¿Es posible la vía electoral a un mundo nuevo?

Reflexiones después de la derrota

¿Qué pasaría si un buen día se ganaran, no se sabe nunca, las elecciones? Preguntémonoslo ahora que se acaban de perder.

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Ahí donde impera el mayor peligro,
ahí también crece lo que salva.

                                 
Hölderlin

¿Qué pasaría si un buen día se ganaran, no se sabe nunca, las elecciones? Preguntémonoslo ahora que se acaban de perder. Y se acaban de perder cuando, por primera vez en muchas décadas, había surgido en Europa un germen de esperanza, un embrión de cambio —y cambio profundo, radical: no una mera limpieza de fachada. En tres países y en tres ocasiones consecutivas —Austria, Holanda y, la más sonada: Francia— parecía que importantes partidos alternativos, o estaban al borde de la victoria, o alguno de ellos tenía, como mínimo, serias posibilidades de alcanzarla. Ninguno lo ha hecho. Es más, los resultados de Marine Le Pen en Francia han sido, sobre todo después de su desastroso debate televisivo, inferiores a lo que se entiende por una honrosa derrota.

Y, sin embargo, nunca, en Francia al menos, el ambiente cultural, intelectual, había sido y sigue siendo tan favorable a las ideas políticamente incorrectas, rebeldes, iconoclastas: en ruptura con el Sistema. El ambiente cultural, espiritual… Pero ¿y el ambiente social? Rompiendo la hegemonía ejercida durante décadas por el marxismo, llenando el vacío dejado por un inexistente pensamiento de derechas, grandes figuras del pensamiento y de las letras —los Houellebecq, Zemmour, Finkielkraut, Onfray…, cuyos libros se venden por cientos de miles de ejemplares, y a los que hasta cabe ya sumar un cada vez menos demonizado Alain de Benoist— han pasado a estar en el candelero. Al mismo tiempo, y gracias a Internet, toda una amplia red de medios alternativos —la “reinfoesfera”, que sus adversarios llaman la “fachaesfera”— se dedica a reinformar rompiendo el monopolio ejercido por los medios obedientes al Sistema.

Ante semejante situación, ¿cómo no íbamos a jubilar quienes no comulgamos con las ruedas de molino que tragan los biempensantes? Nuestro júbilo era y es legítimo; pero engañoso también. Por importante que sea la “reinfoesfera”, no deja de ser una gota de agua perdida en el océano de los mastodónticos medios de comunicación. Y por lo que respecta al pensamiento expresado por talentosos y exitosos intelectuales, es de pensamiento, es de ideas, obviamente, de lo que se trata: algo infinitamente alejado de las inquietudes del votante medio —ése cuya suma conforma el poder.

En tales condiciones (válidas, en cuanto al adoctrinamiento de los medios, para cualquier otro país), ¿cabe imaginar que alguna vez se pueda obtener en las urnas ese 50,1% de votos con el que se alcanzan las mieles del poder?

Parece imposible. Cosa que, por lo demás, es perfectamente lógica: para lo que está hecha la democracia es para dirimir el acceso al poder sólo entre las fuerzas que, compartiendo la concepción liberal del mundo, configuran “el Sistema” (“el Régimen”, si ustedes prefieren). Ni la democracia ni ningún otro Régimen están hechos para que puedan acceder al poder quienes defienden una concepción radicalmente opuesta a la que configura al mundo.

El problema es que no es eso, sino todo lo contrario, lo que dicen la doctrina, la ley y la propaganda liberales. Legalmente hablando —afirman, y así es— ninguna alternativa, ningún proyecto es superior a los demás. El manto del derecho los envuelve a todos por igual. Nada se opone, por consiguiente, a que quienes defienden una concepción opuesta del mundo lleguen algún día a hacerse con el 50,1% de los sufragios. Legalmente hablando, en efecto… Pero la ley es la ley, y la realidad, la cruda realidad. Ateniéndonos a ésta y al imperio de quienes la dominan, semejante posibilidad parece totalmente inverosímil. Supongamos, sin embargo, que no lo sea. Supongamos que, al menos en una ocasión, el milagro se produzca. ¿Qué ocurriría una vez que los rebeldes alcanzaran el poder?


El deep State

Ocurriría… lo que está ocurriendo hoy mismo en Estados Unidos —y le habría ocurrido, sin duda, a Marine Le Pen en Francia. Ocurriría que los rebeldes llegados al poder se verían en la imposibilidad de ejercerlo. Como le está ocurriendo a ese curioso y rebelde multimillonario que es Donald Trump. Su rebeldía, ni que decir tiene, es sólo parcial. Gran capitalista, el hombre aplica y defiende el capitalismo (valga la redundancia), al tiempo que se rebela contra las ideologías (feminismo, ideología de género, inmigracionismo…) que arropan hoy al Sistema, así como contra la globalización económica y cultural que éste practica. Para ello, adopta medidas que, un día sí y otro también, son descaradamente boicoteadas por el aparato del Estado (al que se suman el poder financiero y el mediático), por todo ese deep State que acabará, o bien expulsando a Trump mediante un impeachement, o bien consiguiendo que él mismo, aferrándose como un náufrago a su poltrona, desvirtúe o deje de aplicar las políticas por las que fue elegido.

¡Santa inocencia!... ¿Quién podía imaginarse que sucediera algo distinto? ¿A quién le cabe en la cabeza pensar que baste alcanzar el 50,1% de los sufragios para que todo un Sistema —económico, político, mediático, social… y mental— mude apaciblemente de piel, cambie de carne, transforme su sangre? ¡¿Como van a ser tan imbéciles quienes poseen los resortes del poder para abandonarlo sin más?! Transformaciones de semejante envergadura no se hacen, nunca se han hecho ni nunca se harán a partir de meras victorias electorales. Lo máximo que éstas pueden hacer es brindar apoyo o dar plasmación a todo un proceso que tiene un nombre tan claro como conocido: revolución.

Pero la revolución que, si quiere salvarse, requiere nuestro mundo, no es cosa de un día. O de una noche: no es cosa de ese Grand Soir con el que sueñan todos los revolucionarios, ya se trate del Grand Soir de la victoria electoral, o del Grand Soir de la toma del palacio presidencial. En ambos casos, el planteamiento no deja de ser el mismo: más elegante y menos sangriento en el primer caso, eso es todo.

¿Tenemos claro cuál es el gran desafío que se plantea hoy ante nosotros? Lo que se plantea es algo de tal envergadura que, por lo que a su importancia se refiere, se asemeja a los dos principales procesos revolucionarios que ha conocido nuestra civilización: el que llevó el mundo de la Antigüedad a convertirse en mundo cristiano, y el que hizo que el mundo aristocrático se transformara en mundo democrático y burgués —cosas ambas que no se hicieron ni en un Grand Soir ni en cien. En el primer caso, el proceso duró cuatro siglos (desde el nacimiento de Cristo hasta el edicto de Teodosio en 380); en el segundo caso, si bien el proceso fraguó en la última década del siglo XVIII y en las primeras del XIX, toda la Edad Moderna puede ser considerada como un sordo, lento encaminamiento hacia su realización.


El gran desafío del mundo de hoy

Todo un enorme proceso de cambio mental, social, ideológico está hoy en juego. (Estar en juego, desde luego que lo está…, lo cual no nos dice, desde luego, ni quién vaya a ganar el juego ni en cuántos años… o décadas vaya a concluir la partida.) Ahora bien, si lo que está en juego es todo un proceso que cabe calificar de revolucionario, el mismo tiene muy poco que ver con lo que habitualmente se entiende por revolución: las de los siglos XIX y XX muy en particular. Por un lado, han dejado de existir aquí el sectarismo, la prepotencia y el autoritarismo que tanto caracterizaron a las revoluciones de aquellos tiempos. Y lo que es igual de importante: se ha dejado de creer en el Grand Soir, se ha comprendido (aunque las viejas inercias hacen que uno, a veces, se ilusione tontamente) que el mundo no se cambia ni venciendo en unas elecciones ni asaltando el Palacio de Invierno. El mundo ni siquiera se cambia mediante la mera acción política, sino a través de una larga labor de lo que se ha dado en llamar metapolítica: modificando las mentalidades, influyendo en las esperanzas, incidiendo en las sensibilidades.

El problema es que, como todo ello se hace a través de la palabra, se ha acabado considerando que basta la palabra para semejante labor. Y no, no basta. Por persuasivo que sea lo que se dice, no basta desplegarlo para que se imponga un nuevo consenso. La palabra es indispensable; pero insuficiente también. Si a ella, por ejemplo, se hubiesen limitado los cristianos, jamás se hubiese transformado el mundo como lo transformó la acción de quienes, además de prédicas y sermones, pusieron en pie toda una extraordinaria infraestructura organizativa centrada en la filantropía activa. Lo reconocía el propio emperador Juliano (“el Apóstata”, lo llama la Iglesia) y lo recuerda Louis Rougier cuando señala que “el triunfo del cristianismo se vio facilitado en gran medida por las numerosas instituciones de asistencia y beneficencia que, fundadas por las iglesias, se nutrían con las donaciones que, durante su vida o en su muerte, efectuaban los ricos”.[1]

Las donaciones que efectuaban los ricos… He ahí el otro aspecto de la cuestión. No cabe duda de que los pobres (en los dos sentidos de la palabra: en el sentido material y en el espiritual que reivindica el Sermón de la Montaña) constituyeron la principal base del cristianismo naciente; pero si las nuevas ideas y creencias no hubiesen calado también en una importante fracción de las élites romanas, su triunfo hubiese sido imposible. Como también hubiese sido imposible el triunfo del pensamiento ilustrado y de la Revolución que éste propició, si aquellas nuevas ideas y aspiraciones hubiesen sido asunto exclusivo de burgueses y pueblo llano; si la nueva concepción del mundo, dicho de otro modo, no hubiese hecho también mella en unos aristócratas que ignoraban por lo demás —simple burla de la Historia— que sus testas serían cortadas y su poder derrumbado.

¡Es tan evidente!... Resulta imposible dar al traste con todo un articulado sistema de ideas, principios,  valores, si las élites que encarnan y promueven los mismos no se hallan contaminadas, de una forma u otra, por las nuevas ideas que llaman a la puerta. De ahí la pregunta, decisiva, capital: ¿ocurre algo por el estilo entre nosotros? No, en absoluto. Nuestras élites —miserables e indignas, pero que se hallan al mando— están puras, incontaminadas: ningún influjo ejercen sobre ellas las ideas que hoy empiezan a germinar. Reconozcamos, sin embargo, que si ello es así, también se debe a que nadie, entre quienes defendemos el nuevo estado de espíritu, ha pensado nunca en incidir sobre nuestras élites, en intentar ganarlas, en la medida que sea, a nuestras posiciones —como el cristianismo ganó (parcialmente, por supuesto) a la aristocracia romana; y el liberalismo, a la europea.


El «pueblo periférico» y el «central»

Por un lado, las élites; por el otro, el pueblo. En efecto. Es el pueblo quien puede ser el gran motor que permita plasmarse un día los profundos cambios que todo ello implica. El pueblo: la gente sencilla azotada por la crisis y la globalización; las capas populares imbuidas aún de apego a la tierra, de respeto a las tradiciones, de amor a la patria (o a lo que de ella queda). “Buenas gentes —decía Antonio Machado— que viven, laboran, pasan y sueñan”; gentes que, “donde hay vino, beben vino; donde no hay vino, agua fresca”. Buenas gentes que, alejadas de los abrumadores monstruos urbanos, establecidas en lo que aún queda del campo o en las pequeñas y medianas ciudades de provincias —en “la Francia periférica”, como la llaman ahí—, siguen apegadas a lo que George Orwell denomina “la decencia común”.

Buenas gentes, gente sencilla y buena. Son ellos —“los deplorables”, como los calificaba Hilary Clinton— quienes llevaron a Donald Trump al poder (no, ya vimos que al poder no: sólo a la presidencia). Son ellos también quienes votaron en Francia por Marine Le Pen.

Basta, sin embargo, recordar tales hechos, y las cosas se complican considerablemente. Porque si la confrontación lo es entre “pueblo” y “élites” o, en términos territoriales, entre “provincias” y “metrópolis”, o entre “periferia” y “centro”, resulta entonces que existe también otro pueblo: el que, ocupando ese “espacio central” que son las grandes ciudades y contando con un número de integrantes igual, sino mayor, que los del “pueblo periférico”, da su respaldo a nuestras envilecidas élites. Hasta se podría decir, ante tan obvia servidumbre voluntaria, que este otro pueblo forma parte de las élites: no de su poder, por supuesto, no de sus ganancias, no de su tren de vida; sí, en cambio, de su espíritu, de su talante, de ese conjunto de anhelos y aspiraciones con los que comulga dicho pueblo . ¿O no es acaso pueblo la gente común y corriente que en Nueva York, Los Ángeles, Filadelfia y tantas otras ciudades se puso masivamente al lado de Hilary Clinton y de lo representado por ella? ¿No es acaso pueblo ese pueblo de París, todo ese conjunto de empleados y empleadillos, funcionarios, obreros (pocos, pero aún quedan), tenderos, estudiantes, pequeños empresarios… de los que en la primera vuelta de las elecciones a la presidencia de Francia sólo se llegaron a reunir 50.000 miserables votos a favor de Marine Le Pen, mientras en la segunda vuelta el pueblo de Paris pasaba a plebiscitar al máximo exponente de la plutocracia mundialista y apátrida —Emmanuel Macron— con nada menos que el 95% de los sufragios? Tales gentes, ¿no serían buenas, sino malas gentes: pueblo convertido en chusma?

Chusma, en parte, lo son: la chusma de las bandas de jóvenes migrantes, árabes o negros, que tal nombre reciben (racaille, en francés); población migrante que, con su nacionalidad francesa en el bolsillo en el caso de muchísimos de ellos, no deja de formar parte, desde una óptica populista stricto sensu, del “pueblo de París” o del de cualquier gran capital. Pero no son ellos quienes aquí importan. No son ellos quienes componen (todavía no) la mayoría de la población.

Y es la mayoría de la población —es el centro, no sólo la periferia— lo que es preciso conquistar. Sin claudicaciones, por supuesto; pero con la inteligencia necesaria para hacerles comprender varias y decisivas cosas.

Para hacerles comprender que sí, hacer dinero, emprender negocios, está bien, es legítimo, es necesario. “Enrichissez-vous”, “¡Enriqueceos!”, que decía François Guizot, ministro de Louis-Philippe d’Orléans. Pero enriqueceos, quienes tengáis ganas, con tino y moderación: huyendo de la hubris, de esa desmesura de la que los griegos huían como de la peste y que, entre otras cosas, lleva a aplastar a quienes, aun sin enriquecernos ni pretenderlo, no tenemos en absoluto por qué empobrecernos (o caer en la precariedad: esa pobreza de nuestros días). Que quienes lo quieran se enriquezcan, pero sin caer en esa maldita hubris que hace que tanto los oligarcas como sus víctimas consideren que las riquezas y el enriquecimiento constituyen el destino mismo de la Humanidad: un destino al que no le queda entonces otro aliciente que el hedonismo rastrero y vulgar que, reduciéndolo todo a una “felicidad” hecha de dinero, consumo y entretenimiento, ignora todo deber y toda obligación. Huyamos, sí, de ese hedonismo, pero no caigamos por ello en el ascetismo y sus rigores; asumamos, al contrario, la única dicha grande y auténtica: la de quienes, sabiendo sacrificarse cuando corresponde, saben gozar tan jubilosa como voluptuosamente.

Lo que hay, en últimas, que hacerles comprender a todos —tanto al pueblo impregnado por el espíritu de las élites como a la parte de éstas cuyos oídos aún no estén completamente obturados— es que estamos todos embarcados en el mismo barco, uncidos a la misma suerte: la de quienes vivimos y morimos sin puerto seguro que alcanzar, sumidos en los vaivenes e incertidumbres de un mundo que, sin asidero al que agarrarse ni Destino al que encomendarse, debe y puede encontrar en ello mismo —desplegando, eso sí, dosis extremas de fuerza, arrojo y entereza— el más alto destino que alcanzar se pueda.

Y puestos a hacer comprender cosas (por cierto, ¿cuántas veces se han intentado explicar tales cosas?), también se debe hacer comprender —a todos: a élites, “pueblo central” y “pueblo periférico”— que sí, es cierto, somos conservadores; sí afirmamos la tradición, ese vínculo con nuestros antepasados que es ineludible conservar. Pero conservar… ¿qué, en realidad? Lo que es imprescindible conservar son los grandes valores de nuestra cultura, de nuestra civilización, pero arrojando por la borda —¡sí, también somos revolucionarios!— todo lo que se impone arrojar del enjuto, cerril, obtuso espíritu conservador. Que se tranquilicen los hombres y mujeres libres que temen por su libertad: ni el puritanismo, ni el rigorismo deben marcar el mundo nuevo que, entre todos… o luchando entre todos, vamos tarde o temprano a forjar.

Que se tranquilicen también quienes, apegados a los derechos del individuo, temen que, a fuerza de tanto afirmar lo colectivo —la patria, la raigambre histórica…, esas cosas que tan nerviosos les ponen—, sea la autonomía individual la que se vea menoscabada o aniquilada. Tranquilícense: ocurre exactamente todo lo contrario. Es al diluirse los lazos colectivos; es al perderse esa continuidad temporal en que consiste la historia de un pueblo; es al quedarse el hombre desnudo y sin destino, abocado a la muerte; es, en una palabra, a partir de la desidia del hombre apátrida, cuando el imperio de los hombres libres —esas personalidades fuertes y diferenciadas— se ve sustituido por el gran amontonamiento del hombre masa, indiferenciado e impersonal: esa especie de zombi gregario que va errando de aeropuerto en aeropuerto, entre las oficinas y asfaltos de un mundo tan indistinto como globalizado, carente de historia, desprovisto de personalidad.

También aquí, sin embargo, se deben precisar las cosas como se precisaron ya al liberar de diversos lastres al espíritu conservador. También hay que liberarlo del patrioterismo: ese enfangar la patria en el lodazal de una vanidad tan pomposa como huera; ese envolverla en la vulgaridad sectaria y soez que lleva a los patrioteros a creerse los mejores gallitos del corral, los que desprecian y hostigan a un vecino que pertenece, sin embargo, a su mismo linaje y con el que comparten, en Europa al menos, un mismo aunque diferenciado destino.

El patrioterismo, esa peste que, adueñándose de Europa, la destrozó hace un siglo, no se vence con el individualismo mundializado y el atomismo indiferenciado. Al patrioterismo sólo se le vence con los lazos de la comunidad que abrazan y, al abrazar, liberan; y, al prodigar su calor, engrandecen. Recordemos tales cosas tanto al “pueblo periférico” como al “central”. Al primero, a ese pueblo que aún cree en el destino colectivo, para evitar (aunque no se atisba hoy ningún indicio) que la tentación patriotera pudiera algún día volver a adueñarse de él. Al otro pueblo, al que en las grandes ciudades ya no cree en nada, para convencerle de que sólo así le será posible salir de la muerte que nos deja sin nada.



[1] Louis Rougier, Le conflit du christianisme primitif et de la civilisation Antique, GRECE, Paris, 1974, p. 70.

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