rostro siniestro de la explotación capitalista), intensificación de la jornada laboral, moderación salarial, movilidad geográfica y funcional, y un largo etcétera de refinadas técnicas de deshumanización del trabajo.
 
Pero políticos y empresarios están en nómina del Sistema y de ellos no cabría haber esperado nada diferente. Más lamentable es el silencio de la sociedad civil. Silencio de los sindicatos, centrados en la gestión cedida por las empresas de gigantescos fondos de pensiones o en la impartición de cursos de formación subvencionados por el Estado; sindicatos inexistentes en muchas ocasiones como no se cansa de denunciar ante todo el que quiera escucharlo el histórico y gran sindicalista azul Ceferino Maestú. Silencio de los militantes antisistema que, aturdidos por densas vaharadas de humo de cannabis,dedican sus energías a una estéril caza de ectoplasmas para alimentar el mito fundador de su lucha “antifascista”. Silencio de los propios fascistas y neofascistas comme il faut, si es que alguno sobrevive al tiempo o a las seducciones del Sistema, para quienes estaría sonando la hora del desquite con el fracaso técnico de aquellos movimientos políticos de masas del siglo XX (comunismo y liberal-capitalismo) que les hurtaron a sangre y fuego, bajo tempestades de acero, su lugar bajo el sol. Silencio de los ecologistas, en fin, que después de percibir entre los más madrugadores los primeros indicios de alarma ni siquiera han hecho uso de la privilegiada tribuna que les ceden los medios de comunicación internacionales para plantear alternativas políticas globales, contentándose con actuaciones micro centradas en la preservación del hábitat natural de este u otro bicho concreto en peligro de extinción.  
 
Todos, en definitiva, con cara de bobos confiando en que los que mandan, los mismos que han conducido hasta esta situación económica insostenible, nos digan lo que tenemos que hacer, acongojándonos ante la negra perspectiva de que las cosas vayan todavía a peor. A fin de cuentas, pensamos, la cosa no ha sido para tanto. Bien mirado, la tensión entre el mercado y el Estado no es más que una fruslería teórica que sólo afecta a las insondables mentes de los teoretas. Es cierto, sí, que nuestros impuestos estaban destinados a otra cosa que a salvar la cara de quienes han estado jugando con nuestra confianza: a incrementar los ratios de calidad en la sanidad, en la educación, en la seguridad ciudadana, en las infraestructuras viales. Es cierto, también, que nos han robado a dos manos: una por vía de los ahorros colocados en las grandes operaciones financieras, y otra por vía impositiva, pues del bolsillo del contribuyente –y no de una mágica chistera– van a salir los caudales que van a dispendiar los Estados para tapar las goteras de los grandes expertos en inversión. Empero, todo lo vivenciamos con candidez, con una inagotable indulgencia, creyéndolo tal vez un justiprecio por los elevados índices de bienestar y de libertad que el Sistema, graciosamente, nos ha deparado.
 
Quizás esté contenida en esta imagen la auténtica cuestión que debemos plantear: la necesidad de poner en duda si, en efecto, habitamos el mejor de los mundos posibles. Con otras palabras, si este bienestar y esta libertad merecen en realidad todos los sacrificios que se nos imponen: esas jornadas inacabables, esa sucesión de renuncias para llegar a fin de mes, ese dimensionamiento de nuestras familias en función del calado de nuestras nóminas, esa articulación de la vida a imitación de los ritmos y los rendimientos mecánicos de las máquinas.
 
¿No se tratará de una contrapartida demasiada elevada para los bienes que recibimos a cambio? Porque, a fuer de ser conscientes, ¿en qué medida podemos considerarnos hoy individuos verdaderamente libres y prósperos?
 
(Sugerencias para responder: decida previamente el lector si prefiere acudir al socorrido recurso de comparar nuestra época con las de grandes penurias del pasado, o si opta por hacerlo con los horizontes de libertad y de bienestar que la creatividad y la imaginación insitas en nuestra especie ponen al alcance de la mano, a condición de empeñarnos en la tarea de diseñar sin hipotecas del pasado nuestro futuro común.)

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