La revuelta de los chalecos amarillos en Francia

¿De la fiscalidad a la identidad?

El lunes 19 de noviembre, en la provincia del Eure, los chalecos amarillos fueron incluso a bloquear la empresa Rayan-S, que contrata inmigrantes en lugar de franceses.

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El sábado 17 de noviembre, el movimiento popular de los chalecos amarillos paralizó de forma espectacular una parte de Francia gracias a una movilización masiva: 287.000 manifestantes en más de 2.000 concentraciones, según el Ministerio del Interior. [Este último sábado volvieron a la carga otros 106.000 manifestantes siempre según el mismo ministerio; multiplíquense, pues, debidamente las cifras. N. d. R.].

Se trata de una demostración de fuerza que refleja un enfado que no parece que vaya a calmarse. El enfado de esta Francia periférica se dirige hacia la fiscalidad aplastante de la que es objeto. Cada vez más abrumadas por los gravámenes, las clases medias y populares no han aguantado la enésima subida del precio de los carburantes, que se añade a los impuestos, los radares, la ecotasa y también a la bajada de velocidad autorizada en carretera (a 80 km/h). Los progres y las pseudoélites no entienden este resentimiento que por fin ha explotado. Los de ningún sitio, los vencedores de la globalización, aquellos que “pasan sus vidas en los aeropuertos”, según las palabras de Eric Zemmour frente a Jacques Attali, consideran que la gente que sí es de algún sitio, arraigada, aquellos que necesitan su coche, son unos patanes, unos aldeanos despreciables, que no comprenden los beneficios del supuesto progreso. Ignoran cómo es la vida fuera de las grandes ciudades: cerca del 70% de los parisinos utiliza el transporte público para ir al trabajo, pero solamente el 7% del resto de franceses puede hacer lo mismo. Símbolo de la libertad individual, de emancipación y, sobre todo, necesidad ineludible fuera de los grandes centros urbanos, el coche es esencial en la vida cotidiana de la mayoría de los franceses. Intentando no poner más impuestos al factor trabajo, el gobierno de Macron lo hace sobre los carburantes, indispensables para poder desplazarse a trabajar: está claro que es un impuesto que soportan los trabajadores, culpabilizándoles de paso, acusándoles de ser unos grandes contaminadores, cuando la huella de carbono de los barcos cargueros o de los aviones, fundamentales para la globalización, es mucho más importante.

El aumento de los precios afecta también a las familias, los jubilados, obligados a realizar cada vez más kilómetros para encontrar un médico, un centro comercial, una panadería o un bar, cada vez menos frecuentes a causa de la desertificación de las zonas rurales en beneficio de las ciudades. Pero ¡que los lectores no se engañen! El movimiento de los chalecos amarillos es sobre todo una revuelta, más o menos consciente, contra la inmigración masiva. ¿Para qué son esas subidas de tasas y de impuestos, incesantes, si no es para pagar los costes cada día más importantes de la inmigración traída por los progres, esos mismos que abominan de la Francia periférica, la Francia que sufre, la Francia que trabaja, y a la que se esquilma? Puesto que el asunto consiste en pagar la factura: subvenciones a familias y desempleados, millones de euros absorbidos por los múltiples planes urbanos para regar los suburbios olvidando las provincias rurales; varios centenares de millones para abrir centros de acogida para los inmigrantes clandestinos, la ayuda médica del Estado de la que se benefician esos inmigrantes que costó 1,100 millones de euros en 2015...

La subida del precio de los carburantes no es más que el último medio encontrado por el Estado para arrancar su dinero al pueblo francés que debe pagar por los recién llegados. Aquellos que trabajan toda su vida se encuentran por detrás de otros que nunca han hecho nada. Estos últimos, por otra parte, no son nada agradecidos. En el peor de los casos, detestan a aquellos que aguantan su llegada; en el mejor, son totalmente indiferentes. La multitud de manifestantes del sábado pasado no era solo de color amarillo: Era también casi uniformemente blanca. Como el inmenso cortejo fúnebre para el funeral de Johnny Hallyday, o las manifestaciones en memoria de las víctimas del terrorismo islámico. El movimiento de los chalecos amarillos ilustra, una vez más, la fractura entre el pueblo histórico de Francia y el que lo reemplaza, que no se siente implicado por sus problemas, que no tiene nada que ver con él. Los chalecos amarillos lo sienten. Apoyados por una gran mayoría del pueblo francés, más de los dos tercios según varias encuestas, se enfrentan a dos problemas enlazados: la inmigración masiva y aquellos que la imponen, es decir, los progres que se creen pertenecer a la élite. El sábado pasado, unos manifestantes intentaron ocupar el Elíseo y los locales de la televisión pública. Al mismo tiempo, a lo largo de la jornada, aquellos que no entendían los bloqueos y los insultaban o amenazaban, hasta el punto de provocar escenas de violencia, eran mayoritariamente originarios de la inmigración. El lunes 19 de noviembre, en la provincia del Eure, los chalecos amarillos fueron incluso a bloquear la empresa Rayan–S, que contrata inmigrantes en lugar de franceses. Las revueltas contra Roma, les insurrecciones de la Edad Media, la Revolución de 1789... los grandes cambios importantes empezaron con una subida de precios. El movimiento de los chalecos amarillos deja a la luz otro reto mucho más importante y que podría pronto convertirse en su corazón mismo: el reto de la identidad.

(Traducción de Esther Herrera.)

 

 

 

 

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