Cuando salta, incandescente, la Historia

Esos momentos álgidos, cuando retumban los tambores, resuenan los clarines. Cuando salta, incandescente, la Historia, se abre el mundo y apunta el rostro vertiginoso de lo desconocido.

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Hay en la vida momentos y momentos. Hay los momentos apacibles, tranquilos —sosos, rutinarios, aburridos. Sólo se oye entonces el runrún sordo y gris de los días. Y hay los otros: los momentos álgidos, cuando se oyen los tambores, resuenan los clarines. Cuando salta, incandescente, la Historia, se abre el mundo y apunta el rostro vertiginoso de lo desconocido. Cuando la Historia vive sus horas más altas y una luz densa y dura envuelve esos días que —ganen unos, pierdan otros, o perdamos todos— acabarán inscritos en sus anales.

En ésas estamos. En ésas está ahora mismo el país: impaciente y reteniendo el aliento, marcando el compás de espera, en vísperas de unos momentos en los que —lo sepan algunos o lo barrunten oscuramente todos— España se está simplemente jugando el tipo. Está ella impaciente, como impacientes estamos… tanto ellos como nosotros. Tanto los que quisieran destruir como los que quisiéramos salvar a esa patria nuestra. (La patria…: suena de nuevo —débil, tímidamente aún— la palabra que antes de que la prohibieran era sagrada.)

¿No veis cómo, en pocos días, está empezando a cambiar todo? Vertiginosamente. ¡Quién lo iba a decir! El adormilado Registrador de la Propiedad parece despertarse al fin y promulgar las primeras medidas, insuficientes pero serias (¡las hubiese tomado hace años!...). Los propios periódicos del Sistema (sólo hablo de ellos; nunca miro “el invento del Maligno”, que diría Dragó) dejan de usar el melifluo término de soberanistas para emplear palabras tan sencillas como claras: secesionistas, independentistas… (Sediciosos llegará cuando, proclamada la sedición, impedidos los pasteleos que tanto desearía el Registrador, se encuentren entre rejas los delincuentes.) ¡Y la gente, sobre todo la gente!... Ahí está por fin esa gente nuestra: amorfa, indolente, carente de resuello en el alma y de sangre en las venas; esa gente que sólo vibraba cuando ganaba la Roja; esa gente, ese pueblo que empieza ya a colgar banderas en balcones y ventanas al tiempo que aclama a las tropas que parten al frente.

No toda la gente, por supuesto. Ni siquiera —hoy por hoy— la mayoría. Los apátridas e indiferentes siguen siendo, ¡faltaría más!, dominantes. ¿Qué queréis? No es en cuatro ni en cuarenta días como se curan cuarenta años de adoctrinamiento en la destrucción de la idea de un Destino común. Máxime cuando los apátridas y destructores siguen empeñados en que la afrenta sólo va contra la Constitución y la Democracia: esa cosa implantada hace algunas decenas de años. No contra España: esa cosa implantada hace algunas decenas de siglos.

Mientras tanto, un clamoroso silencio se oye todos los días, a todas horas, procedente del Palacio de la Zarzuela.

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