Fernando Sánchez Dragó habla para El Manifiesto

La canción de (Luis) Roldán

Dragó, siempre sorprendente, siempre inesperado, acaba de sorprender a propios y extraños con una "novela de no ficción". Pero novela, al cabo: literatura, y de altos vuelos. A través de las peripecias y vivencias de un reo —Luis Roldán— es la radiografía de un país enfermo lo que pasa a través de sus páginas

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¿Qué hace un escritor como usted en un libro como éste? ¿No habíamos quedado en que era un autor estrictamente egográfico?

Ésta novela es tan egográfica como todas las anteriores. En ellas, además
de mí, también había coprotagonistas: Laura en Eldorado, Cristina en El camino del corazón, mi padre y mi madre en Muertes paralelas, el gato y mi nieta en Soseki. Inmortal y tigre... En ésta, el coprotagonista soy yo. Cierto es que inicialmente iba a ser sólo el relato de la peripecia de Luis Roldán,  escrito en tercera persona, pero me fui implicando en él tanto, por ejemplo,  como lo hizo Truman Capote en A sangre fría, y ya no pude prescindir de la primera persona y de mi propio drama. Si digo drama es porque lo fue. Casi una tragedia. Para mí y para él.

¿Por qué ponerse a escribir sobre Luis Roldán a estas alturas?

Por dos motivos: porque, al tener trato con él, tantear el terreno, investigar en lo que le sucedió y leer sus diarios de presidio —miles y miles de páginas manuscritas— me encontré con una persona y una trama extraordinariamente novelescas. Recuerde que he escrito una novela, de no ficción, sí, pero novela, esto es, literatura.  No es un ensayo ni nada que se le parezca. No busque en ella periodismo, ni biografía, ni reportaje,  ni memorias, aunque algo haya, de refilón, de todo eso. Lo dice la contraportada: ¿para qué molestarse en inventar personajes que ya existen en la realidad? La mejor narrativa actual, y única que como lector y como escritor me interesa,  ahonda en esa dirección. Limónov, por ejemplo, de Emmanuel Carrére, o los dos últimos libros, respectivamente, de Javier Cercas y Muñoz Molina, por citar a dos autores españoles. Eso no quiere decir que yo siga sus pasos (ni ellos los míos). Empecé a escribir esta novela hace casi tres años y la entregué al editor antes de que esos libros aparecieran. Son actitudes y planteamientos literarios propios de nuestra época. Están en el aire.

¿Y el segundo motivo?

Olvídese de la expresión "a estas alturas". Eso vale para el periodismo o la política, pero no para la historia y menos aún para la literatura. Si Roldán es un personaje interesante para el escritor y para el lector, lo será por los siglos de los siglos, como hoy lo siguen siendo los personajes de la tragedia griega, los de Shakespeare o los de Dostoievski (salvando todas las distancias que usted quiera). La literatura no tiene fecha de caducidad aparte de la que en cada caso le imponga la atención de los lectores. Me embarqué en la aventura de escribir esta novela como si fuese un desafío. Tenía, en el momento de empezarla, 75 años; ahora tengo 78. Aquel mismo año llegó mi cuarto hijo. Eran lo uno y  lo otro, en cierto modo, apuestas paralelas. ¿Podría ser padre a la edad en la que otros son bisabuelos? ¿Podría escribir un libro absolutamente distinto (aunque luego no lo haya sido tanto) a todos los que llevaba escritos? Tenía que someterme a esa prueba, tenía que demostrarme a mí mismo que era capaz de renunciar a lo aprendido, de olvidar lo recorrido y de empezar de cero. Seguí el mandato de Baudelaire: "al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo".  Fue una decisión arriesgada, aunque al principio no supuse que lo fuese tanto. Pero Stevenson había dicho: «Doctor, siempre se muere joven». O eso, o la nada.

¿Qué aporta una novela sobre el caso Roldán que no hayan aportado los libros de investigación periodística que ya han aparecido sobre él? ¿Dónde está la diferencia? ¿Es sólo una cuestión de forma o también de fondo?

Forma y fondo son siempre inseparables.  Yo no quería aportar datos, ni nuevos ni viejos, sobre lo que usted llama "caso Roldán". Eso ya lo habían hecho otros: Pedro J. Ramírez, Manuel Cerdán, Antonio Rubio, Gasparini... Todos ellos periodistas, y muy buenos.   Verdad es que en mi libro hay bastantes datos nuevos, llamativos, significativos e incluso escandalosos, porque Roldán me contó muchas cosas y Rafael Vera, Antonio Asunción, Julio Feo, Cristina Alberdi, Alberto Perote,  Manolo Cerdán, Antonio Rubio, Fernando Baeta, etc.,  también, pero eso es para mí anecdótico, aunque para quienes busquen carnaza no lo será. Lo que yo he intentado aportar con mi novela es el factor humano, el revés de la trama, el análisis psicológico,  el porqué y cómo se convierte un hombre normal en un delincuente, el redoble de mi propia conciencia,  la descripción de la naturaleza humana, la minuciosa crónica de una crucifixión,  el relato de una expiación coronada por una redención, el atroz telón de fondo de cuanto ha sucedido en nuestro país desde que llegó la democracia, la sarcástica descripción de ese teatrillo de marionetas que es la política practicada a la española...  Y  (last but not least ) una reflexión narrativa sobre el qué, el para qué, el porqué y el cómo de la vocación literaria y del ejercicio de la literatura.  ¿Le parece poco? Si quiere, sigo.

¿Por qué cree que Luis Roldán le elige a usted, nada menos, para darle acceso a su intimidad y a sus diarios de la cárcel? ¿Por qué este acto de confianza?

No sea usted tan curiosa. Está contado en el libro. Le diré sólo que en ese episodio maúllan unos cuantos gatos y la sorprendente sincronía de un fortuito encuentro en Moscú.

¿Qué esperaba encontrar y no ha encontrado? ¿Qué no pensaba descubrir y ha descubierto?

No esperaba encontrar nada. En su día me había interesado muy poco todo aquello. Apenas seguí el lío de Roldán. Me divirtió la farsa de Laos, y
poco más. Yo era uno de los escasos españoles que conocía a fondo, por haberlo recorrido casi a pie, a finales de los sesenta, ese país. La política y la actualidad son cosas a las que atiendo poco y de las que entiendo menos, y aquello, inicialmente, me  sonaba a las dos cosas. Ahora bien: encontré mucho. Por eso mi novela es tan larga, tan compleja, tan ambiciosa. Tenía un telón delante, lo levanté para ver lo que había detrás y... Tres años trabajando de sol a sol, setecientas páginas (suprimí casi doscientas), angustia, titubeos, zigzagueos, crisis, descenso a los infiernos, subidones,  viajes transcontinentales,  noches oscuras, amaneceres radiantes. Una aventura literaria equivalente, por su envergadura y su propósito, a la que en los años setenta había corrido con Gárgoris y Habidis. De la España Mágica a la España Podrida.

Al principio del libro no se le ve excesivamente entusiasmado con Roldán. Hasta da la impresión de que le exaspera. De que medio le avergüenza escribir sobre él y que por eso se escuda una y otra vez en alusiones a Carrère, a Capote, a Koestler… como buscando inspiración y hasta excusa en los grandes maestros de la no-ficción. ¿Se sentía prisionero de las limitaciones de la realidad y de su personaje? ¿Le habría gustado que fuese distinto?

Sí, claro, al principio estaba yo de uñas. ¿Qué coño me importaba a mí todo aquel asunto de vil metal,  de enredos políticos, de comisiones,  de fondos reservados, de guardias y ladrones, de señorones, de pícaros redomados...? Pero hablé muy a fondo con Roldán,  lo estrujé, recorrí  con él (y sin él) paso a paso todos los escenarios del secuestro y encierro al que lo sometió Paesa en París, fui a verlo a Zaragoza y a Moscú, vino él a verme a Castilfrío y Madrid, descifré miles de páginas escritas en la cárcel, me sumergí, al leerlas, en la demolición de la identidad de un hombre, de sus afectos, de sus recuerdos y esperanzas, de su matrimonio, de sus relaciones con los hijos, de sus ideas y de su fe en la democracia,  recorrí el historial de su crimen y su castigo, su salvación por medio de la lectura,  su calvario,  su reencuentro con Dios,  su encuentro con Natasha (su actual esposa), su manera de vivir,  y... Caramba, no, no me habría gustado que fuese distinto. Me pareció tan novelesco como Raskolnikov, como Rubashov, como Limónov, como los asesinos de Kansas... Pan tierno y a la vez duro para los dientes de un escritor.

Manifiesta usted sin tapujos que este libro llegó a bloquearle tanto como escritor que se planteó el suicidio. ¿Por qué nos lo cuenta? ¿Por exhibicionismo? ¿Por humildad? ¿Para alejar la tentación?

No me toque lo que usted sabe. Respondo a sus preguntas en sentido inverso. Contarlo era inútil en lo concerniente a alejar esa tentación. Más bien la atizaba. ¿Humildad en lo relativo al mayor acto de libertad, según Camus (y yo estoy de acuerdo), que puede cometer un hombre? No, no... En todo caso lo contrario. ¿Exhibicionismo? ¿Qué significa ese concepto aplicado a la literatura, sobre todo si en ella hay un componente egográfico? Todos los escritores son exhibicionistas. Escribir es desnudarse. Exhibicionismo hay incluso en quienes escriben un diario personal e íntimo que nunca llegará a publicarse. Exhibicionistas son todos los seres humanos, por pudorosos y recatados que sean. Sacarse una foto, hablar con un amigo o mirarse al espejo para afeitarse o pintarse los labios es un acto de exhibicionismo. Éste no requiere de mirada ajena. Se puede ser y, de hecho, se es exhibicionista a solas, frente a uno mismo. Si en mi novela se trenzan tres historias diferentes (la de Roldán, la de la España Podrida y la mía pugnando por escribirla), ¿cómo no iba a exponer el estado de situación límite al que me condujo la tentativa? Se lo explicaré en dos palabras: yo sólo soy escritor, lo quise ser desde que tenía tres o cuatro años, todo lo que he hecho en la vida ha estado dirigido a eso, el resto es pura anécdota. Ahí tiene la primera premisa. Segunda: no me salía ese libro, no encontraba las palabras, mi rendimiento era muy bajo, me había convertido en un escritor novel con treinta y nueve libros publicados, me enfrentaba a algo muy distinto a cuanto había hecho con anterioridad, carecía de armas literarias para librar con  éxito esa batalla y ese forcejeo,  todo fue durísimo hasta que por fin rompí aguas, di con el tono adecuado y alcancé un ritmo razonable de rendimiento... Corolario: si no conseguía llevar la novela a puerto, buena, regular o mala que resultase, eso significaba que, como escritor,  por primera vez en mi vida, había sido derrotado, y siendo yo sólo eso, escritor,  como le dije, seguir viviendo carecía de sentido. Respuesta excesivamente dilatada, bien lo sé, pero es que su pregunta me tocaba, en efecto, las pelotas.

En un momento dado deja caer que no se puede escribir sin piedad. ¿Es eso lo que siente usted ahora hacia Roldán? ¿Cree que ha podido traspasar en algún momento la línea del síndrome de Estocolmo?

Lo traspasé, ya que se empeña en llamarlo así, el mismo día en que decidí escribir esta novela. Insisto: novela. Ese género (otros, no)  exige compasión. Nos lo enseñó Dostoievski y Truman Capote lo hizo suyo. ¿Cómo diablos puede novelar un escritor la vida de otras personas (o la suya propia) si no hay empatía entre él y sus personajes? Yo no juzgo, ni condeno, ni absuelvo, ni dicto sentencias. No soy un juez, no soy un predicador, no soy un confesor. Sólo soy un narrador. Me limito a contar. Repase una de las citas que encabezan mi libro:
"El novelista no es un moralista. Su misión no es la de corregir o modificar las costumbres. Su papel se limita a observar y describir las cosas según su modo de ver y según los límites de su talento" (Guy de Maupassant, Sobre el derecho del escritor a canibalizar la vida de los demás). Pues eso.

¿Todos somos Roldán? ¿Y ya está? ¿Esa es toda la explicación, toda la banalidad del mal de la gran España corrupta?

El ser humano es un animal depredador. Algunos, muy pocos, consiguen, elevándose, ilustrándose, dejar de serlo, como el león que lamió la mano de Androcles. Otros —muchos— no caen en la tentación de depredar porque las circunstancias no la ponen a su alcance o porque el miedo los paraliza. Y si ese ser humano es, además, español, la situación se agrava. País de pícaros, a decir poco. La envidia, nuestro pecado capital, conduce inexorablemente a delinquir. Y cuando, encima, va unida a la iracundia y la pereza... No quiero ensañarme, pero... ¿Conoce usted algún momento de la historia en la que España no haya sido corrupta? Dígame cuál. Soy todo oídos.

Usted levantó deslumbrante acta de la España mágica con Gárgoris y Habidis. Ahora su epopeya, como ha dicho, es la de la España podrida. Para este viaje, ¿nos hacían falta alforjas? Menuda entrada triunfal en la modernidad, ¿no?


Casi al final del libro, muy pocas líneas antes de su término, se lee:
«me siento moralmente obligado a reiterar la pregunta de si necesitábamos las alforjas en las que cupieron los crímenes de Roldán para el viaje emprendido el 20 de noviembre de 1975. Lo relevante, altos señores de la política y la magistratura, no son los castigos, sino los crímenes, pues éstos, en un país como España —genius loci—, no cesarán por mucho que persigamos a sus culpables».
Habrá quien subraye que su novela se ceba en el ocaso de los dioses felipistas. Pero, ¿era de verdad su intención cargar contra un partido concreto, o el foco es mucho más amplio? ¿Apela usted a culpas más sutiles, más extendidas, en suma, más humanas?

Sí, claro... Mi novela trata de la condición humana, en general, y de la del festivo, frívolo y sinvergonzón homo ibericus, en particular. Cargo contra todos los políticos sin distinción de partidos y con muy pocas excepciones.  Puede que no haya ni siquiera una. ¿La casta? Pues sí. La casta, que existe tanto si la mienta Agamenón como su porquero. Toda la peripecia delictiva de Roldán transcurrió en los años del felipismo. De ahí que abunden las referencias a éste. Eran inevitables. Pero mire lo que sucedió después... Ahora ya sabemos que había y hay corrupción en todos los partidos que han tenido responsabilidades de gobierno, ya fuese nacional o comunitario. Todos, digo, de derechas o de izquierdas. Se libran, por el momento, los que aún no han tocado el poder, y no todos. Ya veremos lo que hacen cuando lo toquen.

Hábleme de Clara, la mujer de Roldán en la ficción, ya que la que fue su mujer de carne y hueso ha huido de aparecer en este libro como alma que lleva el diablo… Bien es verdad que perseguida oníricamente por  usted, que se permite algún que otro sueño muy lujurioso a su salud, y lo cuenta con cierto detalle… ¿Alguna reacción del marido?

La trato siempre con respeto. No hay asomo de ofensa en mis palabras. Todo lo contrario. Es, en cierto modo, la antagonista de su ex marido en mi novela. Nadie —ni él ni ella— puede enfadarse por lo que sucede en ese espacio sin control que son los sueños. Los tuve tal como los cuento, y punto.

¿Se da cuenta de que le ha salido un libro muy viril, muy de hombres? Hasta incluye una especie de duelo al sol entre usted y Rafael Vera. ¿Cuántos desafíos de este tipo ha tenido que encarar? ¿Cómo hace uno para escribir la historia que siente que tiene que escribir, reclamado y aturdido por docenas de personajes de carne y hueso que sienten que tienen que imponer su versión a cualquier precio?

El texto de la contraportada, escrito por mí, comienza con una frase de María Zambrano: "Hay cosas que no pueden decirse, y es cierto. Pero lo que se tiene que escribir es lo que no se puede decir".  He aplicado ese criterio.  Siempre, en realidad, lo aplico. Yo no transcribo las conversaciones —a veces encontronazos— mantenidos con esas personas. Las rehago, las cuento, las novelo, tirando, sobre todo, de la memoria y también de algunas notas de nada tomadas en una tarjetilla y por lo general indescifrables debido a mi pésima caligrafía. Cuando me entrevistaba con ellas, ni siquiera llevaba grabadora, que es una herramienta de periodistas, no de novelistas. Sólo la utilicé en el caso de Roldán, pero eso fueron horas y horas y más horas, y me interesaba la precisión, por novelada que estuviese. El autor del libro soy yo, yo soy quien lo firma y mía es la última palabra. Si alguien se pica, que se picará, es asunto suyo. De todas formas, en muchos casos, envié mi versión de lo que habían dicho a algunas de esas personas (Julio Feo, Cristina Alberdi, Perote y, sobre todo, Rafael Vera y Toni Asunción) y, tironeando, acepté algunos de los retoques, casi siempre razonables, que me proponían.

Pero tiene usted razón: me ha salido un libro muy viril. Una especie de western... Duelo en el OK Corral, Pasión de los fuertes, Dos hombres y un destino, Pat Garret y Billy el Niño... Pero, como en todas las historias masculinas, en la mía también abunda, repica, pesa y contrapesa la condición femenina: Clara, Natasha, Anna Grau...

Media España sigue creyendo que Roldán tiene mucho dinero oculto en alguna parte. A usted parece haberle convencido de lo contrario… ¿O no?

Esa media España se equivoca. Le aseguro que Roldán no tiene donde caerse muerto, y se lo asegurará cualquiera que haya indagado a fondo en su situación. Es imposible mantener la ficción de la miseria durante veinte años. Vaya usted a su casa en Zaragoza, que ni siquiera es suya, o a la de su actual mujer en Moscú, vea cómo viven y se convencerá. Todo se lo quedó Paesa, algún allegado a éste o quien sea. Pero no él. El dinero birlado, de operación financiera en operación financiera, fue a parar a Singapur y allí se le perdió la pista.

También nos descubre su libro a un Roldán intelectualmente curioso, que sale de su largo cautiverio transformado gracias a haber sido un lector voraz. La filosofía, la religión y la literatura le hacen tomar gradual conciencia profunda de ser un delincuente, además de un chivo expiatorio. ¿Podemos considerar que la cárcel, después de todo, redimió a Roldán? ¿Que le limpió de verdad de sus pecados?

No fue tanto la cárcel como el brutal aislamiento al que se vio sometido. La cárcel, en sí misma, no redime a nadie. Al contrario: corrompe, en contra de lo que los garantistas creen, aunque no en todos los casos. Sé de lo que hablo. Entré cuatro veces en ella y pasé allí casi dos años. Su afición a la lectura —lo devoró todo desde Aristóteles hasta Walter Benjamin, sin pasar por mí (nadie es perfecto)— y las conversaciones sacramentales mantenidas con un jesuita inteligentísimo, se vieron potenciadas por la soledad, la depresión y el desamparo. Ahí reside su veta dostoievskiana.

¿Y a usted, este libro le ha limpiado de algo? ¿Es usted mejor después de haberlo escrito?

Soy más joven y estoy más vivo que antes. ¿Eso es mejorar? He librado un
desafío del que he salido airoso (con eso no quiero decir que mi novela sea buena, aunque, para qué engañarnos, yo  creo que sí lo es). ¿Eso es mejorar? Me he dado cuenta de que yo, como todos, habría podido ser Roldán, pero no lo he sido. ¿Eso es mejorar? He tratado con la misericordia que el arte de narrar exige a un hombre que se equivocó, pagó y no se rindió. Ahora soy amigo suyo. ¿Eso es mejorar? He cumplido con mi deber de escritor, no he traicionado mi vocación, no me he suicidado. ¿Eso es mejorar? Señorita, eche usted misma la cuenta y pásemela. Está invitada.

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