Pero la cuestión no es esencialmente económica

¿Igualitarios nuestros tiempos? ¡Por favor!…

La desigualdad crece, ciertamente; pero diríamos que lo hace por motivos casi metafísicos, operantes en los estratos más profundos de la psique occidental contemporánea, de manera que la creciente desigualdad económica sólo sería un efecto más de un fenómeno de índole general.

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A principios del siglo XIX, Pierre Simon de Laplace imaginó lo que luego se llamaría “el demonio de Laplace”: una mente tan poderosa, que, dentro de una visión estrictamente mecanicista del universo, podría conocer todo el futuro y todo el pasado a partir de los datos existentes en un momento dado, siempre que los conociéramos con suficiente precisión.
A principios del siglo XXI, diríase alumbrado un cierto “demonio de Piketty”: una mente esta vez tan sagaz, que ha descubierto en su célebre fórmula r > g la razón oculta de la intrínseca perversidad del capitalismo. El demonio de Piketty desenmascararía y denunciaría al demonio capitalista de la desigualdad: cuando la tasa de retorno del capital es mayor que la tasa de crecimiento de la economía, ese mal originario que es la desigualdad tiende inexorablemente a crecer. Los socialdemócratas europeos y los fustigadores del capitalismo parecen haber encontrado a su nuevo faro, a su nuevo gurú, a su nuevo Marx. En la persona de Thomas Piketty, que, levantando el Velo de Maya de la Economía, les ha revelado una de las grandes leyes ocultas de la historia.
Sin embargo, el propio Piketty ha reconocido recientemente que las cosas no son tan simples. Supongamos por un momento que la desigualdad es algo intrínsecamente perverso e indeseable (una idea apriorista que, por ejemplo, combatiría el aristocrático Nietzsche, amante de la desigualdad). Bien, de acuerdo; pero resulta que el crecimiento de tal desigualdad no descansa de manera única en factores económicos, sino, más allá de éstos, en razones de índole psicológica, muchas veces inconscientes, atañentes al Zeitgeist de una determinada época. Y es que, en efecto, la desigualdad se ha incrementado a lo largo de las últimas décadas también en ámbitos muy alejados de la pura economía.
Pondremos algunos ejemplos. En el mundo de la Literatura, está desapareciendo la “clase media” de los escritores, de manera que ahora existen unos pocos autores superventas y una masa de escritores que venden muy poco, obtienen escaso reconocimiento y apenas pueden vivir de sus libros. Lo mismo pasa con las tiradas medias de éstos: o bien ediciones monstruosas de cientos de miles de ejemplares, a lo Dan Brown o Stieg Larsson, o bien irrelevantes, por debajo de los tres mil. En cuanto al mundo de la educación, cada vez aparece más clara la brecha entre instituciones académicas de élite —colegios, institutos, universidades— y otras casi asistenciales, destinadas a la masa de alumnado que no puede acceder a los centros de alta cualificación. En cuanto al mundo del deporte, también aquí la separación entre la élite y la masa resulta cada vez más evidente: o equipos multimillonarios, o equipos de clase baja que a duras penas consiguen sobrevivir. Hace 30 años, un Nottingham Forest podía ganar la Copa de Europa. Algo así resulta hoy completamente impensable.
Podría realizarse todo un análisis cultural y sociológico de nuestra época, referido a los más distintos ámbitos, y comprobaríamos, fascinados y con estupor, que esta ley se cumple de manera casi universal: que los segmentos medios menguan y, en cambio, crecen los extremos. La tan comentada decadencia de la clase media, en beneficio de una elitista clase alta —el olimpo social— y de una masa depauperada de trabajadores en precario, constituye sólo un caso particular dentro de una fenomenología que, como decimos, es mucho más amplia. Cuando —un ejemplo más— en el mundo de la televisión nos encontramos con programas que son “buques insignia” y que producen un decisivo efecto arrastre en las audiencias de la respectiva cadena, junto a otros espacios casi irrelevantes en términos de share, tal vez añoramos las épocas en que aún existían programas “de clase media”. Lo mismo ocurre hoy, por cierto, en el ámbito cinematográfico, que se divide, cada vez más, entre blockbusters y películas de bajos coste, taquilla y difusión. 
De modo que hace bien Thomas Piketty cuando corrige a la baja el poder explicativo de su famosa fórmula. La desigualdad crece, ciertamente; pero diríamos que lo hace por motivos casi metafísicos, operantes en los estratos más profundos de la psique occidental contemporánea, de manera que la creciente desigualdad económica sólo sería un efecto más de un fenómeno de índole general. Y,  ¿dónde estaría la raíz psíquico-metafísica de tal tendencia? Responder cumplidamente esta pregunta exigiría un desarrollo que desborda los límites de un simple artículo; pero creo que, al menos, es posible ofrecer un atisbo de ese motivo oculto: la desigualdad crece en la medida en que el universo espiritual, psíquico, cultural, social y económico de Occidente es cada vez menos un “cosmos”, un todo unitario cuyas diversas partes están todas ellas vinculadas a un eje central que mantiene su cohesión. En efecto: la desigualdad sólo constituye una consecuencia visible de una creciente desunión invisible. Y esa desunión se identifica con el pathos de la posmodernidad, que concibe el mundo como una nube amorfa de átomos que se mueven al azar. Cuando ya no existe un círculo cohesionado por la común referencia a un centro irradiador y vertebrador, entonces la desorientación y el miedo conduce a un desarrollo hipertrófico de los extremos. Es lo que sucede, por ejemplo, con la creciente ansiedad de los padres occidentales por la formación académica de sus hijos. Hace unas décadas, podían confiar en que el sistema público de enseñanza les proporcionaría las capacidades necesarias para acceder a las clases medias ilustradas y, por vía meritocrática, tal vez también más arriba, ascendiendo en la escala social. Hoy en día la situación es mucho más dramática. La carrera empieza en el parvulario, y cualquier retraso puede producir efectos perturbadores. De manera que o el paraíso de arriba, o la ciénaga del empleo precario de abajo, de los sueldos de 600 euros. La zona intermedia se encuentra cada vez más despoblada.
Entonces, ¿qué se puede hacer? Si la desigualdad nos parece indeseable (aunque tal vez no lo sea: podemos entenderla, simplemente, como una saludable consecuencia de la libertad individual), entonces, ¿cómo luchar contra ella? Desde luego, creo que no debe hacerse por vía coactiva. Hace unos años, los suizos rechazaron en referéndum la limitación legal de las diferencias salariales entre los sueldos más altos y más bajos de una empresa —se habló entonces de una proporción máxima de doce a uno—, e hicieron bien al votar en tal sentido. Hayek nos lo recordó en su momento: en esa dirección sólo hay un camino de servidumbre. La fiscalidad fuertemente progresiva, que tanto gusta al socialismo francés de Hollande y a la demagogia que demoniza a los ricos, es injusta e ineficaz a este respecto. Y el Estado del Bienestar puede hacer ciertas aportaciones al respecto, pero tampoco es la solución.
¿Cuál es, entonces, esa “solución”? Una vez más, la pregunta, compleja, no puede responderse de manera simple. Sin embargo, me parece que un ejemplo bien conocido puede clarificar bastantes cosas. Supongo al lector enterado de que, en fechas recientes, la Liga inglesa de fútbol ha firmado un suculento contrato de televisión que va a convertir a los equipos de la Premier League en los más ricos del mundo. Y lo más interesante es que el reparto de los derechos económicos se encuentra bastante equilibrado, con diferencias no demasiado grandes entre los equipos de arriba y los de abajo.
¿Por qué se ha hecho esto así? ¿Es socialdemócrata la Premier League, “no le parece justo” que el Chelsea o el Manchester United cobren mucho más que el Everton o el Southampton? No: resulta, simplemente, que todos los equipos de la Premier forman parte de un mismo universo, el “universo del fútbol inglés”, y que el atractivo irresistible de la Liga inglesa reside justamente en que constituye un cosmos completo, del mismo modo que, por ejemplo, los deportes gaélicos lo son en Irlanda. Esa común pertenencia a un único universo es lo que limita las desigualdades a múltiples niveles, incluido el económico. Y tal es el modelo que deberíamos copiar a gran escala. Convirtamos el mundo en una tupida red de microcosmos integrados todos ellos en un gran universo total integrador. En vez de una nube, hagamos de él un árbol. Y, entonces, las desigualdades subsistentes cambiarán de naturaleza de una manera radical.
Thomas Piketty no es el Isaac Newton de la economía socialdemócrata. La Naturaleza ama las desigualdades, como manifestación de la variedad dionisíaca del mundo; pero, a la vez, las integra en un gran todo orgánico. Y ése es el desafío que también nosotros debemos afrontar.

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