Amamos las identidades históricas (las de verdad)

El mito de los “países catalanes”: un jacobinismo a escala regional

Cataluña tenía identidad propia mucho antes de que naciera el nacionalismo. Esa identidad no fue nunca “identitaria” ni “separatista”, sino que está inserta en la cristiandad medieval y en el embrión mismo de la unión de los reinos hispánicos. Quienes hoy pregonan una Cataluña independiente están falseando la historia. También lo hacen quienes, en nombre del parentesco lingüístico, pretenden aniquilar la singularidad valenciana y balear. Nosotros amamos las identidades históricas porque son nuestra herencia. Los separatismos no las aman: pretenden imponer un nuevo jacobinismo que es la negación de cualquier identidad real.

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RODOLFO VARGAS RUBIO
 
El catalanismo identitario nada tiene que ver con la catalanidad, si no es que se lo considere como su perversión. La catalanidad hunde sus raíces en la tradición de la Cristiandad medieval; por eso el sabio obispo vicense don Josep Torras i Bages (1846-1916) decía que “Catalunya será cristiana o no será”. También está inserta en la corriente histórica que llevó de manera natural a la reunión de los distintos reinos hispánicos formados durante la Reconquista bajo una misma cabeza y que, por lo que a Catalunya se refiere, tiene su punto de inflexión en la unión de Barbastro de 1137, acontecimiento que marca el nacimiento de la Corona de Aragón, al casarse la hija y heredera del rey don Ramiro II el Monje de Aragón –doña Petronila– con Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona (el más importante de los territorios de la antigua Marca Hispánica carolingia).
 
Fue esta doble vocación –católica e hispánica– la que hizo de Catalunya una potencia religiosa, cultural y económica en la Edad Media. Recordemos, a guisa de ejemplos: la difusión de la reforma cisterciense en esta parte de los Pirineos, la original recreación del arte románico, la fundación de la Orden de la Merced para la redención de cautivos y la expedición de los almogávares a Grecia.
 
La manipulación de la diferencia
 
Históricamente no pueden obviarse momentos de especial dificultad en las relaciones de Catalunya con el resto de España, que alcanzaron puntos álgidos. Son más de atribuir a la miopía política de los gobernantes de turno de la Monarquía Hispánica (y también al oportunismo de las oligarquías del Principado) que a una clara y consciente voluntad de diferenciación o hasta secesionista (que si la hubo, fue circunstancial y episódica). La gran crisis separatista de 1640-1659 no tuvo ulteriores repercusiones y cuando Catalunya tome partido por el Archiduque de Austria, durante la Guerra de Sucesión Española, lo hará por temor y rechazo al posible centralismo francés representado por Felipe de Anjou y no por un afán de escindirse de la Corona de las Españas.
 
En el siglo XVIII (es decir, bajo el decreto de Nueva Planta), contrariamente a cuanto pretende hacer creer la mitomanía romántica nacionalista, Catalunya conoce una época de prosperidad y progreso. La invasión napoleónica galvanizaría más tarde el patriotismo de los catalanes, cuya resistencia fue organizada por la Junta Superior del Principado, que rechazó los ofrecimientos del Corso de una suerte de autogobierno independiente de la autoridad de José Bonaparte (el rey intruso) y de la oficialidad de la lengua catalana. Todo esto, claro está, se disimula en los foros catalanistas, así como la importante participación catalana a favor del carlismo y la relevante contribución catalana al pensamiento político español y europeo del siglo XIX, con Jaime Balmes como su más ilustre representante.
 
Por influencia del jacobinismo revolucionario, se gestó en el siglo XIX la corriente política del nacionalismo, que vino a sustituir el concepto de patria por el de nación y el legítimo deseo de liberarse de la opresión extranjera en países como Grecia, Polonia y Bélgica por el concepto de nación-estado. Las teorías lingüísticas en boga hacia la mitad del siglo XIX proporcionaron al nacionalismo un elemento aglutinante, identificando a la nación con la lengua. Fue así como se llevaron a cabo –mediante una política agresiva y belicista– los dos procesos nacionalistas más importantes del Ochocientos: las unificaciones italiana y alemana.
 
En este ambiente de efervescencia no es extraño que en España se encendiera también la llama nacionalista identitaria, con las reivindicaciones de ciertos círculos vascos y catalanes de inspiración separatista, los cuales lograron imponer sus puntos de vista gracias al apoyo de las oligarquías burguesas locales, que veían en ello un modo de monopolizar el poder. En Catalunya, el nacionalismo consiguió apropiarse de la Renaixença(el gran movimiento del espíritu que, en la segunda mitad del siglo XIX, buscaba recuperar e impulsar la cultura catalana y cuyo máximo exponente es indiscutiblemente mosén Cinto Verdaguer), desviándola de su carácter e inspiración originales para servir los fines del separatismo.
 
El pancatalanismo y la lengua
 
Es importante tener en cuenta que una cosa es el legítimo interés por la lengua y la cultura, y otra muy distinta la instrumentalización política que de éstas se hace y que puede conducir a barbaridades. La identificación de nación y lengua –a la que nos referíamos líneas atrás– fue la justificación del Anschluss hitleriano de 1938, es decir la anexión de Austria a Alemania por el solo hecho de ser ambos países germanohablantes: una lengua, una nación, un estado. Este ejemplo histórico, no tan lejano en el tiempo, es muy ilustrativo de lo que pasa con el catalanismo, el cual desemboca inexorablemente en pancatalanismo.
 
En efecto, sentadas las premisas de la absoluta primacía de la lengua como elemento definidor –hecho diferencial– de la nacionalidad (con desprecio de la religión, la idiosincrasia, la geografía, etc.), se sacan naturalmente las consecuencias: todo el que hable catalán es catalán y pertenece a una entidad política con vocación de Estado llamada Catalunya. Ahora bien, como se considera que otras lenguas similares al catalán no son en realidad sino sus variantes, todos los que las hablan son igualmente catalanes y forman esa entelequia llamada “Països Catalans”. Así, se meten en un mismo saco, bajo la etiqueta de “catalán”, el valenciano, el mallorquí y las otras lenguas baleares: es la política pancatalanista de absorción lingüística, que apunta hacia una esperada configuración política como Estado, del cual estarían significativamente excluídas las zonas exclusivamente castellanoparlantes.
 
Sin profundizar en el tema del estatuto lingüístico y filológico del valenciano, mallorquí y balear (asunto que merecerá de por sí un artículo aparte), digamos tan sólo que, aunque se tratara –como pretende el pancatalanismo– de variantes de un mismo substrato, ello no quita el hecho de que han adquirido históricamente una madurez tal que bien se las puede llamar lenguas. Ello es especialmente verdad respecto del valenciano, consagrado en el siglo XV por un Siglo de Oro literario, uno de cuyos máximos logros es el Tirant lo Blanch de Joanot Martorell, escrito “en la dolça llengua valenciana” y cumbre del género de novelas de caballería, como lo consideraba Cervantes.
 
Otros nombres que ilustran esta aúrea centuria valenciana no dejan lugar a dudas del nivel alcanzado por el habla de las tierras levantinas: San Vicente Ferrer (que hizo viajar al valenciano por los caminos de Europa a través de su inspirada predicación), Antoni Canals, Jordi de Sant Jordi, Ausías March, Jaime Roig, sor Isabel de Villena y Joan Roís de Corella. Incluso un catalán, el fraile seráfico Francesch Eiximenis, escribió lo mejor de su producción literaria espoleado por el esplendor del valenciano durante su larga estancia en la capital del Turia. El primer libro impreso en España estaba escrito en valenciano: Les trobes en llahors de la Verge Maria (1474). El idioma hablado en el Reino de Valencia es llamado “valenciano” y de él hace encomio el ya citado Cervantes en su novela Los trabajos de Persiles y Segismunda, donde dice que se trata de “graciosa lengua, con quien sólo la portuguesa puede competir en ser dulce y agradable” (cap. XII). En fin, no podríamos omitir el hecho de que, gracias a los pontificados de los papas valencianos Borja (Calixto III y Alejandro VI), el valenciano fue idioma corriente en la corte de Roma en la segunda mitad del siglo XV.
 
Valencia no es un “país catalán”
 
El valenciano, caído en decadencia en los siglos XVI, XVII y XVIII, conoció un nuevo impulso gracias a la institución Lo Rat Penat (fundada en 1878), que fomentó su estudio y difusión. Mención aparte merece el franciscano Lluis Fullana i Mira, que recorrió todo el antiguo Reino de Valencia en su afán filológico por recuperar el habla popular y darle una gramática. Desgraciadamente, el pancatalanismo ya estaba en marcha y en los años 30 se intentó una primera absorción del valenciano por el catalán mediante la adopción de las llamadas Normas de Castellón de Pompeu Fabra, el filólogo catalán de indiscutible prestigio.
 
Después del paréntesis de la Guerra Civil y del gobierno de Francisco Franco (durante el cual hubo una relativa tregua), el pancatalanismo volvió a la carga a través del Omnium Cultural (entidad fundada en 1961), pero esta vez no sólo se trató de una ofensiva desde Catalunya, sino desde ciertos círculos valencianos que podríamos llamar “colaboracionistas”, a sueldo de aquél. Quizás el exponente más característico de este colaboracionismo es Joan Fuster i Ortells (1922-1992), cuya biografía vale la pena esbozar aunque sea brevemente.
 
Nacido en Sueca, cuna también del maestro José Serrano (por cierto, denostado por él), era hijo de un escultor carlista, cuyo credo político influyó en el joven Fuster, que se hizo falangista. La camisa blava le permitió ejercer la censura en su ciudad natal y le abrió las puertas de los periódicos valencianos, en los que desfogaba su afición literaria a través de artículos firmados como “Juan de la Cruz Fuster”. Sin embargo, algo pasó en los años sesenta: de buenas a primeras, el intelectual valenciano se convirtió en detractor de las tradiciones de su tierra y comenzó a defender los postulados del pancatalanismo, que plasmó en su libro ya clásico Nosaltres els Valencians. Fue a partir de él como se popularizó la expresión –antihistórica y quimérica– de Països Catalans. Una vuelta de tornas como ésta sólo tiene una explicación: Joan Fuster descubrió que era más rentable estar a sueldo del Omnium Cultural catalán que prodigarse por una causa como la valencianista que creía perdida y por la cual no valía la pena luchar: oportunismo puro.
 
Los epígonos del fusterismo en Valencia han copado desgraciadamente las altas instancias del mundo académico y cultural, en parte por la lamentable inercia de los propios valencianos, que aman sus tradiciones pero no se muestran dispuestos a defenderlas a toda costa (a diferencia de los catalanes, hay que confesarlo). La sustitución de la denominación constitucional de “Comunidad Valenciana” o la histórica de “Antiguo Reino de Valencia” por la espuria de “País Valenciano”; la imposición de la bandera cuatribarrada catalana en los actos públicos en detrimento de la Senyera (cuya franja azul fue concedida a los valencianos por el rey Pedro IV el Ceremonioso), con desprecio insultante de los defensores de ésta (tildados peyorativamente de “blavers”); la abominación hacia el Himno Regional (compuesto por el maestro Serrano) porque habla de “ofrenar noves glòries a Espanya” no sonsino unos cuantos ejemplos de cómo se impone una colonización cultural impunemente en el contexto de un pancatalanismo agresivo y anexionista, de una sociedad conformista y abúlica y de una España neutralizada y amedrentada, alarmantemente desarmada ante los separatismos envalentonados y desencadenados.

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