Los Cuadernos de Rusia de Dionisio Ridruejo

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En el asiento correspondiente al 22 de enero de 1942 de Los cuadernos de Rusia, escribe Dionisio Ridruejo: En la Embajada conozco a una muchacha rusa –Missi Vasiloff– que en fotografía parece una Greta Garbo joven y más bonita. Al natural no persiste el parecido. Ésta es demasiado monumental. Pero el pecho que lleva libre y visible tras el velo de un traje malva es de una perfección impresionante. La que Dionisio llama Missi Vasiloff  se llamaba en realidad Marie Vassiltchikov, Missie para sus íntimos, y era una aristócrata rusa refugiada con su familia en Alemania a raíz de la revolución soviética y atrapada en este país por el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Missie, empleada sucesivamente en el Servicio de Radiodifusión y en el Ministerio de Exteriores del Reich, redactó en inglés unos diarios de los que tuve noticia por una reseña publicada en ABC por el Marqués de Tamarón más o menos en las fechas en que su hijo Diego contraía matrimonio con una aristócrata sevillana de linaje catalán descendiente directa de Missie. El gran mundo es un pañuelo.
 
Lo que Los cuadernos de Rusia pueda tener de crónica mundana se reduce al mes y medio que el autor hubo de pasar en Berlín para reparar su maltrecha salud, alojado en la Embajada que regía su amigo el conde de Mayalde, y con ser interesante y curioso, no es más que un paréntesis en la gran aventura trágica y heroica de la División Azul.
 
En algún libro mío he aludido en tono menor a esa aventura haciéndome eco de las maledicencias de contemporáneos. Otro hubiera sido mi tono de haber leído Los cuadernos de Rusia o de haber tenido con su autor alguna conversación sobre el tema, cosa harto impensable en la época en que merecí su amistad. Yo conocí a Ridruejo en octubre de 1959, a los postres de una cena con que la intelectualidad madrileña obsequió al poeta francés Pierre Emmanuel, y aún estaban muy próximas la guerra nuestra y la mundial como para tener interés histórico. El presente y el porvenir nos preocupaban más que el pasado, pero al margen del contenido de nuestras conversaciones en las que, como es natural, llevaba él la voz cantante, debo decir que lo tuve tanto por amigo como por maestro, como tuve a Rosales y a Panero y a tantos otros que daban el tono superior de la vida cultural en la España de entonces. Aun así, tengo sobre mi conciencia la reseña, más bien mezquina, que por encargo de Rosales hice para Cuadernos Hispanoamericanos, de su Diario de una tregua. Y es que debo confesar que en aquella fase de mi vida, un poco por fuerza del ambiente, ponía lo político por encima de lo poético. Cuando él murió, puede decirse que se habían invertido mis preferencias, y a eso quiero atribuir que pasara por alto sus escritos póstumos, entre ellos estos Cuadernos.
 
Amor y guerra
 
No se limita en ellos Dionisio a relatar las marchas, las guardias, los golpes de mano, las penalidades y los ocios (les longs loisirs de que hablaba Apollinaire) de la guerra, sino que describe con toda precisión las posiciones, las chabolas improvisadas, las isbas de las aldeas en las que se alojan él y sus camaradas, a veces solos y a veces, las más, en compañía de los pobres dueños. No sé si Ridruejo había leído a su contemporáneo Jünger, embarcado además en la misma aventura, pero su visión de la guerra está más cerca de la de éste que de la de otro escritor a quien menciona, Remarque, para abominar de su derrotismo pacifista y de las escenas obscenas, valga el oxímoron, a que éste reduce la convivencia de los soldados en las trincheras. Ridruejo no huye el bulto y no deja de mencionar la falta de recato con que los naturales del país hacen por ejemplo su vida matrimonial aunque compartan la misma habitación con varios soldados extranjeros. Empezaban a dormir – escribe Dionisio – cuando los patrones han vuelto a casa y desnudándose parsimoniosamente han ocupado su camastro. Al poco tiempo han empezado a sonar sus amorosos rugidos y todos los rumores de la lucha. El matrimonio usaba de sus derechos con perfecta sinceridad, sin disimulo alguno, ante los oídos atónitos de mis amigos que –hundido el rostro en los colchones– sofocaban la risa para no ser indiscretos.
 
No dice más y lo dice todo. Aun con mayor elegancia refiere un idilio propio en Berlín, un idilio de convalecientes, primero él y luego ella. El 14 de enero le pareció encantadora una señora de pelo castaño, preciosos ojos azules, cuerpo esbelto, con una conversación divertidísima… Se llama Podevils (condesa, creo) y está empleada en la prensa extranjera. Es hija de un diplomático retirado de origen bávaro. El 31 de enero anota: Salgo un par de veces con Hexe Podevils, que se divierte mucho con mis discursos y tiene unos ojos bastante eficaces. El 2 de febrero escribe: Por la noche invito a Hexe a cenar conmigo en el hotel. De pronto me dice que yo soy el hombre con quien exactamente le gustaría vivir toda la vida. Me quedo estupefacto y divertido. Naturalmente, hubiera sido indecoroso no besarla apasionadamente al dejarla en su casa. El regreso al frente interrumpe el idilio. Cuando a Dionisio lo evacúan definitivamente por su mal estado de salud, es ella la que está convaleciente de una operación y escribe él el 21 de abril: …almuerzo con Hexe por última vez. Acaso por última vez del todo. Me despide con mucha ternura. Está preciosa, casi sobrenatural, con su palidez de convaleciente. Sé, sin embargo, que un breve vuelo de seis horas va a borrarlo todo muy seguramente.
 
La guerra es un estado de excepción en el que el ser humano da lo mejor y lo peor de sí mismo, y Dionisio tiene del ser humano tan buena opinión que acaba, más que simpatizando con un pueblo y una tierra de los que lo separan la guerra y el idioma, por amarlos. Sólo a esta infinita dimensión puede amanecer así… Primero las pocas nubes que recorren el cielo aparecen como brasas leves, enrojecidas. Luego crece por mucho tiempo, intensa, una franja rosada en el horizonte. Desvaneciéndola aparece el sol, completándose poco a poco hasta ser un inmenso globo rojo. Plenamente visible es espantosa la desolación del paisaje; tierra de humus, ennegrecida. A los lados de la carretera unos cuantos árboles carbonizados, esqueletos, espectros de árboles que angustian el aire con su gesto inmóvil. Hasta el horizonte, una infecundidad sin límites, desierta y sin alivio; sin fisonomía. No obstante, amo esto. Del combatiente enemigo habla siempre con respeto y del prisionero y del sujeto pasivo de la guerra con piedad. Se lanzan apelotonados y por centenares, medio ebrios de vodka, vociferando terriblemente con estentóreos “hurras”… El arma blanca les impresiona especialmente y aun más si quienes la empuñan avanzan cantando. Cantar y acometer con machete calado es ya entre los nuestros un “truco” consagrado por la buena experiencia. No obstante, entre ellos, es brava la oficialidad, más brava que experta, y bravísimos los comisarios políticos, es decir, los responsables. Entre sus camaradas, los más próximos le son Agustín Aznar, desbordante de humanidad física y afectiva, y Enrique Sotomayor, con el que va trabando una amistad que truncaría la muerte de éste en combate.
 
La figura de éste, al principio velada por una bruma de recelo, va cobrando nitidez y relieve a lo largo de las páginas y contrapone con su inteligencia un toque de realidad a las abstracciones de su interlocutor. Otro amigo, Agustín de Foxá, escribe a sus padres desde Berlín el 22 de agosto de 1941: Ayer, gran almuerzo en la Embajada en honor de Muñoz Grandes. Asistieron Ridruejo y Aznar vestidos de soldados. El embajador levantó la copa de champagne y dijo: “Por la entrada en Moscú”. Hace unos años cayeron en mis manos los cuadernos de notas manuscritas de Foxá y en ellos pude leer una versión más completa de ese almuerzo, en la que por ejemplo se dice que en un determinado momento, Dionisio le dijo a Muñoz Grandes, que lucía uniforme de general alemán con pantalón de raya roja: “Mi general, ustedes los héroes serán en la historia lo que digamos los poetas.” Al general no le hizo mucha gracia tamaña impertinencia y el anfitrión, Mayalde, resolvió la situación con el brindis susodicho.
 
No es difícil ver en ciertas reflexiones y en ciertos desengaños el origen de la evolución posterior del pensamiento de Dionisio, aún muy apegado a aquellas convicciones que lo llevaron a alistarse en la División. Hay en él opiniones que no tienen nada de subversivas, pero que es muy posible que se lo parecieran a los custodios de la ortodoxia del Movimiento, y eso acaso explique que el libro no saliera en vida del autor. Por un lado estaba la Censura oficial, que no iba a pasar por alto juicios reticentes sobre el Generalísimo como guionista de cine por ejemplo, y por otro la oficiosa, que no iba a tolerar por ejemplo que al Führer se le elogiara con una eficaz sobriedad. Ya ésta, la oficiosa, campaba por sus respetos en 1978, año de la mirífica Constitución, y puede que a eso se deba el que pasara poco menos que desapercibido uno de los mejores libros a mi juicio del siglo XX español.

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