Después de Barcelona

Mirad la foto: el rey, Rajoy, Puigdemont, la Colau, Soraya, todos con gesto triste pero decidido, aplaudiendo y, en el fondo, aplaudiéndose a sí mismos, llorando la muerte sembrada en Barcelona –llorando sinceramente, yo no digo que no–, pero al mismo tiempo resueltos a seguir predicando el discurso de la resignación, el "tenemos que vivir con esto".

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Mirad la foto: el rey, Rajoy, Puigdemont, la Colau, Soraya, todos con gesto triste pero decidido, aplaudiendo y, en el fondo, aplaudiéndose a sí mismos, llorando la muerte sembrada en Barcelona –llorando sinceramente, yo no digo que no–, pero al mismo tiempo resueltos a seguir predicando el discurso de la resignación, el “tenemos que vivir con esto”. Sí, ellos se han resignado a vivir con esto. Porque si no se resignaran, tendrían que hacer políticas exactamente contrarias a las que están haciendo. Y la clase política europea, y en particular la clase política española –tan doméstica, tan aldeana, tan enredada en sus propias querellas de pueblo–, es incapaz de hacer otra política. Vedlos ahí: tienen delante la muerte de masas parida por un desafío de civilización, pero sólo son capaces de ver sus propios problemas.

Miradlos bien. Y escuchad sus discursos, su retórica de “firmeza ante el dolor” y de “dignidad democrática” (¿a qué nos recuerda?). Es la retórica de la impotencia. No, ellos no acabarán con el terrorismo. Podrán desarticular hoy una célula, mañana otra, tal vez, pero el poder no será capaz de vencer al terrorismo islamista. No podrá vencerlo porque el poder hoy vigente en Europa –y en España– se niega a aceptar la verdadera naturaleza del yihadismo. Y jamás podrá derrotarse a un enemigo si se renuncia a pronunciar su auténtico nombre.

El sistema dominante, por razones políticas, económicas e ideológicas, no puede aceptar que la violencia de carácter religioso–político es una constante estructural de las sociedades musulmanas desde su mismo origen. No puede aceptarlo porque eso significaría desmontar el mito universalista, cosmopolita, de la sociedad global. Significaría reconocer que no todas las culturas son solubles en la nuestra. Más concretamente: que el islam no es soluble en la sociedad europea. Y entonces, si se reconociera eso, se haría inviable el proyecto de reemplazar el vacío demográfico europeo con población alógena, se acabaría el propósito de multiplicar nuestra productividad con un aluvión de mano de obra menos exigente, se acabaría la fantasía de una sociedad global tan elástica que todos puedan caber en ella. Se acabarían, en definitiva, todos los objetivos, proyectos, principios y discursos que mueven a la oligarquía europea –política, mediática, económica– desde hace años, lo mismo a derechas que a izquierdas. Se hundiría el sistema. Por eso los que mandan se resignan. Por eso nos previenen contra la “islamofobia”. Por eso nos mandan callar.

Por qué hay “yihadismo”

Y sin embargo, precisamente ese es el problema: eso que hoy llamamos “terrorismo yihadista” no es un fenómeno reciente, ni es producto de causas concretas vinculadas a la política mundial presente, ni viene de la mano de grupos específicos que persiguen una finalidad política actual. Por el contrario, la violencia yihadista forma parte del despliegue histórico del islam desde su origen. Hoy viste unas ropas como ayer vistió otras. El asunto es tan obvio y sabido que resulta ya enojoso tener que repetirlo, pero, puesto que el poder sigue mintiendo, habrá que recordarlo.

El islam arrastra desde su origen en el siglo VII una suerte de insuficiencia estructural que descansa sobre tres elementos. Primero, la confusión plena de las esferas política y religiosa, que hace extraordinariamente difícil para el musulmán vivir bajo un sistema político ajeno a la ley religiosa islámica. Segundo, la inexistencia de un clero regular autorizado para hacer evolucionar la doctrina al ritmo de los tiempos, porque Mahoma murió en el año 632 sin dejar un cuerpo específico de clérigos y todo cuanto el fundador dijo fue palabra de Dios, de manera que nadie tiene autoridad para imponer a los fieles una interpretación actualizada de la letra original. Tercero, la justificación religiosa de la violencia –la forma bélica del “yihad”– para imponer un orden político acorde con la letra de la doctrina islámica; justificación que nadie puede atemperar, matizar o adaptar a los tiempos porque nadie hay con autoridad suficiente para obligar al conjunto de los musulmanes.

Cada uno de esos tres elementos nutre a los otros dos, y así nos encontramos con un paisaje mental donde apenas nada ha cambiado desde el siglo VII. De aquí han nacido tres guerras simultáneas en el seno del mundo musulmán. Una es la guerra que el musulmán declara al infiel, que es una de las formas cabales del yihad. Otra es la que aparece en torno a 656, cuando se produce la ruptura de la comunidad islámica en dos, y es la que el fiel suní declara al fiel chií. La tercera guerra es la que el musulmán ortodoxo declara al musulmán tibio, relajado o apóstata, y de ésta hay antecedentes históricos tan relevantes como la invasión almorávide de Al–Andalus en 1086 o el llamamiento de Ibn Taymiyya contra los musulmanes mongoles en 1303. Las tres guerras continúan hoy. El tiempo pasa. El problema permanece.

Por supuesto, la larga y rica historia del pensamiento islámico también ha alumbrado centenares de corrientes y doctrinas perfectamente capaces de acompasar la letra del Corán a los tiempos, de integrar al fiel en órdenes políticos ajenos al islam y de relativizar la justificación religiosa de la violencia. Claro que hay un islam pacífico. El Islam no es sólo uno, como no lo es el cristianismo. Pero lo relevante es que ninguna de esas corrientes y doctrinas tiene autoridad para imponerse sobre las versiones radicales, integristas, fundamentalistas, tradicionales, literalistas o como se las quiera llamar. Al revés.

En efecto, en el islam, donde la palabra de Dios fue revelada de una vez y para siempre a un solo hombre, la reivindicación de antigüedad es un aval frente a cualquier reformismo. Toda la historia del islam está llena igualmente de movimientos de retorno a la pureza originaria, a la fe de los ancestros (“salaf”, y de ahí el término “salafismo”). Por eso el salafismo, en sus diferentes formas, es una tendencia permanente en el islam: si las cosas van mal –dice el salafista–, es porque nos hemos apartado de la pureza original. Ahora bien, la “pureza original” es un texto del siglo VII. Y vuelta a empezar. El papa Benedicto XVI lo expuso de una forma extremadamente diplomática en su célebre discurso de Ratisbona, aquel que tantas críticas le costó por parte del rebaño progresista y globalista. Pero Ratzinger tenía razón, en esto como en tantas otras cosas. No puede extrañar, después de todo, que terminaran confinándole en un monasterio dentro de los muros del Vaticano: sencillamente, estaba diciendo una verdad que nadie quería oír.

La ceguera de Europa

Nadie conoce esto mejor que los propios musulmanes. De hecho, la historia de las sociedades musulmanas es, en buena medida, la historia de su lucha permanente contra sus propias contradicciones estructurales. Lucha que en ocasiones ha salido bien y en otras ha salido mal. El yihadismo, la violencia de justificación religiosa, es una constante en esa civilización. Sus principales víctimas son, evidentemente, los propios musulmanes, pero esto no es ninguna novedad, al revés. La novedad es que hoy nosotros, europeos, hemos importado sobre nuestro suelo ingentes masas de población musulmana y, con ellas, hemos importado también sus querellas y desgarros, pensando, con típica petulancia moderna, que todo eso quedaría neutralizado, suturado, por la “superioridad natural” de nuestra civilización, tan cosmopolita y acogedora. Pero no.

Las culturas y las personas no son intercambiables. Las identidades no son solubles unas en otras. Al menos, no siempre. Europa, la Europa actual, la que arranca del Tratado de Maastricht, del frustrado proyecto de Constitución de 2004 y del posterior Tratado de Lisboa, se ha querido construir como una suerte de espacio nuevo sobre la eliminación paulatina de las soberanías nacionales y las identidades culturales (religión cristiana incluida). Todo lo que estamos viviendo en los últimos años en todos los países europeos, desde la desconstrucción de la institución familiar hasta la desregulación laboral y el desmantelamiento del carácter nacional en los programas de enseñanza, pasando por la supresión de instancias nacionales de decisión política, todo apunta deliberadamente a lo mismo: a edificar una especie de Tierra Nueva sin raíces, sin identidad, sin dios propio, sin ancestros, sin fronteras. Europa como laboratorio del mundo nuevo de la globalización. El maridaje entre el capitalismo financiero y el progresismo ideológico, cada vez más obvio, se explica precisamente por la coincidencia en el proyecto globalista. El mercado sin fronteras y la sociedad sin identidad responden a un mismo impulso.

En ese contexto, la afluencia de población extranjera ha sido un claro elemento de consenso. Al nuevo capitalismo transnacional le interesa un mundo económico sin fronteras. A las oligarquías europeas les interesa compensar rápidamente un imparable declive demográfico. A la gran industria le interesa contar con mano de obra barata y sin las exigencias del obrero europeo. A las instituciones de Bruselas les interesa desmontar el entramado nacional europeo (¿qué otra cosa es la Europa histórica sino, precisamente, un entramado de naciones?). A los fanáticos de la “fraternidad universal” les interesa una Europa sin religión ni raza. Y bien, he ahí a todos de acuerdo. Max Weber llamaba a eso “constelación de intereses”. Resultado: la ininterrumpida afluencia de inmigrantes desde los años 70 y el colofón de la brutal crisis migratoria que ha vivido Europa en los dos últimos años, adecuadamente vendida por la mayoría mediática como “deber de acogida al refugiado”. Hoy estamos donde estamos.

Pero resulta que no: que las personas no son intercambiables, que las comunidades tienen su propia lógica, que las identidades culturales existen y que esa idea de la “sociedad sin identidad” es, a su vez, una idea muy específicamente occidental, es decir, una idea que a otras identidades les resulta inaceptable. Y

mientras tanto, en las masas de inmigrantes musulmanes acumuladas en Europa durante cuarenta años se han reproducido los mismos patrones culturales (y las mismas patologías) que han caracterizado a las sociedades islámicas desde siempre. No se han hecho “occidentales” porque no quieren serlo y porque, a la postre, ser “occidental” no es realmente ser nada (no si prescindimos de nuestra verdadera identidad histórica), pero ellos sí quieren ser algo. Así nosotros, europeos sin alma, hemos importado a nuestro suelo una realidad ajena. Una realidad que hoy explota aquí como lleva mil cuatrocientos años explotando en su suelo originario.

Sólo dos opciones

Esto es lo que hay. Propiamente hablando, un desafío de civilización. Y por eso resulta tan penoso el espectáculo de nuestra oligarquía (política, mediática, financiera) tratando de travestir la realidad para venderla como lo que no es.

En España, donde hace años que toda inteligencia parece haber desertado del espacio público, nuestros políticos y opinadores han reducido al absurdo el discurso cobarde y suicida de la resignación. Ha sido bochornoso ver a nuestro Gobierno balbucear explicaciones retóricas sobre el “mal global” que amenaza globalmente a la “democracia global”. Bochornoso porque, implícitamente, nos están diciendo que no pueden protegernos, pues nada puede hacerse contra un mal “global”. Ha sido ya no bochornoso, sino simplemente indignante, ver a la izquierda habitual deshacerse en alardes morales sobre el deber de acogida y la prevención contra la islamofobia. Ha sido indignante escuchar de labios de los poderosos la tópica apelación a “no tener miedo”. Eso es fácil decirlo cuando uno vive rodeado de medidas de seguridad que pagan los contribuyentes. Esos mismos contribuyentes que son precisamente las victimas del yihadismo, porque ningún grupo islamista ha atentado aún contra un rey, un jefe de estado, un ministro, un carnaval LGTB o un banquero. Ellos no tienen miedo. El miedo lo tenemos los demás, los de a pie, los que pagamos para proteger a otros. Ha sido, en fin, devastador leer a las alcaldesas de Barcelona y París, Ada Colau y Anne Hidalgo, escribir al unísono –con sorprendente sintonía– sentidas protestas de sensibilidad herida lamentándose de que la violencia manche de semejante modo “ciudades de amor y tolerancia”, comentarios que recuerdan demasiado a los que podría hacer la patrona de un burdel después de una pelea en la barra. Volved a mirar la foto de los jerarcas enlutados: ¿Esta gente ha de salvar nuestra civilización? ¿De verdad?

En realidad, no hay más que dos opciones. La primera es seguir apostando por una Europa cosmopolita y líquida, sin identidad histórica, donde todos quepan, asumiendo el terror como un mal inevitable pero pasajero, en el camino de la construcción de una sociedad global pacificada. Sobre esta primera opción se alinean hoy todas las estructuras del poder, sin distinción de ideologías. La segunda opción es, al contrario, constatar que no todos los grupos humanos son solubles en otros, que no todas las culturas son solubles e otras, y en consecuencia apostar por reafirmar la identidad propia y excluir a quien la amenace. Esta segunda opción es absolutamente intolerable para el poder; sin embargo, gana progresivamente espacio entre el pueblo, seguramente por puro instinto de supervivencia. Sólo dos opciones. Hay que elegir.

© La Gaceta

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