Palabras

Durante el desarrollo de esta agonía del tinglado del 77, en medio de la avalancha leguleya de inhabilitaciones, recursos y otrosíes, hay un nombre que rara vez suena: España.

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Durante el desarrollo de esta agonía del tinglado del 77, en medio de la avalancha leguleya de inhabilitaciones, recursos y otrosíes, hay un nombre que rara vez suena: España. Los políticos hablan y no paran de defender la democracia, de respetar la Constitución —la pobrecita, que anda como puta por rastrojo— y de mantener las libertades. Hasta a Europa invocan los rebuznos de la “élite”. España, nada, no existe en el vocabulario oficial. Del largo arsenal de argumentos con los que nos aburren nuestros mandamases, se infiere que lo que tenemos que defender los españoles no es a España, sino a un ordenamiento jurídico y a su sacrosanta
Grundgesetz del 78. O sea: un trozo de papel mal escrito que, encima, causa todos nuestros males. La casta es tan obtusa que confunde España con la Constitución.

Da un poco de vergüenza indicar lo obvio: España no es la Constitución. Tampoco es la democracia. Hemos conocido las Cartas Magnas de 1812, 1834, 1837, 1845, 1856 (nonata), 1869, 1873 (otro aborto legislativo), 1876, la de Primo de Rivera que redactó Calvo Sotelo, la de 1931, las Leyes Fundamentales de Franco y la muy estuprada ley de leyes de 1978. España sigue existiendo y los efímeros papelitos de los picapleitos amarillean en los tomos indigestos del Aranzadi. Para espanto de gaznápiros, he de afirmar que antes de que jugáramos a redactar Constituciones existía España, y que esa España aconstitucional era un gran imperio, a cuyo lado la exnación de naciones de hoy es una sórdida caricatura. La España sin Constitución de, por ejemplo, Carlos II mantenía unidos territorios tan diversos como el Perú, el ducado de Milán, el reino de Sicilia, el condado de Flandes y la propia España, con su abigarrado conjunto de fueros, privilegios, cartas pueblas, señoríos, libertades y usos y costumbres de todo pelaje. Aquel enorme territorio se gobernaba con un ejército minúsculo y con una burocracia que hoy no alcanzaría para cubrir todos los puestos de una comunidad autónoma. Una orden del regio Alcázar tardaba meses en llegar a México o a Lima; sin embargo, nuestros “decadentes” antepasados del XVII, con sólo el Trono y el Altar, mantenían mejor la unidad de sus reinos que nosotros la de este residuo de las venerables Españas que es el nefando Estado de las autonomías, más conocido en los ámbitos etarro-podemitas como Estado español.

El Gobierno debe aclarar qué es lo que quiere que defendamos: si España o la Constitución. Si es lo primero, contará con nuestro resignado apoyo. Si es lo segundo, recomiendo a los lectores que permanezcan en sus casas y miren los toros (o cabestros, más bien) desde la barrera. La gran diferencia entre los separatistas catalanes y la casta dirigente española es que los primeros disponen del recurso emocional de la patria, de la identidad, del sentido comunitario de pertenencia. Aunque se cimente en bulos históricos de imposible defensa, no podemos negar que el sentimiento nacional que se ha generado en Cataluña es auténtico: ahí hay un espíritu, algo vivo que ruge en las entretelas de quienes ya nunca más serán españoles, salvo verdadero milagro. Esto sucede porque durante cuatro décadas se ha permitido que hasta el nombre de España fuese tabú, porque politiquillos de tres al cuarto, buscones del postfranquismo como Suárez o González, malbarataron la idea de España y dejaron que se secara una planta por la que siempre hay que velar: la del amor a la patria, eso que da tanta risa a los demócratas. Lo importante hace cuarenta, treinta, veinte años era “Uropa”. Frente a aquellos listos, ases del regate en corto y del pasteleo, que querían mantenerse en el poder unos meses más, los nacionalistas vascos y catalanes obraron con visión a largo plazo y “patriotismo”, por decirlo de alguna manera. Así nos luce el pelo hoy.

Si el pánfilo gobierno de rábulas de Mariano Rajoy no pasa a la Historia por destrozar la obra de los Reyes Católicos, su triste mérito será el de haber conseguido un breve aplazamiento en la demolición de España. Si se impide el referéndum, pero no se interviene de manera implacable en la política y la cultura de Cataluña, sólo se habrá demorado la sedición por unos años. El referéndum, hoy, ya es lo de menos. Lo importante es que renazca el sentimiento español en Cataluña. Si nos limitamos a lo de siempre, dinero y pactos, la frustración del referéndum no será una victoria, sino una espléndida arma nueva para el enemigo. Hay que emplear medidas excepcionales para una situación excepcional; y hay que echar al asunto inteligencia, sí, pero también los atributos que todavía hoy honran al caballo de Espartero. ¿Ve alguien en la casta un asomo de lo primero y un resquicio de lo segundo?

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