Por una nueva derecha social europea

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Cada vez que oigo las palabras “justicia social” me imagino a un “amiguete” recibiendo una subvención. La socialdemocracia europea, y en especial el socialismo español, se ha convertido en un club de colegas que se hacen favores entre ellos. Ahora te coloco yo aquí, ahora me encargas un estudio, ahora me das dinero para hacer una película… Afortunadamente una parte importante de los votantes socialistas se ha dado cuenta de que estaban apoyando a un puñado de frívolos sin mucha entidad y que, más allá de cuatro mojigangas, poco iban a ver beneficiada su realidad vital.

Y ¿la derecha liberal? Pues además de ser súbdita de los mercados y de haber abierto las compuertas de forma masiva a la inmigración ilegal (éstos estaban interesados en ello porque les abarata la mano de obra y los otros, a los progres, ya les iba bien porque así tenían una causa humanista a reivindicar entre coctel y coctel), no van a conseguir mucho por la recuperación socioeconómica de Europa. Cierto es que, en el contexto internacional en el que nos movemos, y como vengo diciendo en otros artículos, el plan Merkel es hoy por hoy de lo más realista. Y también es cierto que, normalmente, los gobiernos conservadores parecen formados por eminencias ante el desconcierto adolescente de los gobernantes socialistas.
Pero la cuestión es que como decía el último dossier de La Vanguardia (el BOE de Convergència i Unió, pero aún así un buen diario) sobre “El declive de Occidente”, mal lo tenemos, y sobre todo los españoles. ¿Por qué? Porque producimos productos de nivel medio y cuya competencia mayor y directa es la China. Sobran las palabras.
Entonces, ¿cómo se puede recuperar Occidente sin caer en la demagogia épica ni en el socialismo bananero? Potenciando el concepto de nación y la identidad cultural propia, pasando del neoliberalismo a una economía social de mercado basada en la productividad y no en la especulación, ordenando las sociedades, integrando a todos aquellos que quieran sumarse y poniéndoselo un poco difícil a todos aquellos que quieran diluir nuestra identidad en el multiculturalismo.
Me paro aquí para extender este punto. ¿A quién y cómo hay que integrar? Por supuesto, además de a la mayoría natural de la sociedad europea, a todos los inmigrantes legales que siendo de la raza que sean decidan sumarse al proyecto cultural común europeo que pasa por la recuperación de las raíces de nuestra identidad: cristiana y pagana, garantizando con leyes antirracistas no solo la no discriminación sino la dignificación plena de su persona, y a las minorías sexuales, reconociendo o bien el matrimonio homosexual o la unión civil de plenos derechos. Se trata de sumar sin discriminar por la condición, de tal modo que quien no sume no sea porque no se le deja participar o se le rechaza, sino simplemente porque no quiere, lo cual cambia, y mucho, las cosas.
Estoy convencido de que, de hacerse así, una gran mayoría puede cambiar el curso de la historia europea. Pero hemos de tener en cuenta algo importante, la épica, a la que tan dada son los líderes mesiánicos es mala compañera en estas lides. Debe predominar la praxis, un pragmatismo resolutivo y que no tenga ningún tipo de miedo en tomar las decisiones que correspondan para establecer un nuevo modelo de sociedad: ordenado, institucionalista, con un Estado al servicio de la población y que proteja a los sectores populares de la esclavitud a los que les pretende llevar el mercado financiero, que se base en la economía productiva, en la economía social de mercado y en el que se instale un sentido de pertenencia a la comunidad, en el que la nación propia y Europa sean los referentes.
El Estado debe estar al servicio de los ciudadanos y no de los especuladores ni de grupos de parásitos, que en pos de causas idealistas-culturales, lo estrujen en su interés personal.
Debe devolverse a la vida social y comunitaria, al espacio público, un lugar predominante. Hay que superar el atomismo, el egocentrismo y el narcisismo individual y convertir los foros, las calles, las plazas, los templos en zonas vitales, plenas de energía. Centros de vida y comunicación, de amistad y de solidaridad, donde se generen propuestas e ideas para mejorar la vida colectiva.
Es necesario reconocer y potenciar el patrimonio cultural, que incluyen las tradiciones propias de cada nación, así como la preservación del medio ambiente, desarrollando políticas activas de preservación ecológica que incluyan también las grandes ciudades, nidos de contaminación y estrés.
La democracia debe seguir siendo el sistema político, pero con reformas sustanciales para que no esté al servicio de unos pocos, y por supuesto, debe implantarse la democracia directa a todos los niveles, desde el municipal al nacional.
Y lo más importante, la educación. Deben volver a recuperarse el sentido del orden, de la disciplina, de la jerarquía, de la autoridad, los valores que generan carácter y fortaleza de espíritu, además de orgullo de pertenencia. Las humanidades deben volver a ser la base de toda formación y hay que hacer una apuesta fuerte por la excelencia en todos los sentidos, fomentando la ciencia y la tecnología.
Las personas deben recuperar su dignidad, su sentido del honor, y su autocontrol. Y una vez instalada una libertad de elección suficiente para que ningún ciudadano pueda sentirse discriminado por razones de sexo, raza o identidad sexual,  hay que poner freno a las drogas y al alcoholismo juvenil, y no me refiero, como comprenderán, a las pedagógicas campañas de información tan usuales en nuestros días. Me refiero a leyes que establezcan límites claros.
Quien consiga esto, que son solo algunos ejemplos de lo que a mi modo de ver debería hacerse, desde la firmeza y la buena voluntad (el arribismo o el odio como motores de una intención siempre conducen al fracaso) mueve Europa. No lo duden.

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