Cómo se puede ser antiamericano (IV)

"Inspirados por la idea de que sois americanos y estáis destinados a llevar la libertad y la justicia y los principios de la humanidad a donde quiera que vayáis, id y vended aquellos productos que harán del mundo un lugar más cómodo y feliz, y convertidlo a los principios de América". Así se expresaba en julio de 1916 el Presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson.

Compartir en:

Americanismo cultural
En el año 1930 un autor norteamericano recibía por primera vez el Premio Nóbel de literatura. En su novela “Babbit” –  la obra que determinó la decisión del jurado sueco – el escritor Sinclair Lewis describía, en tonos satíricos, a un hombre de negocios que encarnaba los ideales de la clase media de su país: trabajo, conformismo, más dinero y más bienes de consumo. Lo que Lewis anunciaba era el triunfo de un prototipo humano: el héroe de la venta a plazos y de la caja registradora. Y con él apuntaba al núcleo de la ideología norteamericana: a la salvación por la mediocridad.
¿Puede el arte de vender sustituir al arte de gobernar? ¿Puede el comercio aportar la solución a los problemas de la humanidad?
“Inspirados por la idea de que sois americanos y estáis destinados a llevar la libertad y la justicia y los principios de la humanidad a donde quiera que vayáis, id y vended aquellos productos que harán del mundo un lugar más cómodo y feliz, y convertidlo a los principios de América”. Así se expresaba en julio de 1916 el Presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, ante una convención de vendedores en Detroit. En esta alocución – en la que resuenan ecos de la guerra mundial en curso–  Wilson ofrecía una aportación a la ciencia política: “en este mundo, la gran barrera no es la barrera de los principios sino la del gusto (…) Dado que ciertas clases de la sociedad consideran desagradables a otras clases –debido a su pobre vestimenta, su suciedad y otros hábitos groseros–  no desean confraternizar con ellas y las mantienen a distancia, por lo que resulta imposible que unas beneficien a las otras”. Lo que Wilson expresaba con estas palabras – señala la historiadora Victoria De Grazia – es que “el conflicto surge no de la ideología o de la política, sino de la incomprensión generada por la diferencia de formas de vida. Era por esa razón que el arte de vender podía resultar de utilidad al arte de gobernar”. En resumen: la paz podía llegar a través de una homogeneización general del gusto. O lo que es lo mismo, por la instauración de una civilización universal de consumo masivo.
El poder redentor de la mercancía; una idea que forma parte de “una noción de democracia particularmente estadounidense: la democracia es el producto de tener hábitos en común y no el resultado de una misma posición económica, o de la libertad de elegir entre alternativas rebuscadas”. Para ello no se trataba únicamente de traficar con mercancías; también era necesario “traficar con valores”. La finalidad de todo esto, aparte de buscar beneficios, era la de “derribar las barreras del gusto” a las que se consideraba culpables de “provocar repulsión, desconfianza y confrontaciones”. Las barreras inmateriales –la distancia mental generada por las diferentes culturas o formas de ver la vida – se consideran así más perjudiciales que las barreras económicas. Para la cosmovisión americana el objetivo es la estandarización general de los estilos de vida, lo que sólo se consigue potenciando los niveles más elementales de las apetencias humanas. Con un corolario final: la “conquista pacífica del mundo” por los Estados Unidos.[1]
Un modelo único de cultura de masas. Con varios efectos colaterales: la demolición de la idea de aristocracia – en cuanto ésta depende de un pathos de la distancia –; la abolición del respeto – en cuanto éste supone una mirada distanciada –; y la extinción del decoro, en cuanto éste depende de la distancia y del respeto. La sociedad del espectáculo es una sociedad sin respeto. La sociedad del exhibicionismo es una sociedad sin decoro. 
América cumpliría con creces las exhortaciones del Presidente Wilson. Como lo demuestra el flujo incesante de vulgaridad que, a partir de entonces, los Estados Unidos no cesan de vertir sobre el mundo.     
Un universo en chancletas
“No hay nada de bravo, de caballeresco, de heroíco ni de magnánimo en nuestra actitud (…) El soñador de sueños no utilitarios no tiene sitio en este mundo. En él está prohibido todo lo no hecho para ser comprado y vendido, ya sea en el ámbito de los objetos, de las ideas, de los principios, de las esperanzas o de los sueños. En ese mundo el poeta es un anatema, el pensador un imbécil, el artista un prófugo, el visionario un criminal”.
HENRY MILLER, Un Paraíso de Aire Acondicionado
En el cine americano no es infrecuente que los malvados presenten rasgos del “viejo mundo”. Por ejemplo, los de “un aristócrata sutil y amanerado” cuyos proyectos terminan siempre fracasando de forma lamentable. O los de un individuo de gustos culturales clásicos y dialéctica sofisticada, reveladora de una educación esmerada. Los héroes, por el contrario, suelen ser tipos simples y banales que resuelven situaciones a base de temeridad y fuerza bruta, destacando más por sus músculos que por sus maneras o inquietudes intelectuales. ¿Rutina narrativa o expresión de una visión del mundo? [2]
El odio a la aristocracia es un atributo congénito de la ideología americana. Pero ¿qué es el aristocratismo? Más que un estatus social, éste puede definirse como una cualidad del alma, como “una atribución de valor a aquello que, en sentido estricto, no tiene precio” (Giorgio Locchi). De la sensibilidad aristocrática se derivan cualidades como “la cortesía, la distancia, el sentido de las jerarquías, el sentido de la grandeza; en breve, todo aquello que imprime calidad a la vida y que es inapreciable en América, porque es inapreciable cuantitativamente y por lo tanto no sirve para nada”.[3]
Decía Nietzsche que el instinto aristocrático se expresa en un deseo siempre renovado de aumentar las distancias, incluso en el interior de la propia alma.[4] La idea es que el hombre pueda siempre observarse a sí mismo, y ello según una disciplina interna que responde a una convicción: el estilo es el hombre. Ninguna otra civilización como la americana ha hecho tanto – a lo largo de tan corta historia – para abolir las distancias.
 
Espontaneidad, simpatía, claridad. Un trato familiar, franco, directo. Un estilo casual, relajado, easy-going. Huir de la solemnidad, jugar con el humor, ir a lo concreto. Evitar el formalismo, aborrecer a los “pedantes”. One-worldism y togetherness. Todos iguales. Un universo en chancletas. Para qué entretenerse en maneras ceremoniosas, para qué andar con rodeos. El americano es un tipo práctico. De ahí se deriva también su antiintelectualismo, porque la condición simplificada del ciudadano ideal abomina de saberes elitistas, propios de gente de poco fiar. Además, ¿para qué mariposear con las ideas, si ya tenemos a los teleevangelistas y sus verdades elementales? “La especulación y el juego con las ideas – escribe Vicente Verdú – se tienen por una pasión europea que conduce al declive (…) Lo arduo de digerir es la estirpe del intelectual a la europea que flirtea con las ideas sin que se conozca el beneficio real de su hacer”.[5] Por eso en América se prefiere al experto con objetivos asignados, resultados tabulados, cuentas rendidas. El tiempo es oro.
Pero la cultura suele ser producto del ocio y no del negocio. De ahí las dificultades de los americanos para generar una cultura autóctona y no importada, una cultura genuina y no de simulacro. La civilización americana, tan rica en medios materiales, es monstruosamente inestética (Louis Rougier); una cultura patchwork sin sedimentación ni armonía. Y en eso es esencialmente posmoderna. La cultura americana es ante todo entertainementpop culture, no en el sentido de “popular” sino en el sentido de masiva. No en vano los Estados Unidos surgen del repudio de una Europa saturada de civilización y de cultura; de una vuelta a la naturaleza; de un retorno a lo primitivo.
Una máquina de aculturación
“El rap forma parte de nuestra cultura urbana”.
Así se expresaba en febrero de 2013 el Ministro del Interior francés, Enmanuel Valls, durante una interpelación sobre los grupos de música rap y sus virulentos mensajes antifranceses. Cuestión de “cultura” pues. Impensable interferir en la “creatividad” de las banlieux. La actitud de las autoridades se limitaría – precisaba Valls– a mantener la vigilancia sobre las expresiones “agresivas o insultantes” contra la República y sus símbolos.[6]
Más allá de la anécdota, la polémica sobre el rap es reveladora de un trasfondo sociológico. En primer lugar, es sintomática del desparrame del concepto de “cultura”. Hoy todo es “cultura” y vivimos anegados en “culturas”. En segundo lugar, pone de manifiesto que la cultura “contestataria” – en la que el rap pone la versión “gangsta-golden boy”– es un vehículo de la corrección política: inmigracionismo, apología del mestizaje, mundialismo y lucha contra el “Mal” (asimilado a los “valores conservadores”, al racismo y al “fascismo”). En tercer lugar, la cooptación del rap por el establishment mediático-cultural demuestra que la ideología hegemónica cabalga a lomos de la americanización de los espíritus.
¿Cultura urbana? ¿Cultura joven? ¿Cultura underground? Decía Carlos Marx que sólo hay una cultura posible: la de la clase dominante (la de la burguesía, en su época). Podemos adaptar esa idea a las condiciones actuales. Hoy sólo hay una cultura posible: la del neoliberalismo. Y la de sus beneficiarios: las elites transnacionales globalizadas.[7]Resulta notable ver cómo la imposición de la cultura globalizada –y la erradicación de las culturas populares y autóctonas– es un proceso casi siempre impulsado por la izquierda intelectual y política. En el ejemplo que nos ocupa, la consagración cultural del rap vino de la mano, en la Francia de los años 1980, del sumo sacerdotiso de la “izquierda caviar”: el Ministro de Cultura Jack Lang, uno de los personajes que más han hecho por americanizar la cultura francesa. La “cultura delrap” en los barrios de mayoría magrebí y africana reproduce, en el corazón de Europa, el imaginario de los guetos americanos: la complacencia en la marginalidad, el odio a la cultura “opresora”, la exaltación de la violencia. A medida que el modelo americano se expande, la cultura del desarraigo se extiende sobre el resto del mundo. [8]
El americanismo es una máquina de aculturación. Y la izquierda progresista es su compañera de viajeLo cuál obedece unalógica profunda que el filósofo Jean-Claude Michéa retrata muy bien en su libro “El Aprendizaje de la Ignorancia”: “por una de esas astucias en las que la razón mercantil es visiblemente pródiga, la abolición de todos los obstáculos culturales al poder sin réplica de la Economía se encuentra paradójicamente presentado como el primer deber de la revolución anticapitalista”.[9]Anticapitalista de corazón, la izquierda cultural es americanista de facto.
Sabido es que, desde la revolución liberal-libertaria de 1968, la izquierda ha elevado los derechos de la bragueta al pináculo de las conquistas humanas. Pero como ocurre que, donde mejor garantizados están estos derechos es precisamente en el orden liberal-capitalista, los intelectuales de la clase dominante (mayoritariamente “de izquierdas”) lavan su mala conciencia confiando en que existe “una manera romántica de expropiar la plusvalía”.[10] El imaginario antisistema, contestatario y lumpen excita las fantasías anticapitalistas de la izquierda y prepara el camino hacia la cultura del desarraigo. Es decir, hacia la americanización del mundo.
Americanismo y entetanimiemto
El neoliberalismo ofrece una promesa de movilidad social infinita. Y una abundancia tangible de empleos Mcdonald. En el idiolecto de las escuelas de negocio anglosajonas la precarización total de las condiciones laborales adopta una terminología mirífica (desregulación, flexibilización, innovación, creatividad, adaptabilidad, polivalencia, resilencia, minijobs) que camufla una cruda realidad: en el mundo que viene gran parte de la población en edad laboral será, desde una lógica neoliberal, prescindible o excedente. Lo que planteará un problema de gobernabilidad: ¿qué hacer con esta gran masa de población sobrante?
Es conocida la reunión organizada en 1995 por la “Fundación Gorbachov” en el Hotel Fairmont de San Francisco, en la que quinientas personalidades de todo el mundo se reunieron para hablar sobre las perspectivas de la civilización capitalista. Y es célebre sobre todo por la receta que Zbigniew Brzezinski propuso a los asistentes: tittytainement (algo así como “entetanimiento”). Se refería el fundador de la Comisión Trilateral a “un cocktail de ocio embrutecedor y de alimentación suficiente para mantener de buen humor a la población frustrada del planeta”.[11] Misión cumplida: el Tittytainement es hoy la cultura-mundo de la globalización.   
En su obra citada, Jean-Claude Michéa señala que el hallazgo de Brzezinski da alguna pista sobre la misión que las élites de la globalización asignan al futuro de la escuela. Para la formación de su “clase de tropa” el Capital favorece un “saber utilitario y de naturaleza algorítmica” (saberes desechables, básicamente) que pueden ser adquiridos de manera deslocalizada y en el propio ordenador. Ni que decir tiene: innecesaria resulta la cultura clásica. Mucho menos el dominio del sentido de la lengua o el fomento de la inteligencia crítica. Al fin y al cabo, el “mundo de mañana” – el que prepara Silicon Valley–  tampoco tiene mucho que hacer con la “cultura del libro”. La nueva pedagogía – con su énfasis en la “participación” y en la “espontaneidad”, más que en la transmisión de saberes – contribuye a transformar la escuela en una guardería. El festivismo globalizado – el mundo de la MTV y de las series, de los realities y de las celebrities,de las Pride y los Halloween, – ilumina las neuronas de los futuros consumidores de “marcas”. Y una fofa “educación para la ciudadanía” disemina la moralina del sistema.
Pero algo diferente es la formación de las auténticas élites. Cuando se trata de producir resultados reales, el Capital no bromea.
El sueño americano de movilidad social infinita es una perfecta falacia. La filosofía cooldel “Just do it” – el eslogan comercial de la firma Nike – exalta un sistema que, supuestamente, siempre recompensa a los emprendedores. Pero los hechos dicen exactamente lo contrario: la movilidad social en los Estados Unidos es mucho menor a comienzos del siglo XXI que medio siglo antes.[12] Los escalones superiores del mundo de la industria, de los negocios y la administración se reclutan, más que nunca, entre un pequeño número de instituciones de elite: las que proporcionan los títulos y los contactos necesarios. Los buenos estudios superiores son demasiado costosos y prohibitivos para la mayoría de la población. “Un buen MBA de Harvard, Standfor, Wharton o el INSEAD es indispensable para comenzar a soñar con llegar a las alturas”.[13]
Unas alturas en las que Homo Festivus – diplomado en la escuela de la ignorancia– ni está ni se le espera. Lo suyo es acumular amigos en las redes sociales o chapotear en el entetanimiento. La americanización de las neuronas se encarga de ello.     
Kits de vida
¿Por qué hay jóvenes occidentales que viajan a Siria y a Irak para convertirse en yihadistas? ¿Por qué muchos europeos de origen, en un número creciente, se convierten al Islam? Horror vacui. Al igual que la naturaleza, el espíritu humano aborrece el vacío. En un sistema donde los polos de referencia se han hundido, es comprensible que muchos busquen la solidez de lo que se presenta como una gran familia, y que se aferren a aquello que el consumismo no puede proporcionar: razones para vivir y razones para morir.
Se buscan “kits de vida”. En un mundo hiperconectado – pero en lo afectivo cada vez más aislado– muchos intentan rehumanizar su existencia, darle un sentido. Y eso abre todo un mercado. La nebulosa “new age” – un recliclado del movimiento contracultural americano de los años 1960– se sitúa a la cabeza de una espiritualidad de bazar, idónea para la sociedad de consumo. Una “religiosidad de segundo orden” (O. Spengler) que el escritor Pascal Bruckner retrata a la perfección: “una espiritualidad pop, un feliz salmigondis de kabala, de hinduismo, de budismo, de chamanismo, que debe proporcionar a las personalidades estresadas el suplemento de alma que conviene a su ambición. Homo globalis quiere ser a la vez Sidartha y Bill Gates (…) Los emprendedores religiosos pululan y acceden a la fortuna de sus clientes revendiéndoles un digesto de teología lista para el uso. La nueva clase mundial acomodada se apodera de las sabidurías anteriores para justificar su dominación y darle un aura de cuasi sacralidad (…) Las multinacionles se descubren una vocación de filósofos colectivos: los eslóganes nietzschianos, spinozistas y socráticos son vehiculados por vendedores de zapatos, de jeans, de tabletas: “piensa diferente”, “llega a ser el que eres”, “just do it”, “sal del montón””.[14] Persuadir al comprador de que, colocándose un pantalón o unas baskets, accederá el estado glorioso de “rebelde” y alcanzará la salvación por la vía laica.
Al erosionar los sistemas de creencia arraigados y sustituírlos por el simulacro y la quincalla, la religión del mercado prosigue su tarea de aculturación. Es en este contexto cuando el Islam –una religión que, ésta sí, habla desde el fondo de los tiempos– cobra su fuerza. Frente a las sabidurías impostadas y la religiosidad de bisutería, el Islam apela a espíritus con ansias de compromiso y de entrega.  También a los que acumulan mayores dosis de resentimiento… 
El Islam es una religión del desierto. Y en Europa – parafraseando a Nietzsche– el desierto crece.  Por donde pasa el americanismo, no vuelve a crecer la hierba.[15]
¿Cultura americana o cultura-mundo?
A estas alturas debería estar claro: lo que aquí llamamos “americanismo” no debe confundirse con el llamado “imperialismo americano”, ni con la expansión de la cultura nacional americana. El americanismo no se remite a un marco territorial. El americanismo – tal y como como escribían Robert Aron y Arnaud Dandieu en los años 1930 – hace referencia más bien a “un marco de pensamiento y de acción: América es un método, es una técnica, es una enfermedad del espíritu”.[16] Cada uno de nosotros lleva su propia América consigo. América es una gran Nada que se expande por el mundo.
“Considero a América como el mayor desarraigador, como el más pavoroso destructor de las identidades nacionales, como una especie de gigantesca lavadora de la memoria de los pueblos, hasta la descoloración completa”. Así se expresaba en los años 1980 el escritor francés Jean Cau. Una afirmación que merece ser puesta en contexto.
En su libro “La cultura-mundo”, el sociólogo Gilles Lipovetsky desmiente la hipótesis de una supuesta americanización del planeta. Lo que estaríamos experimentando, según Lipovetsky, es la expansión de una cultura global (la “cultura-mundo”) que englobaría a todas las culturas, la americana incluída. La expansión de esta “cultura mundo” no implicaría la homogeneización del planeta, sino todo lo contrario: en virtud de un principio de adaptación al medio (que el sociólogo francés llama “glocalización”) las diferencias culturales pasan a integrarse en la estrategia internacional de las grandes firmas (“pensar globalmente, actuar localmente”), de forma que lo que vivimos es una novedosa combinación “de lo universal y lo particular, de lo racional y de lo tradicional, de la unidad moderna y de la diversidad de costumbres”.[17]
La objeción de Lipovetsky merece ser tenida en cuenta. Lo cierto es que las denuncias del americanismo no siempre prestan atención a las formas sutiles por los que éste opera. Pero sorprendentemente, el propio Lipovetsky contradice su tesis: “es la propia América la que se mundializa. Se puede ver en las formas híbridas de los mangas japonenses, los culebrones egipcios o las telenovelas brasileñas o mejicanas, frutos del encuentro entre el modelo USA y las realidades culturales locales”.[18] Ahí está la clave: en la hibridación, que es americana en el modelo – es decir, en el marco de significantes que encuadran una visión del mundo– y es local en las apariencias. Dicho de otra manera: más que una americanización de las culturas del mundo, lo que hay es una adaptación de las culturas del mundo al triple dogma americano del mercado, de los derechos del hombre y del interés individual. Vaciadas de su sustancia –  es decir: de la visión del mundo que vehiculan – las culturas devienen, a la larga, una cuestión de atrezzo.
 
¿”Glocalización”?  La “diversidad” de la cultura-mundo – que Lipovetsky celebra como una explosión de pluralismo– no es más que una forma de segmentar mercados y de fidelizar clientelas. Lo cuál tiene poco que ver con la auténtica cultura. Porque ésta ni se vende ni se contabiliza, sino que se hereda y se transmite. La cultura, o es visceralo no es. Dicho en palabras de Hervé Juvin: “solamente tienen derecho de hablar de cultura aquellos que están dispuestos a morir, o a matar, para que Notre Dame de Paris no se convierta en un parking, o en una mezquita”.[19]
La cultura de la “otra” América
¿Es la cultura nacional de Estados Unidos una víctima más de la “cultura-mundo”?
Si observamos el cine de Hollywood en las últimas décadas, observamos cómo sus producciones exportan una imagen cada vez menos americana y cada vez más cosmopolita. De hecho, el western – el género americano por excelencia– está en vías de desaparición.[20] Una anécdota sin duda, pero que nos permite cernir un fenómeno más amplio. La máquina de aculturación – es decir, la cultura del desarraigo y de la atomización social– actúa también sobre la propia América. El “americanismo” ha cortado las amarras con su identidad de origen.
Decía Denis de Rougemont que, en el ámbito cultural, los Estados Unidos son un país de imitadores. Una afirmación que conviene poner en contexto. Los Estados Unidos como nación han sido algo más que esa dinámica nihilista que han contribuído a poner en marcha. Más alla de su pretensión de representar a todo el género humano, América es también una identidad aparte, con un potencial de ideas, de mitos y de proyectos que, de haber prevalecido en su día sobre el ideal del dinero, tal vez hubieran podido dar lugar a una historia diferente. América ha sido también, en muchos aspectos, una proyección de Europa. Y en ella no dejan de brotar frutos de tal semilla, aunque sea en los márgenes.
Hay otra América. Una América perdida, heredera de los aventureros y los pioneros, de las pequeñas comunidades y de los grandes espacios, del culto a la libertad y a la camaradería. Hay una América en la que anida un sentido de la épica, una virilidad espiritual y un patriotismo que en Europa son sólo recuerdos. Hay una América cuyo imaginario celebra los mitos del pasado europeo, y los prolonga en formas inéditas. Hubo una América de Raoul Walsh y de Frank Capra, de John Ford y de Sam Peckinpah. Una América que asoma en los personajes de Edgar Allan Poe, en las novelas de Henry James, en la poesía de T.S. Eliot, en las pinturas de Andrew Wyeth, y que trasluce la nostalgia de una Europa ancestral, perdida para siempre.
Hay sobre todo una América de la gran literatura. Pocas literaturas nacionales traducen un sentido tan agudo de extrañamiento o de exilio interior. El reverso amargo del sueño americano se retrata en su literatura. Es el sentido de decadencia e íntimo fracaso en Scott Fitzgerald; es la huída al “viejo mundo” en Ernest Hemingway; es la provocación reaccionaria en H.P. Lovecraft; es la rebeldía sobrehumanista en Jack London; es la épica de la derrota en William Faulkner; es la náusea ante el mercantilismo en Henry Miller; es la exaltación de la comunidad en John Steinbeck; es el anhelo de espiritualidad en la generación Beat; es el retrato sardónico del neoliberalismo en Bret Easton Ellis y los escritores de la “generación X”; es el alarido disidente en Chuck Palahniuk. O es, lisa y llanamente, la vuelta a Europa, como en los casos de T.S. Eliot y Ezra Pound.
Hay otra América. Conviene recordar que algunas de las críticas más acerbas de los Estados Unidos han sido formuladas por americanos – los casos de Gore Vidal, de Noam Chomsky o de Oliver Stone son paradigmáticos–. Conviene tener presente que, en la búsqueda de alternativas al ultraliberalismo, desde las universidades americanas se han desarrollado corrientes como el populismo (Christopher Lasch) o el comunitarismo (Charles Taylor, Alasdair MacIntyre). Es preciso también reconocer que, a pesar de su invención de la “corrección política”, en América todavía es posible expresarse con un grado de libertad hoy impensable en Europa, y que Estados Unidos ofrece unas condiciones materiales para el trabajo intelectual muy superiores a las del viejo continente.
Hay otra América. Una América que, desde los márgenes, encabeza la resistencia al mundo que ella misma ha forjado. Es la América “no americanista” cuya voz urge escuchar atentamente.
Disneylandización del mundo
Simbiosis entre cultura y mercado. En América – y por extensión hoy en casi todo el mundo – la cultura es ante todo industrias culturales; esto es, bienes de consumo (commodities). La comercialización de la cultura – unida al igualitarismo y al aborrecimiento de toda jerarquía – ha desembocado en lo que el filósofo francés Dany Robert-Dufour llama el “totalitarismo de la inconsistencia”: un modelo que coloca en el mismo plano “producciones menores y gestos esenciales”, de forma que todo es cultura. Todo equivale a todo. Nada vale, por lo tanto, nada.[21]    
¿Democratización de la cultura? El problema es que, como decía Hanna Arendt, por esta vía no se llega a una cultura de masa sino a un ocio de masas que se alimenta de los objetos culturales del mundo. “Pensar que tal sociedad se convertirá en más “cultivada” con el tiempo y con la educación es un error fatal (…) la actitud del consumo implica la ruina de todo lo que toca”.[22] Para abrirse paso, el consumismo no duda en subvertir, deconstruir, demoler. Objetivo: unificar el universo estético de los pueblos; folklorizar las culturas autóctonas; embalsamar la cultura clásica en los museos. Porque el futuro pertenece a eso que el sociólogo Fréderic Martel llama la “Cultura Mainstream”: “películas, programas de televisión, videojuegos, mangas, conciertos de rock, pop o rap, videos, tabletas y las industrias creativas que los promueven”. No hay otro valor que el del mercado.[23] 
Y así se consuma aquella “homogeneización general del gusto” a la que se refería el Presidente Woodrow Wilson en 1916, en la convención de vendedores en Detroit. Una cultura de la distracción, del parque temático y del simulacro. La disneylandización del mundo.
 
 


[1] Victoria De Grazia, El Imperio Irresistible. Un minucioso análisis del triunfo de la sociedad de consumo estadounidense sobre la civilización europea, Belacqua 2006, pags. 12 y 13.
[2] Thibault Isabel, Le “style paranoide” de l'industrie culturelle américaine. En KRISIS, nº 43, marzo 2016, pag.124. Al explicar la glorificación americana de los tipos vulgares, el crítico Thibault Isabel a la “compensación megalómana”, esto es, a un mecanismo que enmascara un sentimiento de inferioridad, y que permite que el “americano medio” se proyecte en el universo de ficción, y pueda vengarse de todo aquello que no es y que nunca podría llegar a ser. 
 
[3] Giorgio Locchi, Il etait une fois l'Amerique, en Nouvelle École 27-28, automne-hiver 1975, pag. 32.
 
[4] Friedrich Nietzsche, Más allá del Bien y del Mal.
 
[5] Vicente Verdú, El Planeta Americano. Anagrama 1996, pags. 104-108.
[6] El rap “antifrancés” constituye un género por derecho propio dentro de la bien poblada escena musical de las banlieux francesas. Sus mensajes son una exaltación del odio a Francia, del racismo antiblanco, del desprecio a la mujer, de la violencia y del terrorismo contra Francia y sus símbolos. 
 
[7] En su obra: The Rise of the Creative Class (Basic Books New York 2002) el norteamericano Richard Florida hace la descripción laudatoria de las elites beneficiarias de la globalización. Se trata de profesionales muy solicitados como periodistas, estilistas, universitarios, médicos, abogados, ingenieros y cuadros superiores que pueden elegir entre una oferta aparentemente inagotable de empleos apasionantes, y acelerar su carrera saltando entre países, empresas, universidades, hospitales o medios de comunicación. Richard Florida fue considerado como uno de los “gurús” intelectuales del Presidente José Luis R. Zapatero.
 
[8] En el plano político, Nicolás Sarkozy completó la tarea americanizadora de Jack Lang: liquidación del gaullismo, entrada de Francia en la estructura integrada de la OTAN, adhesión a los patrones americanos en los dominios educativo, administrativo y político. Otra muestra de la complementariedad derecha-izquierda en el proceso de americanización de Europa.
 
[9] Jean-Claude Michéa, L'enseignement de l'Ignorance, et ses conditions modernes, Climats 2006, pag. 36.
 
[10] Jean-Claude Michéa, Obra citada, pag. 82.
 
[11] Jean-Claude Michéa, Obra citada, pag. 42. También: Gabriel Sala: Panfleto contra la estupidez contemporánea. Laetoli 2007.  
 
[12] The New York Times (2005), Class Matters. The New York Times Publications. Citado por Carlo Strenger en: La peur de l'insignifiance nous rend fous. Quelle place pour l'individu à l'ère de Facebook? Belfond Pocket 2013. 
 
[13] Carlo Strenger, Obra citada, pag. 94.
Señala Strenger que casos puntuales como los de Bill Gates y M. Zuckerberg (que abandonaron sus estudios antes de tiempo) sirven para alimentar el mito de que el sistema ofrece las mismas oportunidades para todos, con independencia de titulación o diploma. Tras dos decenios de “filosofía Just do it!”, nunca se ha creado tanta desigualdad en el mundo, con un 0,5% de la población mundial acumulando tanta riqueza.  
 
[14] Pascal Bruckner: Prefacio a: Carlo Strenger, Obra citada, pags. 9-13.
[15] En declaraciones de Morten Storm, exyihadista danés arrepentido: “cuando alguien en Europa se convierte al Islam, una de las razones que tienen un gran peso en ello es la falta de identidad cultural y religiosa (…) En Europa hemos perdido nuestra identidad: nos hemos convertido en americanos, en capitalistas, en superficiales... La falta de una cultura propia conduce a mucha gente a convertirse al Islam". http://www.elmundo.es/internacional/2015/10/06/561421c346163f0e4b8b45f1.html
[16] Olivier Dard: “Le cáncer américain”. Un essai emblématique de l'antiaméricanisme francais des années 1930”. Krisis nº 43, mars 2016, pag. 95.
 
[17] Gilles Lipovetsky y Jean Serroy: la Culture-Monde, Réponse à une société désorientée. Odile Jacob 2008, pags. 124-125. Lipovetsky no niega que las industrias culturales americanas dominan, de momento, el mercado mundial. Lo que niega es que todas las culturas del mundo estén en vías de americanización, y señala que el actual predominio americano podría dar paso en el tiempo a una reconfiguración de hegemonías. 
 
[18] Gilles Lipovetsky y Jean Serroy: Obra citada, pag. 137.
 
[19] Hervé Juvin-Gilles Lipovetsky: L'Occident mondialisé. Controverse sur la culture planétaire. Grasset 2010, pag. 165.
 
[20] Gilles Lipovetsky y Jean Serroy: Obra citada, pag. 135.
[21] Dany Robert-Dufour: Le divin marché. La revolution culturelle libérale. Denöel 2007, pag. 180.
 
[22] Hanna Arendt, La crise de la culture, Gallimard 1972, pags. 263 y 270.
 
[23] Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo. Alfaguara 2012, pags. 29-30.

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar