El ciego de Delos

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Un cataclismo sísmico —anunciado durante generaciones—, destruyó la isla de Thera, actual Santorini, y fue origen, en espectacular 3×1, del mito sobre el hundimiento de la Atlántida, las plagas de Egipto y la agonía de la cultura minoica. Siglos después, la guerra de Troya concluiría con la irrupción de los dorios en el Peloponeso, la caída de la cultura micénica y el retroceso de la civilización en el Mediterráneo, aquella Edad Oscura durante la que se perdieron la escritura, la ciencia de navegar en alta mar y el arte del forjado del bronce. No es de extrañar que la historia de la Hélade se instituya desde sus orígenes sobre un compendio de mitos donde ejercen potestad soberana dos elementos trágicos: la voluntad a menudo caprichosa de los dioses y el imperio del destino. Toda la literatura clásica helénica —en realidad toda su cultura —, es una prevención, una alerta sistemática contra los albures del tiempo y la naturaleza. El esplendor de la filosofía griega es expresión prudente del experto por escarmentado. Y es en tal momento de reflexión sobre el sentido y posibilidad de lo humano en este mundo donde Jorge Fernández Bustos sitúa la estructura discursiva de su novela El ciego de Delos, una narración que ha vuelto a encandilarme —esta vez no me ha sorprendido, como lo hiciera su maravilloso Septimio de Ilíberis—, y a devolverme la confianza de que, de vez en cuando, aparecen novedades editoriales escritas por autores españoles que merecen la pena. No voy a repetirme ni a volver sobre la misma diatriba, pues todo el que me conoce sabe lo que pienso al respecto, y al que no me conoce le importan un bledo mis opiniones, naturalmente. Pero el hecho está ahí y merece la pena señalarlo de tarde en tarde: en una época en que todos —casi todos—, los novelistas en lengua española aspiran a una literatura comercial de fulgurante éxito —y el que mantenga lo contrario, miente—, es milagroso y merecedor de infinita gratitud que existan autores como Jorge Fernández Bustos.

Ajeno a modas y tendencias, impermeable a la obsesión por vender letra de imprenta que acucia a los dos o tres millones de novelistas que han florecido en España desde que Amazon inventó el arte de escribir cualquier churro y dar el coñazo a los amigos, Jorge Fernández Bustos demuestra de nuevo, con El ciego de Delos, que es posible una literatura esmerada, honda, cautivadora y culta. Eso sí: para ultraminorías, dados los tiempos tan horteras que corren. Pero, ¿qué sería de los griegos, su historia y su magisterio, sin las ultraminorías convencidas de que el legado clásico es más importante que imitar a Stieg Larsson, J. K. Rowling o  E. L. James?

Por cierto: la posibilidad de “una literatura esmerada, honda, cautivadora y culta” no lo digo yo. Lo dice El ciego de Delos. A ver si nos entendemos: he tenido que esperar tres años y medio, desde que leí Septimio de Ilíberis, para volver a sentir ese cosquilleo incomparable que transita del cerebro a la punta de los dedos cuando acarician el papel y pasan de página. No exagero, no quiero ser pesimista ni apocalíptico; me limito a mi propia experiencia… Porque es verdad, también, que en los últimos años ando tan desalentado y escéptico que han sido muy pocas las novedades de narrativa que me he echado a la vista; con tratados ensayísticos y relectura de obras de juventud he tenido de sobra para colmar mis horas de lectura. Por esa razón, entre otras, esperaba con tanta ansia la nueva novela de Jorge Fernández Bustos: porque sabía que no iba a defraudarme. O mejor expresado: estaba deseando comprobar que mi expectativa de no ser defraudado era bien fundada.

Para empezar, un tema literario que me es muy querido: la llegada a las playas de una isla —en este caso, Delos—, de un náufrago. Que el dicho náufrago esté vivo o muerto es lo de menos; su atavío y pertrechos tampoco deciden nada. Lo importante es llegar, aunque sea cadáver como ocurre en esta narración. El suceso, maravillosamente descrito y desarrollado, sirve al autor para explicar las circunstancias dramáticas, seguramente trágicas, que sojuzgan a la isla: Psístrato, mandamás de los entornos, ha decidido que nadie puede nacer ni morir en Delos, por ser tierra sagrada, natal de Apolo y Artemisa. Según los planes del tirano, en tiempo venidero la isla será tan pura que nadie la habitará, quedando convertida en un a modo de templo flotante, oración muda y solemne altar de tierra firme erigido a los dioses en medio de los mares.

Se reproduce el asunto del náufrago en otro personaje central de la novela, Eliacim —también llamado Alejandro—, hijo del ciego Pettalacos, cuya ausencia es motivo argumental de inicio. El tal Eliacim no es hijo natural de Pettalacos sino adoptivo: fue rescatado de las aguas cuando agonizaba a la deriva en una canastilla de mimbres entretejidas. Como Mordred hijo de Arturo, como Moisés, como Jonás y Pelagius, como Robinson y Gulliver, como Jesucristo renacido divinizado en las aguas del Jordán tras recibir bautismo… Eliacim es heredero de una larguísima estirpe de personajes mítico-literarios que antes de llegar cabalmente al mundo han pasado por la purificación y, en su dimensión epopéyica, transubstanciación en virtud del universal por antonomasia: el agua y los mares. Decía el clásico contemporáneo que “el mar era la autopista de las civilizaciones antiguas”. Muy cierto, pero existe un poso ontológico previo a la civilización, previo incluso a la humanidad, que nos define como seres concretos habitantes de la tierra; una memoria no digamos ancestral sino biológica, inscrita en el último rincón de nuestro ADN humano, que nos recuerda desde la sencilla pulsión del instinto que todo afán y toda conformidad de nuestros hechos con nuestro destino requiere el surgimiento desde las aguas, tan infinitas como el tiempo y su devenir, del cual surgimos sin que sepamos muy a ciencia cierta porqué y para qué.

Y de retorno, nuevamente el mar. El ciego Pettalacos, en compañía de una leva heroica, integrada por personajes arquetípicos como el narrador Escamandrónimo, el enano barbudo Anacreonte, su criado Manes y, de añadido, el espartano atleta Salinkari, emprenderá viaje hacia el oráculo de Delfos, en súplica de noticias sobre el paradero de su hijo Eliacim, perdido en alguna guerra remota contra los persas o enemigo parecido. Que el ciego Pettalacos sea a la vez impulsor y vigía —eso he escrito, vigía—, de la singladura, es otro detalle que nos habla del “buen oído” de Jorge Fernández Bustos para tramar una historia que de principio a fin bebe y se satisface en las fuentes más generosas de la historia de la literatura.

La novela se desarrolla a través de una serie de retratos sobre momentos y personajes, muy al cunqueiriano modo, tan del gusto del narrador. Otros fragmentos sobre la vida de los animales de tierra, mar y aire que tienen papel en la novela, se destacan y acotan mediante artificio tipográfico, y nos remiten a otro gran fabulador de historias naturales: Joan Perucho. El estilo de Cunqueiro y la visión de Perucho son una constante en esta novela, al igual que lo fueran en Septimio de Ilíberis. Cada cual elige a sus maestros y Jorge Fernández Bustos sabe en qué escuela buscarlos. El resultado: fantástico, con doble intención en el doble sentido de la palabra “fantástico”.

Esperaba mucho de El ciego de Delos, y he tenido bastante más de lo que me habría dejado optimista, orgulloso de haber leído esta novela. Es estimulante comprobar cómo un autor se supera, crece, se exige. Es estimulante descubrir que a pesar de los pesares, de todas las dificultades que el mainstream contemporáneo interpone al gran arte literario, hay quien no sólo no se rinde sino que se viene arriba. Con toda elegancia, desde luego, pero se viene arriba. Pues si hubiera de resumir en una sola palabra mi impresión de la lectura de El ciego de Delos —tal como nos recomendaba un profesor de literatura, hace muchos años, en la Facultad de Letras de Granada—, recurriría a esa misma palabra y a ninguna otra: elegancia.

Allá cada cual, pero yo no me perdería los viajes y afanes del ciego Pettalacos.

 

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