La gran belleza

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Por favor vayan a verla, en italiano con subtítulos. No se la pierdan.
Estamos hablando de cine, cine con mayúsculas, de inteligencia, delicadeza, decadencia, estética y… de Roma.
         “Madame Ardant?”
          Oui.
Una monja centenaria, uno de los personajes finales, pronuncia una frase que podría resumir la intención del director y que, en definitiva, justificaría toda la película:
“¿Sabe por qué como raíces? Porque las raíces son importantes.”
No es una película progre, no es el típico panfleto pedagógico con el que desde la intelectualidad de izquierdas, tan soporíferamente aburrida, pretenden aleccionarnos una y otra vez sobre lo bueno y lo malo, ese barato dogmatismo con el que se imponen de forma arrogante y del que viven a costa de subvenciones.
Roma aparece con toda su identidad, y en este caso no es la postal que algunas cintas americanas utilizan de decorado para dos enamorados cenando en un restaurante de lujo.
Aquí  Roma es mucho más que eso, es la esencia de nuestra tradición, de nuestra historia, es lo que seríamos si no fuéramos tan baratos, tan banales, tan estúpidos, si tuviéramos el coraje de no ceder ante todo lo que lo hacemos. Y sobre todo la ciudad eterna se presenta como la vida que podría ser pero que se desperdicia debido a la frivolidad, a la laxitud, al relativismo y al haber aceptado que nada tiene remedio.
¿Imaginan que, en lugar de estar todos abandonados y huérfanos en nuestros hogares, volviéramos a revivir un espíritu de pertenencia, de comunidad y estableciéramos una mirada “algo” aristocrática sobre la existencia? Si cada uno ocupase el lugar que le corresponde y adquiriese el honor que sus raíces le confieren podríamos crear algo más bello que este tumulto populachero y abigarrado en el que vivimos. Dejaríamos de matar águilas y tigres, incluso aceptaríamos no domesticarlos, en beneficio del ecosistema, y el paisaje recuperaría parte de su verdad.
La gran bellezatiene un mensaje profundo, sutil, que creo, sin dármelas de nada, que algunos de los que la alaban –la crítica es unánimemente positiva– ni siquiera han llegado a captar –de lo contrario podrían llegar a escandalizarse–, pero qué quieren que les diga, a mí el trasfondo me recuerda algo a aquel ensayo de Oriana Fallaci, La rabia y el orgullo, y quizás también una nueva conciencia que se está moviendo por Europa. Y todo ello desde la sensatez, desde una mirada lúcida y objetiva de una realidad que, de seguir así, nos lleva al hundimiento colectivo.
El protagonista, junto a su asistenta latina, observa a la troupe de miembros de la clase alta bailando de manera burda. Ambos, cada uno en su lugar, entienden cuán patética es y desnortada está esa sociedad.
Y por encima de todo el bello y decadente mundo al que nos transporta la película, Fellini, el gran Mago, el creador de universos alejados de la realidad y al tiempo, posibles. Il direttore revive y transpira en cada una de las extraordinarias imágenes que su creador, Paolo Sorrentino, tiene la generosidad de ofrecernos.
La magia existe, -como los milagros-, y no es más que una creación realizada en un tiempo no cronológico, en un tiempo que existió, que existirá. ¡Qué sería de la vida sin ella!
Vayan al cine, véanla en pantalla grande, saboreen el idioma y déjense transportar a Roma, a la ciudad que un día fuimos.

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