Los 300 de Ceuta

Una gota de agua, es cierto, al lado de los millones que nuestros oligarcas van a seguir enviándonos —o dejando entrar, que para el caso es lo mismo.

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No, no, nada que ver con los 300 de las Térmópilas, aquellos valerosos espartanos que, a costa de su vida, salvaron a Europa de la invasión de los persas. O sí, tiene mucho que ver, pero…. exactamente al revés. Aquí, aparte de que no ha habido que “deplorar ningún muerto”, como dicen las gacetillas, sino sólo las dos piernas rotas de un policía español, los 300 en cuestión no eran los defensores de Europa, sino sus invasores: los ciudadanos de piel de color oscuro que el pasado 7 de agosto volvieron a dar el salto en Ceuta y penetraron por la fuerza en territorio de los ciudadanos de color blanco.

Disculpad esas ridículas perífrasis, pero no sé cómo llamarlos para no incurrir en grave delito contra la biempensancia. Negros, ni hablar; de raza negra tampoco (¡las razas no existen!, ¿no será usted nazi?); subsaharianos es una ridiculez, y africanos, una falsedad, pues los magrebíes son igual de africanos y, en este caso, “no había moros en la costa”, como decimos en España desde que los berberiscos asaltaban nuestro litoral para llevarse a la gente como esclavos.

Llamémoslos, pues, remplazantes, dado que a lo que vienen, en la migración de mayor calado que "jamás vieran los siglos", como decía de la batalla de Lepanto aquel celebérrimo escritor y soldado que acabaría como esclavo en Argel, es a una sola cosa: a efectuar el Gran Remplazamiento (como lo llaman en Francia) de una población europea cuya base étnica y cultural quedará transformada de arriba abajo cuando hayamos llegado a ser minoritarios —tal es el objetivo de los “globalizadores” que nos democráticamente nos sojuzgan— frente a los millones de remplazantes venidos de otras etnias y culturas (razas no, puesto que están prohibidas).

Volviendo a los 300 del otro día, ¿los habéis visto? ¿Habéis visto cómo estaban de dichosos después de su “hazaña”? Gritaban, saltaban, se revolcaban por el suelo, brincaban como salvajes. Helos aquí.


Lo curioso de esta última penetración es que esta vez ya ni se han tomado la molestia de intentar franquear la valla. ¡Por Dios (por Alá, perdón)!, es demasiado cansado y arriesgado encaramarse hasta ahí arriba, sobre todo cuando hay una solución mucho más sencilla en la que hasta ahora no habían caído: entrar como Pedro por su casa, pero corriendo y en masa, por la puerta principal, ahí donde a las cinco de la madrugada sólo había tres o cuatro policías que, teniendo prohibido usar sus medios de defensa contra los agresores, no pudieron obviamente hacer nada para impedir su entrada, salvo dejarse uno de ellos las piernas en la acometida.

Es de esperar que las autoridades tomen las medidas pertinentes (nuevas barreras, una valla aún más alta, un puente levadizo quizás…, ¡qué sé yo!) para impedir que otros asaltantes puedan repetir tal astucia. Es otra cosa, sin embargo, lo que deberían hacer las autoridades —pero tranquilícense las bellas almas y los colaboracionistas de toda calaña: no ocurrirá—: acabar una vez por todas con esa argucia formalista, con esa triquiñuela de picapleitos según la cual tan pronto como un invasor ha pisado el suelo de un país ya no se le puede devolver, en el acto, al lugar del que procedía.

Sólo entonces se dejarían de ver imágenes tan lastimosas como la que ofrecen esos “nuevos españoles”: los últimos 300 remplazantes venidos a remplazarnos. Una gota de agua, es cierto, al lado de los millones que nuestros oligarcas van a seguir enviándonos —o dejando entrar, que para el caso es lo mismo.

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