La última década de Verlaine

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Esta última etapa de la vida de Verlaine no aparece, en verdad, muy edificante, pero vista de esa manera, a través de mil anécdotas, no tiene ese carácter vergonzoso de baja bohemia que se le ha atribuido siempre. Él no tenía instintos de bohemio, y fueron las circunstancias, más que su propio gusto, las que le condujeron a la mala vía. Como era pobre, y por lo demás incapaz de ganarse regularmente la vida, vivía en el hotel, como un viejo estudiante.
 
Ahora bien, una habitación de hotel no es un lugar muy agradable: raras veces eso constituye un gabinete de trabajo donde uno se siente bien, donde uno se retira con gusto. La consecuencia: el café. Verlaine va al café.
 
Hacia 1890, un fotógrafo tuvo la idea de publicar una serie con el título, si me acuerdo bien, ‘Nuestros escritores en su casa’, y mientras los hombres de letras, entonces más o menos célebres, se exhibían en medio de un suntuoso ambiente, digno de banqueros o de dignatarios, Verlaine figuró simplemente tomándose su ajenjo, en el café François I, frente a la reja del Luxemburgo. Fue allí donde, por el momento, el poeta estaba en su casa. Pero todos los cafés conocidos y desconocidos del barrio Latino lo tuvieron sucesivamente como huésped. Frecuentaba el Voltaire, el Procope, el Soleil d’Or, donde lo vi por última vez, y otros, sin contar un número de tabernuchos de último orden, donde se paraba frente al mostrador, apoyado en su bastón... Pero en los grandes cafés, estaba casi siempre rodeado de una corte de jóvenes que lo consideraban con una admiración en la cual había mucha curiosidad; más de uno no logró comprender nunca a ese ser extraño, brutal y vulgar, de aspecto bárbaro y embrutecido, que había hecho los versos más dulces del mundo y parecía negarlos con sus palabras. Su conversación, a veces fina y espiritual, era casi siempre de un raro cinismo.
 
 
 

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