Denis de Rougemont: tres milenios de Europa

Europa es mucho más que un mercado

Durante siglos la identidad europea ha mostrado su fuerza, y también sus contradicciones. He aquí un "manual de urgencia" para que los burócratas no se apoderen de una idea noble y antigua.

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Denis de Rougemont fue un europeo del siglo XX, consciente y orgulloso de serlo. Contemporáneo de lo mejor y lo peor que el continente dio en el pasado siglo De Rougemont perteneció a la generación que, tras la catástrofe colectiva de 1918 y más aún después de la 1945, vio en el europeísmo la solución a los problemas que habían llevado a las naciones europeas a las dos hecatombes. Suizo de nacimiento, fue indudablemente europeo de razón y convicción, pero no sólo: su europeísmo, aunque razonado, es de corazón y sentimiento antes que otra cosa, y esa doble vertiente explica las virtudes de este libro.

En 1961, pero como resultado de más de tres décadas anteriores de trabajo, De Rougemont publicó esta síntesis del pensamiento europeísta. No se trata de una mera recopilación de textos, a lo largo de los siglos, favorables a la idea y la realidad de Europa. El trabajo intelectual de De Rougemont es más sutil y también más útil, porque articula esas opiniones –que nos llevan desde las costas de la Hélade hasta la era atómica- según las necesidades del presente, tratando a un tiempo las distintas épocas del pasado y su percepción de "lo europeo" y los distintos matices, problemas y aspectos de esa "europeidad". Son las voces de nuestros mayores las que nos hablan, sin duda, pero es De Rougemont, con su propia talla académica y persona, quien les hace hablar.

La selección de textos de De Rougemont (en su libro Tres milenios de Europa. La conciencia europea través de los textos. De Hesíodo a nuestro tiempo) no es, por supuesto, indiscutible, ni por su propia naturaleza completa. Sin embargo es asombrosamente erudita, y recuerda textos tan poco conocidos como las cartas del santo abad escoto-irlandés Columbano –cabría mejorar en este punto la traducción- refiriéndose al Papa a comienzos del siglo VII como "egregius speculator… Europae flaccentis, totius Europae ecclesiarum caput", es decir "egregio vigía de la fatigada Europa y cabeza de todas las Iglesias de Europa". Ángel Martín Duque ya señaló en 2001 (en su artículo "Algunas notas sobre las raíces históricas de Europa") la importancia de este europeísmo muy anterior al bien conocido y difundido de época de Carlomagno.

Ahí radica sin duda el mayor mérito de la obra de De Rougemont. Con paciencia –y tanto más con los medios técnicos hoy disponibles- cualquiera sería capaz de reunir y publicar un conjunto de textos unidos por el tema común de "Europa". Pero sólo una persona convencida de la tarea y dotada de una cultura propia fuera de lo común es capaz de hacer ameno el resultado, además de convincente.

Pero ¿de qué Europa nos habla De Rougemont, o nos hablan los autores por él seleccionados? No se trata de un libro de propaganda, y no oculta las contradicciones, a menudo graves e insalvables, entre las distintas ideas de Europa, según los lugares, los momentos y las corrientes de pensamiento. Pero hay dos hilos conductores del recorrido histórico de la identidad europea, presentes a lo largo de todo el libro y en todos los autores citados.

Europa no se entiende sin el mundo clásico, es decir sin el pensamiento griego y el vigor de Roma; pero Europa es algo más, y algo distinto, que sólo se entiende por la perdurable simbiosis entre la Iglesia y lo europeo. El cronista mozárabe de 754, que escribe desde la Hispania –europea- ocupada por los musulmanes –no europeos, por definición- regocijándose por la victoria de 732 de Carlos Martel y sus "europenses" en Poitiers no distingue Europa de la Cristiandad, y tampoco De Rougemont, a pesar de escribir en pleno siglo XX y en un entorno al menos en parte laicista e iluminista. Apela ampliamente a Dante Alighieri, a pesar de que el converso gibelino jamás utiliza la palabra "Europa", y emplea según su propia lógica las ideas de Cristiandad y de Imperio, a su vez manifestaciones evidentes y sólidas de lo europeo.

Junto a esa meritoria lucidez conceptual, De Rougemont propone una idea de Europa que todos sus colaboradores involuntarios podrían compartir, desde antes de Cristo hasta después de Lenin: y es que Europa es, según el autor la entiende y nos la presenta, anterior y superior a todas las naciones y regiones que la conforman. Existe una identidad europea –a la que cada uno pondrá los acentos que prefiera, lingüísticos, éticos, culturales, étnicos, históricos, intelectuales o religiosos- antes de que existan las naciones de Europa, el todo es antes que las partes. En De Rougemont se advierte un fuerte recelo hacia el Estado-nación como forma política dentro de Europa, pero no deja de ser una cicatriz bastante lógica en la conciencia de un europeo que ha asistido a las dos guerras mundiales.

Europa es hoy, como se repite hasta el aburrimiento, un gigante económico y un enano político. Lo que los padres de la Unión Europea, contemporáneos de De Rougemont, no supieron ver es que construir una conciencia colectiva no es cuestión de números. Los europeos somos hoy más ricos y acomodados que nunca, pero eso no nos hace conscientes de la grandeza de lo europeo, porque Europa es mucho más que un mercado y sus mercaderes. Si aún hay tiempo para un rearme moral, si aún puede hacerse una Europa que responda a sus propias raíces y sepa ser fuerte y rica sin dejar de ser ella misma, el libro de De Rougemont merece ser leído y, más aún, releído y consultado como puerta de acceso a tantas “Europas” que han sido y que podrán volver a ser.

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