El mal francés

Desde que en los años ochenta la influencia de San Foucault y compañía infectó las universidades americanas, los estragos de lo que el gran Harold Bloom denominó el mal francés no han dejado de corromper la mente de europeos y americanos.

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Podemos es una fuerza del Sistema, su extremo, su pandilla de la porra, sus SA, el rottweiler que enseña los colmillos a los disidentes. Los militantes de este movimiento son el producto más acabado de la educación en los valores de la extrema izquierda, de la inmersión ideológica en el marxismo cultural, de cincuenta años de abandono de la cultura europea ante las camarillas intelectuales de la gauche caviar. Desde el círculo minoritario de los discípulos de Foucault, Althusser y Derrida hasta las hordas de semianalfabetos que arrasan los barrios ante un llamamiento en las redes sociales, existe una cadena de transmisión de la ideología neomarxista que se origina en los gabinetes de Berkeley y la Sorbona, se vuelve ortodoxia intelectual con la prédica puritana de la corrección política y llega a cada escolar a través de un sistema educativo en que el lenguaje, la historia y hasta los juegos han sido debidamente adaptados por psicopedagogos y profesores. 

 Lo sucedido este fin de semana en Madrid demuestra la capacidad de la extrema izquierda para convertir una desgracia en un "crimen" y, luego, en una magnífica ocasión para crear disturbios y pervertir la realidad, ese constructo. Mmame Mbaye murió de un ataque al corazón mientras escapaba de la policía municipal madrileña; los agentes lo atendieron, practicaron con él la reanimación cardiorrespiratoria e hicieron todo lo posible por salvar su vida. ¿Mataron los policías al mantero senegalés? No, todo lo contrario. Pero los hechos no van a estropear una estupenda oportunidad para crear conflicto, para demostrar la capacidad de la izquierda de soltar rehalas de encapuchados a amedrentar a los viandantes, destrozar lo que encuentren a su paso y campar a sus anchas por las calles.

A Mbaye no le mataron los policías, no se trató de ningún crimen racista ni de nada parecido. Pero las hordas rojas no pueden detenerse en semejantes distingos jurídicos y racionales. Si no le mató el supuesto racismo policial, entonces su muerte se debe al capitalismo, ese fantasma que recorre Europa y, en especial, los aledaños de Lavapiés y Tirso de Molina. La gimnasia revolucionaria no necesita de más motivos que la simple praxis, l´art pour l´art aplicado a la kale borroka.

El capitalismo no sólo ha matado al pobre Mbaye, también, por lo visto, según Luis García Montero, es el inspirador de la muerte de Gabriel Cruz, circunstancia en la que su madrastra y supuesta asesina parece no tener responsabilidad (curioso racismo el de los antirracistas, que creen que los negros son incapaces de hacer el mal, como el resto de los humanos). Sin embargo, tanto el senegalés como la dominicana vinieron al malvado mundo capitalista a tratar de prosperar en él. No emigraron a Cuba, a Bolivia o a Venezuela, paraísos podemitas al alcance, sobre todo, de Ana Julia Quezada. ¿Quién dijo realidad?

García Montero titula su artículo “Todos somos Ana Julia”. Yo, desde luego, no. Me niego a serlo. Allá los señoritos progres con sus afinidades. Además, no disfruto de las condiciones que hacen que García Montero se apiade de alguien. Si el asesinato de Gabriel lo hubiese cometido un hombre blanco, heterosexual y español, seguro que el marido de Almudena Grandes no hubiera escrito un artículo con el título “Todos somos Fulanito”. Estaría pidiendo cárcel perpetua, castración y Dios sabe cuántas cosas más. Desde su púlpito de gran dictadora moral, la élite académica se permite el lujo de imitar a Jean Genet y flirtear con los delincuentes más despreciables, en una aberrante versión del siente usted un pobre a su mesa. A la crema de la intelectualidad le encanta dar la nota rompedora y profunda, cuando en realidad se limita a reflejar los lugares comunes de la progresía más rancia, la que en mis años mozos alababa la vía rumana al socialismo y leía el Libro Rojo de Mao mientras criticaban a la burocracia de Brezhnev que, comparada con sus rivales, era una solución bastante aceptable y civilizada. Pero esto –la realidad– era demasiado aburrido para los niños bon chic–bon genre que bebían el tósigo de Les Temps Modernes. Para la gente de mi generación, artículos como el de García Montero parecen un déjà vu, un traje pasado de moda, un vino picado. Hoy, lo verdaderamente provocador es pedir la pena de muerte. Por eso nadie lo hace. Los remilgos buenistas de García Montero negándose a compartir la indignación de los red necks ibéricos están más que vistos, es lo que siempre han hecho los exquisitos petimetres frente al pueblo, frente a los que hablamos en román paladino y creemos que el que la hace la paga, sea hombre o mujer, blanco o negro, español o extranjero, moro o cristiano. 

Si esto es lo que opina la Academia bienpensante, ¿cómo extrañarnos del vandalismo de sus cachorros?

Desde que en los años ochenta la influencia de San Foucault y compañía infectó las universidades americanas, los estragos de lo que el gran Harold Bloom denominó el mal francés no han dejado de corromper la mente de europeos y americanos, de degradar los cánones intelectuales y artísticos y, sobre todo, de pervertir la historia, las costumbres y hasta las relaciones entre los sexos. Todo pasa a ser una lucha entre unos supuestos opresores y unos no menos hipotéticos oprimidos, desde la forma de sentarse, vestirse o cortarse el pelo hasta la conducta privada de poetas, pintores y músicos. Es una guerra civil permanente, el sueño de Lenin llevado al paroxismo. Esta sífilis del espíritu también provoca la parálisis y la ceguera intelectual, deriva en locura y acabará con la muerte de Occidente. Podemos es uno de sus chancros.

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