El Estado y la derecha imbécil

Bien está que se catequice en las parroquias, en las mezquitas o en los aquelarres, pero en los centros educativos se debe formar al miembro activo de la comunidad nacional, al trabajador y al ciudadano.

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Uno de los mayores males de España ha sido, es y será su derecha, caracterizada por su ceguera ante todo lo que es permanente, comunitario y espiritual. El que esto escribe se siente más cerca de un Gabriel Celaya, de un Miguel Hernández o de un Cipriano Mera antes que de la chusma de pemanes, ansones y fragas que han afligido a este país, de esa hez de canallas que se visten de rojigualda para tapar sus vergüenzas, sus robos y sus agios. Recordemos que derecha –y rancia– es el PNV, como lo era la vieja Convergencia de Pujol, y como conservadora es toda la raíz del separatismo ibérico, llámense galleguistas, bizkaitarras o catalanistas.

La cuestión educativa es uno de los temas en los que la derecha imbécil y meapilas saca a relucir su congénita estupidez. Por una parte, brama por que se recorten competencias a las autonomías, exige que toda España siga un mismo plan de estudios y que se deje de adoctrinar a los alumnos en los centros escolares. Por otra, pide que ese mismo Estado se abstenga de ejercer su labor educativa allí donde la iniciativa privada tenga instalado su negocio y que deje de derrochar el dinero público en medios rurales o de condiciones especiales, donde la implantación de un centro educativo cuesta más por obvias cuestiones de lejanía, demografía débil, renta baja, ínfimo nivel cultural y un largo etcétera de circunstancias. Según los señores de la derecha imbécil, hay que dejar que la iniciativa privada invierta en estos lugares con una generosa subvención del Estado. Si esto es poco rentable, entonces será el ministerio el que se encargue directamente de gestionar la ruina.

El dejar la educación en manos privadas, por muy concertadas que estén, significa entregar al clero del papa Francisco (incluido el catalán y el vasco) la educación de los niños; significa crear tantos planes de estudios como instituciones religiosas o privadas haya. El actual caos autonómico sería una broma al lado de lo que nos prepararían los emprendedores de la educación, especialmente en las ikastolas religiosas de Vasconia y Cataluña. Por supuesto, tendríamos colegios veganos, musulmanes, feministas, gays, hippies y hasta puede que los haya puramente profesionales y científicos, pero no habría una educación para el conjunto de la comunidad nacional. Y no hay España sin una educación general compartida por todos los españoles. Sería preferible un sistema educativo único dirigido por comisarios políticos comunistas a un puzzle de escuelas a la carta que disgregue a la nación en tribus. Antes roja que rota.

Si algo bueno tiene la política educativa de los últimos ochenta años es que ha consagrado la educación como un derecho y un deber de todos los españoles. La obligatoriedad de la enseñanza es un instrumento de mejora social y de cohesión nacional. Otra cosa, desde luego, es el contenido, los métodos pedagógicos y las técnicas educativas con las que los pedagogos y políticos de izquierda, derecha y centro se han empeñado en idiotizar a las jóvenes generaciones. Pero la idea de una formación general obligatoria para todos los españoles debe ser defendida por todo hombre de bien: la educación es un derecho y un deber de la comunidad política; no es un negocio, es un servicio a la nación.

Imaginemos, como dice la derecha imbécil, que la educación es un negocio y que, por ejemplo, un colegio no es rentable. Sus propietarios bien pueden venderlo, cerrarlo o convertirlo en un casino. ¿Quién es el Estado para intervenir en la propiedad privada? Normalmente esa opción no es la que se toma, sino que siguiendo la vieja máxima de la burguesía española, esa de beneficios particulares y pérdidas públicas, el centro solicitará una subvención al maléfico Estado que, por supuesto, no tiene el menor derecho a pedir cuentas al emprendedor ni a entrometerse en qué materias se dan, quién las imparte y cómo se enseñan, no se vaya a atacar el sagrado derecho de los padres a educar a los hijos –que no son de su propiedad– según su buen parecer, ya sea en los inmortales principios de la cienciología, del harekrishna o de la macumba. Son los hijos los titulares del derecho a la educación y este bien prima sobre las opiniones de sus progenitores. ¿Dejaríamos morir a un niño porque sus padres se niegan a hacerle una transfusión de sangre? Sin embargo, consideramos normal que se eduque a los niños en todo tipo de supersticiones. Bien está que se catequice en las parroquias, en las mezquitas o en los aquelarres, pero en los centros educativos se debe formar al miembro activo de la comunidad nacional, al trabajador y al ciudadano.

Hay servicios públicos que no se pueden dejar en manos privadas: el ejército, la justicia o la policía nunca tienen que depender de los particulares, se deben a una autoridad superior y de naturaleza política: el Estado. La educación y la sanidad deberían contarse entre esos servicios, aunque bien es cierto que por razones de economía y oportunidad sea necesaria la iniciativa privada en estos sectores, pero siempre como subsidiaria del Estado y no al revés. Además, si fuera un negocio particular puro, entonces debería obedecer a las reglas de la competencia empresarial y no beneficiarse de un trato de favor por parte de los poderes públicos. Es decir, el que quiera educación privada que se la pague él, no tienen los españoles por qué subvencionarle el capricho con sus impuestos.

España no será una nación de verdad hasta que construya un Estado que se haga respetar por todos sus ciudadanos y regiones. No lo será si sus nacionales no son conscientes de los valores que les unen en una comunidad nacional única y soberana. No lo será si los intereses mezquinos de territorios, corporaciones, minorías e individuos se imponen al bien común y corrompen la salud del cuerpo nacional. No lo será si la justicia, las instituciones administrativas, la producción de riqueza, la salud y la educación sólo benefician a quienes pueden pagarlas como un lujo o una mercancía, pero no disfrutarlas como un derecho. No lo será mientras el individuo (esa entelequia) prime sobre la comunidad y mientras no nos sintamos hermanos de todos nuestros connacionales. No lo será mientras nos veamos reducidos a ser el cortijo de una oligarquía pueblerina y vendida al extranjero. De estas verdades de Perogrullo hay gente que no se entera. Gracias a ellos prospera Podemos.

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