Sweet home Alabama

Sí, decididamente, algo muy válido, se puede sacar incluso del rock. No desesperemos.

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La industria musical es la voz de su amo, uno de los instrumentos esenciales de la homogeneización planetaria, de la aculturación global, el ruidoso heraldo del pensamiento único. La clave de su éxito reside en su simpleza, en la repetición insistente y, sobre todo, en el patrocinio multimillonario de los grandes poderes mundialistas. Difícilmente se puede encontrar un instrumento más idóneo para embrutecer, atontar y disipar a los ciudadanos y convertirlos en perpetuos adolescentes. La corrección política no encuentra mejores voceros para vender su mercancía fraudulenta que un rockero setentón o un teenager imberbe, los dos igual de descerebrados y de ignorantes, que pontifican sobre lo que no conocen entre una y otra desintoxicación.

Eppur... pese al hegemónico papel del rock en la transmisión de los valores de la plutocracia mundialista, algunas muestras de excelencia y de inconformismo verdadero se han producido en este frenopático sonoro de la decadencia cultural. Sin duda, el caso más llamativo es el de Lynyrd Skynyrd, que con Sweet Home Alabama proporcionó a los blancos del Sur americano una seña de identidad sonora que sólo se puede comparar con la tradicional Dixie. La canción surgió como una respuesta frente a dos temas –Alabama y Southern Man– del insoportable (pero genial) Neil Young, en las que el canadiense, con la típica superioridad moral de los liberales yanquis, ofendía a los sureños y hasta les exigía que indemnizaran a los negros por los beneficios obtenidos durante la esclavitud. Young olvidaba que el Sur ya fue suficientemente saqueado, expropiado, destruido y violado durante los muy duros años de la ocupación nordista, que convirtieron a los valientes estados de la Confederación en los más pobres de América.

La caricatura racista de los rednecks sureños, de los hillbillies blancos en Alabama y Southern Man es un lugar común entre los progres yanquis. Lo que no se atreven a decir de los negros, de los hispanos o de los musulmanes, lo pueden soltar contra la white trash, porque siempre contarán con el aplauso de la biempensancia académica y cinematográfica. Baste con ver la atroz presentación de los hillbillies en el duelo de banjos de Deliverance, donde el director no se ahorra ni uno sólo de los estereotipos infamantes contra los granjeros pobres de América. Para el que siga ese dechado de adoctrinamiento y corrupción masiva de la juventud que son Los Simpson, el personaje de Cletus le resultará un muy familiar ejemplo de este supremacismo antiblanco. Es curioso que quienes piden Respect a voz en grito para cualquier recién llegado a Estados Unidos humillen sin compasión a los hombres que le han dado al país sus mejores músicos, poetas y soldados.

Pero, a veces, a los racistas les sale el tiro por la culata. La ofensiva de la administración Obama por borrar la memoria de la nación confederada, por envilecer y ensuciar la historia de sus héroes, encontró una activa contestación entre esos mismos trabajadores, entre esa white trash a la que los demócratas no han parado de discriminar y empobrecer. La más memorable de esas reacciones dio lugar al triunfo de Donald Trump, ese efímero capricho de la Historia que ahora claudica día sí y día también frente al Deep State liberal. Cuando, en 2016, la corrupta, belicista y feminazi Hillary Rodham Clinton trató a los trabajadores blancos miserizados por su administración de "basket of deplorables", se condenó a perder las elecciones presidenciales y le regaló varios millones de votos a Trump. Pisotear a los rednecks ya no sale gratis. Demonizar al blanco pobre, que hasta ahora ha sido un rito de paso de cualquier aspirante a triunfador en el establishment, no seguirá siendo una diversión inocua, un deporte tradicional de los académicos de la Ivy League. Tras cincuenta años potenciando el negocio de las minorías, los hillbillies se han dado cuenta de que tienen que operar con los mismos criterios de solidaridad étnica que sus rivales.

Los Lynyrd reaccionaron en 1974 frente a la arrogancia yanqui con una canción que alcanzó un significado muy superior al que sus autores pretendían. Cuando Ronnie Van Zant inicia el célebre:

Big wheels keep on turning
Carry me home to see my kin

da las primeras esencias del tema: la vuelta al hogar, a ver a su gente, a su clan, a los suyos. La palabra kin en inglés tiene un significado especial, relacionado con el latino genus, y que indica un parentesco de sangre, de estirpe. Movido por la nostalgia de los cielos azules de Alabama, el narrador vuelve a su patria, harto de quienes, como Neil Young, a quien esta canción inmortaliza, los critican sin conocerlos y pretenden culpabilizarlos, avergonzarlos de su pasado y reprocharles los supuestos crímenes de sus ancestros. ¿No nos suena esto a los europeos y, en especial, a los españoles?

A todo ello, el cantante responde despreciativo:

Well, I hope Neil Young will remember
A Southern man don´t need him anyhow

Es decir: métete en tus asuntos y déjanos en paz. El tono vulgar y antigramatical de la respuesta es el del pueblo llano, el de la gente de a pie de Alabama, Mississippi, Kentucky o el musical Tennessee, cuna del country, ese tesoro cultural de raigambre celta. No olvidemos que, al revés que entre los yanquis anglogermanos, en los blancos del Sur abunda la sangre escoto-irlandesa y su origen gaélico quizá tenga algo que ver con su legendaria amabilidad y su talante caballeresco. Curiosamente los Lynyrd Skynyrd eran sureños, pero no de Alabama sino de Florida.

Además, las muy polémicas menciones al gobernador de Alabama, el incombustible Georges Wallace, acabaron por exasperar a los progres yanquis y de exaltar a los rednecks no sólo del Sur, sino de toda la Unión. Wallace llegará a nombrar a los Lynyrd Skynyrd tenientes coroneles honorarios de la milicia estatal y el título de su tema se ha convertido en la divisa de ese orgulloso Estado de la Confederación.

¿Hay salvación en el rock? Parece ser que en parte sí. No son pocos los músicos que han revelado el vacío espiritual de nuestra era, como George Harrison (el único beatle decente) o incluso Jim Morrison, que en muchos aspectos ilustra sin conocerlas las tesis de Evola en Cabalgar el tigre. Como ejemplo de este rechazo instintivo al mundo moderno no puedo dejar de citar al alma de los Kinks, Ray Davies, de ascendencia galesa, que ha poetizado mejor que nadie el nihilismo del infierno urbano en temas como Dead End Street, la idiotez consumista en Dedicated Follower of Fashion o el caos sexual en la humorística Lola. Pero, sin duda, la canción que más profundo significado tiene es 20th Century Man, de su mejor album: Muswell Hillbillies (1971), cuyo título hace referencia a su barrio natal en el norte de Londres.

I was born in a welfare state
Ruled by bureaucracy
Controlled by civil servants
And people dressed in grey
Got no privacy, got no liberty
´cause the 20th century people
Took it all away from me

Davies satiriza con fino humor el Estado-institutriz, que hoy es ya Estado-enfermera y Estado-madre, lavadora de cerebros e inquisidora de nuestra vida cultural, política y hasta sexual. Máquina anónima mantenida por grises engranajes que nos protegen de vivir, del riesgo, de la individualidad, del color.

Frente a los falsos valores de nuestro tiempo el poeta es tajante: prefiere la tradición.

You keep all your smart modern writers
Give me William Shakespeare
You keep all your smart modern painters
I´ll take Rembrandt, Titian, Da Vinci and Gainsborough

Sí, decididamente, algo muy válido, se puede sacar incluso del rock. No desesperemos. Hasta en el corazón del Kali Yuga aparecen signos de buen augurio.

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