El último hombre blanco

He terminado de leer "Hombres, bestias, dioses" de F. Ossendowski, editado en Argentina en 1936 –años en los que este país era un centro fundamental en ediciones de habla hispana–. Giran todavía por mi cabeza el Barón Unger y el Rey del mundo, la revolución bolchevique y las estepas asiáticas.

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He terminado de leer Hombres, bestias, dioses de F. Ossendowski, editado en Argentina en 1936 –años en los que este país era un centro fundamental en ediciones de habla hispana–. Giran todavía por mi cabeza el Barón Unger y el Rey del mundo, la revolución bolchevique y las estepas asiáticas.
No pretendo mezclar planos y entrar en un esoterismo que se vuelve a veces peligroso cuando no bizarro, pero no puedo menos que reflexionar sobre las búsquedas espirituales del hombre europeo, o más bien de esos hombres europeos que, como Unger Khan, se presienten los últimos, aun antes de las dos conflagraciones mundiales que concretaron nuestra aparentemente definitiva decadencia.
Un desgarro espiritual atravesó a millones de europeos arrojados a la periferia del mundo. A hombres como el Barón Unger, desencarnados y ya lejanos de la Europa occidental. He conocido varios durante mi niñez, cuando este tipo de personas caminaba todavía por Buenos Aires. Eran un tipo de hombre especial, arrojados a un espacio infinito no solamente en lo territorial, sino también en lo espiritual. Detrás dejaban el vacío en que se estaba convirtiendo su Europa natal, y por delante había algo indefinido –quizá lo haya todavía–, una ruta iniciática, un recomenzar en el vacío, sin los condicionamientos religiosos imbuidos por las instituciones eclesiásticas y sin las estrecheces del pensamiento que pergeñó su destrucción.
Como Unger Khan solos y lejanos, encontramos muchas veces la muerte en las estepas a manos del más crudo materialismo comercial o ideológico. La variopinta tropa del Barón, la “raza del espíritu” de su división euroasiática, me recuerda mucho a la tropa que atravesó las llanuras argentinas en otros tiempos. Una tropa condenada de antemano por el sentido del mundo. Una lucha casi suicida (y lo digo también para Dominique Venner, que nos está mirando) Una lucha digo, donde cada día el sol sale fuera del tiempo, fuera del antiguo eje territorial del hombre blanco y busca, busca desesperadamente otro eje, un corazón terrestre donde el alma errante descubra la entrada a Agharta, a la Ciudad de los Césares, a ese centro que no se halla tanto en discurrir esotéricamente sobre si la tierra es hueca, sino en encontrar el punto en el que se establezca un nuevo eje espiritual con su propio poder, como en la ciudad de Urga durante el gobierno del Barón, donde el espíritu sea reconocido como fuente de vida y de comando, restableciendo un orden superior.
Hay un fuerte reflejo de este libro de Ossendowski en El corazón de las tinieblas de J. Conrad. Sería muy inocente pensar que él no lo haya leído. También polaco de nacimiento, también hombre del confín, buscador de centros espirituales.
Muchos de estos hombres no volvieron jamás a la Europa Occidental. Muchos podrían haberlo hecho. Yo no sabía en aquel entonces por qué no lo hacían, pero me daba perfecta cuenta de que algo grave había en sus ojos, en su actitud Un motivo oculto, esotérico, si se me permite el término. Ahora conozco el motivo: era el mismo motivo por el cual Unger Khan llevaba su gente y su espíritu más allá, siempre más allá, donde pudiera existir todavía un  nuevo centro espiritual para el último hombre blanco.

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