Destruir lo comunitario, destruir al individuo

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 El sueño de la razón produce monstruos

Francisco de Goya

Caprichos

 

Afirma Ortega y Gasset, en La rebelión de las masas, que “la política y la cultura son la superficie de la historia”. Son representaciones del ser presente de las sociedades en los ámbitos de lo ideal, bajo la consideración ineludible de que el ser presente fundamenta su consistencia (tanto ontologica como social), en la simultánea confluencia de un pasado común y un futuro de posibilidades e inquietudes compartidas. En dicho presente, por tanto, se integran bajo la misma pulsión temporal, sentimental e intelectual, el pasado (la tradición), el presente (tanto en sus acepciones de contemporaneidad como de coyunturalidad), y el futuro.

Al igual que un individuo sin memoria ni reflexión sobre su sentido en el futuro no es, cabalmente, un ser humano completo, una civilización que olvida o reniega de su pasado, anulándolo, y sustituye su proyección de futuro por un entramado de situaciones deseables concebidas en el dominio de la ideas, pierde su entidad como agrupación humana en torno a la voluntad de ser y la suplanta por un anhelo fantaseador sobre cómo quiere estar.

Los resultados de este método, por lo general bienintencionado, de perfeccionar la vida de los individuos y las sociedades mediante la ingeniería de las ideas, son abundantes en la historia y demuestran, casi siempre dramáticamente, la imposibilidad de suplantar la realidad por las utopías sin que dichas utopías, acuciadas por el imperativo de continuarse y no desmoronarse, muden su semblante al principio bienhechor por una tiranía de peor cariz que aquella de la que pretendían liberar al ciudadano. Como dijo alguien, alguna vez: “Todas las revoluciones son iguales… Se sueña con ser Robespierre y se acaba siendo la cabeza de Robespierre”.

El anterior enunciado puede calificarse con todo fundamento como reaccionario, y con deportividad aceptaría esta adjetivación en la medida que reaccionar ante el despropósito, no digamos ante la insensatez de quienes enristran su ética de los principios, dispuestos a llevarse por delante lo que haga falta, es la única actitud razonable desde el punto de vista personal y, supongo, coherente con quienes anteponen la libertad de los individuos y el derecho de las sociedades a seguir siendo frente al empeño impetuoso de transformarlo todo, acomodarlo todo a un ideal, sea posible o por completo irrealizable. Tal sería el caso de alguien que, por pura obcecación, quisiera introducir todos los enseres de su hogar en un arcón de dimensiones reducidas y diseño inadecuado. Ajustar las ideas a la realidad puede resultar, en efecto, un actitud conservadora; pero constreñir y manipular la realidad para adaptarla a las ideas, aparte de un solemne dislate constituye una temeridad cuyas consecuencias, lamentablemente, casi nunca recaen en los ingenieros del artificio, aunque la ciudadanía suele pagar el experimento con “intenso frío y hondo dolor” (1).

En una cosa han coincidido históricamente el marxismo y el liberalismo. Aceptando que, en efecto, la política y la cultura son la superficie de la historia, tanto uno como otro han otorgado el rango de “decisivo en última instancia” a la esfera de lo económico.

Para Marx, la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases, y ésta, a su vez, expresión última de las contradicciones irresolubles que se generan en la infraestructura económica.

Para el liberalismo, lo importante es el mercado; lleva a su nivel más intransigente el aserto latino de primun vivere deinde philosophare, y nada en la vida de los hombres adquiere importancia, nada es trascendente, si no existe la necesaria riqueza que nos permita disfrutar de los demás bienes, incluidos los inmateriales. El problema es que el liberalismo, obsesionado con la economía, la acumulación de capital, la producción continua de objetos consumibles (sean necesarios o no), y la aplicación exclusiva de todos los esfuerzos y trabajos humanos a ese propósito, convierte el medio (la riqueza) en el fin. De tal modo, quien no es dueño de riqueza dineraria y bienes de toda especie, no puede gozar plenamente de su condición de ciudadano, ni siquiera de la de ser humano; estará abocado (condenado) a emplear todos sus afanes en la consecución de este fin y, de su consecuencia, no tendrá tiempo, ánimos ni lucidez para darse cuenta de que la vida puede y debe ofrecer a los individuos un destino diferente al “trabaja, consume y muere”, que es la divisa suprema del liberalismo.

El marxismo, por su parte, sí reconoce la necesidad de liberar a los individuos de la “alienación” que sufren en el sistema capitalista, pero sustituye toda la capacidad humana de expresarse y desarrollar su potencialidad racional, espiritual e intelectual, por una ideología única, doctrinaria, sectaria y maniquea. El “obrero consciente” y el “ciudadano comprometido” en las sociedades influenciadas por la retórica marxista, son tristes individuos que practican la perniciosa costumbre de manifestarse siempre iguales a sí mismos, en cualquier momento y bajo toda circunstancia. El buen ciudadano “revolucionario” padece la alienación redentorista, la monomanía igualitarista, justiciera y agresiva contra todo lo que considere perjudicial para los intereses de su conciencia.

La mezcolanza, en popurrí ideológico, entre los principios burgueses de “libertad, igualdad y fraternidad” y la simplificación de la teoría marxista expresada en conceptos sencillos como “justicia social” (2), “explotación de unas clases sobre otras”, etc, ha generado un modelo extremadamente pintoresco de “nuevo buen ciudadano”, por lo general un buen pequeño burgués estragado por la continua (auto)exigencia de sus propios “principios”, tanto de orden político como moral, religioso/antireligioso, cultural...

El nuevo buen ciudadano es, básicamente, un integrista. Su organización de ideas sobre el mundo, de otorgarle sentido, caracterizar la realidad, juzgarla y obrar en consecuencia, es siempre idéntica, no importa a qué cosmovisión se adscriba cada cual. En primer lugar establecen unos principios inviolables, sagrados, indiscutibles. Después trazan el límite de permisividad hacia los demás y las ideas de los demás, anteponiendo a dicho límite el muro granítico de los propios “principios”, de tal manera que nadie tiene derecho a hacer o decir nada que los contravengan porque no sólo se estará expresando desacuerdo sino que, la disensión, per se, ofende la intimidad de cada conciencia integrista. Por último, se postulan los “principios particulares” como obligación para los demás. Del enunciado: “Estos son mis principios y debes respetarlos”, se pasa automáticamente a: “Estos son mis principios y los demás tienen obligación de adecuar su conducta a los mismos para no ofenderme”. Es la esencia del integrismo, la división del mundo en dos categorías de personas: las que tienen “principios” y, en consecuencia, derechos, y los que carecen de esos intocables principios y adquieren, por lógica, obligaciones insoslayables hacia los primeros. Esquema del esquema integrista: “Yo tengo conciencia y derechos, tú tienes obligaciones hacia mí, mi conciencia y mis derechos”.

La realidad de este integrismo de lo cotidiano es que, enfrentado al sistema y sus mecanismos de poder, resulta bastante inofensivo. Sí parece molesto para las personas que tienen que soportar la insistencia, comúnmente cansina, de los individuos “comprometidos”. Incluso puede llegarse a situaciones delicadas, donde se rebasan los cauces legales de la convivencia diaria, como es el caso (por poner un ejemplo de sobra conocido), de esas banlieues de París en las que una mujer no puede transitar vestida con minifalda o demasiado escotada sin que el vecindario, mayoritariamente musulmán, la llame “puta” y cosas parecidas.

Cosa distinta sucede cuando el integrismo obtiene el poder político, y no digamos si ese poder político está firmemente asentado en la posesión de ingentes medios productores de riqueza, como ocurre en muchos países musulmanes y en algunos otros desdichados enclaves del planeta. Entonces el integrismo se manifestará como lo que auténticamente es, una fuerza dominadora, de insólita crueldad, ante la que sólo caben dos alternativas: la adhesión o la muerte. Es importante señalar que la adhesión, en estos casos, no significa simple sumisión sino participación, cuanto más entusiástica mejor, en la pesadilla colectiva de estas miserables sociedades. La sumisión no garantiza en absoluto la indemnidad. Sólo hay que dar un repaso a la prensa diaria para comprobar la cantidad de infortunadas personas que, sistemáticamente, padecen el rigor de la ley en las sociedades integristas. Los motivos para acabar en la horca o con la cabeza separada del cuerpo son tan numerosos, dispares y arbitrarios que nadie en su sano juicio, habitante en aquellos entornos, perdería el tiempo en comprenderlos para intentar evitarlos. La adhesión es el único salvavidas.

Pero, de momento, no es esta la situación en España.

(Dejo aparte la cuestión del terrorismo nacionalista vasco, y otros de menor entidad aunque idéntica vileza, porque no es propósito de este artículo entrar en un terreno tan fácil de invocar y tan complicado de desarrollar. Además, no tengo ganas de dedicar más pensamientos ni palabras escritas a una banda de criminales, unos políticos cobardes que hasta hoy han sido incapaces de hacer frente con todas sus consecuencias a aquel horror, y a una sociedad sometida al crimen organizado, humillada, eclipsada por el miedo y la mala conciencia, donde las personas pertenecen a tres grupos claramente distinguibles: los que practican la adhesión, los intimidados que “no quieren saber” y las víctimas del terror, a las que ni siquiera se les reconoce el legítimo derecho a quejarse sin tildarlas de fascistas, españolistas y otros epítetos que en aquellos lugares resultan muy denigrantes).

Por tanto, dejando aparte “el problema vasco” que en realidad es “la vergüenza del problema vasco”, podemos afirmar que, en líneas generales, soportamos un integrismo zumbón como las moscas pero todavía inocuo, como de manifestación dominical en compañía de los amigos y la familia para luego tomar unas cañas, o de andar por casa en zapatillas, clamando soflamas ante el televisor, clicando frenéticamente el “Me Gusta” de Facebook o zascandileando por todas las redes sociales conocidas y en la sección de “Comentarios” de la prensa digital. En España, el integrismo político todavía no es un problema, aunque amenace seriamente con serlo.

Retomo el argumento principal. Tras haberme referido al integrismo de “andar por casa”, creo que cuadra esta última reflexión: quien, convencido del sueño de prosperidad inculcado por el liberalismo, trabaja y entrega su vida a la causa de que en su hogar haya dos o tres automóviles y un televisor en cada habitación (incluido el wc), es un pobre hombre (o una pobre mujer). Quien, enemigo de la manipulación ideológica del capitalismo, se niega a que en su casa haya una televisión, es un pobre despistado. Ambos extremos (tomémoslos como ejemplos, parodias subrayadas a beneficio de una mejor ilustración de cuanto se expone), dan testimonio y hacen prueba sobre la destrucción del individuo como partícipe eficiente y legatario de una tradición histórica, cultural y espiritual que deberían consagrarlo como príncipe de su propia existencia, no como un siervo de la Sociedad Anónima, el Estado o el Partido al que han ofrendado su vida, su tiempo e inteligencia.

He mencionado antes el término “tradición”. Merece dos líneas explicar en qué sentido lo hago. La tradición, sensu estricto, no es un conjunto de costumbres mantenidas desde tiempos remotos. Las costumbres antiguas son eso mismo, costumbres (en todo caso, huellas o destellos simbólicos de la tradición). Los festejos populares, los protocolos institucionales y las formalidades en nuestra relación con los demás, no son tradiciones; son, en todo caso, buenas costumbres (algunas no tanto, como la de tirar una cabra desde un campanario, defendida por los adeptos a este deporte como una celebración “tradicional”).

La verdadera tradición, desembarazado el concepto de los tópicos que siempre la han cercado, es el conjunto de conocimientos y usos mantenidos en el tiempo, ininterrumpidamente, que vinculan a los individuos contemporáneos con los saberes ancestrales de la humanidad.

El oficio de levantar una casa, pastorear el ganado, construir máquinas o escribir libros, son una tradición. Tanto el liberalismo como el marxismo han coincidido en la conveniencia de mutar el sentido hondo, espiritual, de estos quehaceres, para degradarlos y reducirlos al ámbito exclusivo del trabajo retribuido, asalariado o cooperativamente lucrado. Como siempre, los hermeneutas sacerdotales de los textos arcaicos nos recordarán que la misma Biblia contempla el trabajo como una maldición, por lo que, aliados con las concepciones utilitaristas de lo humano, defenderán la justa, tan humana compensación del ingrato trabajo como elemento definitorio de la armonía social; aunque eso sí, con la promesa de que en otra vida, el ansiado paraíso post mortem, no habrá necesidad de trabajar. Esa eternidad de ocio, descanso y bostezo y de vez en cuando dar gracias al Creador por las interminables vacaciones en estado de beatífica modorra, es una ensoñación difundida con relativo éxito entre los esclavos de la libertad.

Digresión breve: Para cualquiera que medite cuatro segundos sobre el significado real de “lo eterno”, la perspectiva se presenta aterradora. Fin del excurso.

Destruir el sentido de lo comunitario, denigrar la tradición, maldecir el trabajo y presentarlo como un tormento necesario para la supervivencia, vitorear y clamar de alegría por el fin de semana, responsabilizar a los ciudadanos sobre la buena marcha en las esferas de lo económico, lo cual nos permitirá elaborar unos idearios político-culturales a nuestro gusto y satisfacción, es la forma inteligente a través de la que el liberalismo y el marxismo han logrado convencer a casi todos de que el pasado no merece la pena, el esfuerzo individual presente debe centrarse en la producción y consumo de bienes, y el futuro... Resignémonos, puede hacerse democrática elección: morir y desaparecer para siempre o vivir espectrales también para siempre. Del “para siempre” no hay quien nos libre.

Destruir el sentido de lo comunitario significa también destruir la confianza del individuo en sí mismo, aniquilar su capacidad de ser más allá de “la superficie de la historia”, mantenerlo sujeto a la estéril ficción de que la política y la ideología son las señas de identidad más importantes del ser humano. Destruir el sentido de pertenencia a una tradición y una comunidad cohesionada a lo largo de la historia, y mantener secuestrados a los individuos en la urgencia del presente, la confusión reiterativa de “lo político” como sublimación de todo su malestar y todos sus anhelos, supone en la práctica una condena a la extinción del espíritu humano: la belleza, la verdad, los sentimientos purificados en lo íntimo de la conciencia, el saber, el sentido de trascendencia, de lo sagrado como sublimación de nuestro fascinado apasionamiento por los misterios del universo y el ser... Todo lo anterior se convierte en algo relativo, opinable. Hasta los principios de ley y justicia son una cuestión de opiniones, cuando no de gustos: dependen del juicio que merezcan desde la perspectiva política (y cultural) de cada uno.

Bajo estas condiciones, la política (no sólo la política, pero sí principalmente) confiere a todo el mundo el derecho a la disociación cognitiva (la comodidad de la ignorancia consciente, de creer en lo que nos complace y descreer de aquello que no nos conviene); al mismo tiempo, solemnemente instalados en la disociación cognitiva, todos tienen derecho a opinar; y no sólo a opinar, sino a postular y defender con ardor propuestas de recambio para una sociedad en la que no se encuentran debidamente recompensados. En definitiva, nos hallamos en vísperas de una penosa situación, el triunfo del individuo arrancado de su lugar en la historia, inerme ante la potestad material e ideológica del sistema, desprovisto de un sentido de la existencia que cuestione la opresión de lo cotidiano, y confundido en cuanto a sus intereses existenciales de orden superior. Es el camino hacia la muerte del espíritu.

Pero hay alternativas a esta sentencia dictada en instancias muy ajenas y muy distantes a la ciudadanía y el común de las personas. Volveremos sobre el asunto en próxima entrega de este blog. Bajaremos un poco a la dimensión contemporánea y los efectos causados, hoy, en España, por esta tenaz destrucción del sentido de lo comunitario y del individuo que con tanta eficacia han ejecutado unos y otros. Hablaremos de proyectos concretos y de mentiras más concretas todavía.

 

(1).-Fragmento de Yo te perdono. Tango. Letra de Enrique Cadímaco, 1927. Quizás se pregunte el lector a qué viene citar un tango en este opúsculo. La respuesta es sencilla: no hay ninguna razón para hacerlo. Solo que me dio por ahí.

(2).-Sin olvidar que el concepto de “justicia social”, versátil en sí mismo, ha sido históricamente utilizado por el catolicismo, a través de la “doctrina social de la Iglesia”, el fascismo, el populismo bonapartista, el nacionalismo de voluntad socializante, y otros movimientos de diversa índole.

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