Hooters

No te engañes, lector, ser hombre significa ser antifeminista. Son ellas las que te han declarado su enemigo.

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Parece baladí, pero no lo es. Ha llegado a Castelldefels Hooters (“Tetas” en slang), un restaurante cuyas camareras son jóvenes y guapas, visten muy ligeritas de ropa y se caracterizan por lucir unos escotes de vértigo. Esta noticia no tendría nada de particular en un país occidental medianamente civilizado, pero ocasiona un inevitable escándalo entre nuestras catequistas de la CUP y los ayatolás de la corrección política que nos invade. Sólo la perspectiva de hacer tributar a tan próspero negocio ha evitado que la superioridad moral de los demócratas prohíba su apertura. Bonita escandalera para algo que, entre gente sensata, apenas merecería una visita curiosa para saber si los platos del restaurante están a la medida de sus sugerentes empleadas.

Yo no sé quién efectúa los estudios de mercado de esta cadena, pero montar un inofensivo local de estas características en el gran feudo de la corrección política tiene, sin duda, un alto índice de riesgo, a no ser –como creo y espero– que el fin de abrir semejante negocio en Catalonia haya obedecido a una gozosa y pícara provocación.

Una de las máximas de la publicidad reza que hay que hablar de uno, aunque sea mal, para dar a conocer el producto. Recuerdo, por ejemplo, que cuando no sé qué marca de comida basura lanzó una hamburguesa especialmente grasienta y rebosante de colesterol, la ministra socialista amenazó con prohibirla. Este abajofirmante y un grupo de sus amigos, que siempre hemos odiado los burgers, nos pusimos a la cola de unos de esos horribles comederos para atiborrarnos de grasaza de vacuno rancia. No era el huevo, era el fuero: el derecho que nos asiste a los que ya somos más que mayorcitos de edad a comer lo que nos dé la gana. Nos opusimos así a la Gran Enfermera y a sus sicarios.

Cuando yo era un chiquillo, don Julián, el religioso marianista que destrozaba mi vocación por las lenguas clásicas, nos habló en aquellas patricias aulas sobre Ernest Renan, al que llamó el hombre más malo del siglo XIX. Al llegar la mañana del sábado, ya estaba yo en la vieja Casa del Libro de Gran Vía comprándome la Vida de Jesús. Algo bueno tendría ese gabacho cuando tanto lo odiaba aquel adversario del latín. Todos conocemos el interés que suscitan siempre un libro o una película prohibida. Bien evidente es el ejemplo del PCE, que entró en decadencia en el mismo momento en que fue legalizado. No es de extrañar que sus militantes añoren al Generalísimo y cultiven tanto su memoria.

Hace bien poco, Cosme de las Heras elogiaba en este mismo Manifiesto a Hugh Hefner, el magnate de Playboy, un referente indispensable de las adolescencias nada wertherianas de mi generación. Con él muere una época de libertad en las costumbres que añoraremos los que la hemos vivido, cuando los hombres podíamos gozar inocentemente de nuestra virilidad sin ser amenazados, acosados y reprimidos por las Reverendas Madres Castradoras del feminismo y sus emasculados acólitos de la izquierda y la derecha del Sistema. Hefner representa un mundo que se va, el de los verdaderos y alegres sesenta, que nada tenía que ver con la sombría izquierda sesentayochista, sino con un hedonismo light, de coches rápidos, excelentes puros, mejores bebidas, interesantes lecturas y chicas guapas. Algo de lo que sólo disfrutaban plenamente unos pocos, pero que conformaba los sueños y la conducta de casi todos los que no habitábamos en el frenopático mental de las izquierdas. Aquello marcó nuestro talante y convirtió el sexo en un acontecimiento natural y gozoso, una especie de deporte, en el que el cuerpo y la mente despertaban a goces elementales que podían llegar a un refinamiento no sólo físico, sino hasta espiritual. Fueron también los años del descubrimiento de la sexualidad sagrada, del Tantra mal entendido y peor practicado, pero que siempre resultó más estimulante que las rutinas embrutecedoras y perversas de la monotonogamia.

Con el siglo XXI llegó el feminismo entendido como guerra de sexos y odio a la virilidad. La agresividad puritana de las viragos andrófobas ha cambiado radicalmente el panorama. Basta con leer los periódicos para comprobar que cualquier cosa es abuso sexual. Las declaraciones de la alcaldesa podemita de Barcelona (¡de dónde si no!), Ada Colau, sobre las cargas de Policía son producto de este delirium tremens marxista-vaginista, que movería a risa sino fuera por los efluvios a caza de brujas que emana. Las histéricas de Salem han vuelto, aunque ahora Cotton Mather es mujer. Lo que está pasando en Hollywood con Weinstein y demás famosos del cine se parece muchísimo a lo que sucedió en Nueva Inglaterra en 1692. Y lo peor es que la sociedad no reacciona, se calla amedrentada ante la exhibición de poder del lobby vulvócrata, que condena a la muerte civil a personajes que todavía no han sido juzgados por un tribunal. Basta con que salga una actriz denunciando en los medios a alguien para que éste ya se dé por perdido. ¿Cómo se demostrarán estas acusaciones?, ¿dónde están las pruebas?, ¿dónde la presunción de inocencia?, ¿por qué el testimonio de las víctimas cuenta más que el del acusado?, ¿se castigará ejemplarmente a las denunciantes si el acusado es absuelto?

Lo peor de esta oleada de puritanismo típicamente anglosajón es que se está contagiando a países católicos, siempre más indulgentes y sensatos en lo que a las debilidades de la carne se refiere. Nuestras leyes al respecto son sencillamente delirantes, como por desgracia saben tantos hombres en proceso de separación: hoy, un casado carece de derechos elementales, como la presunción de inocencia, frente a su esposa. No hay mayor pérdida de derechos para un varón que el contraer matrimonio. Cuando un incauto se dirige al juzgado para casarse, debería ser informado por un ujier de los riesgos en que incurre. Si en las cajetillas de tabaco se advierte al usuario de los peligros del producto, ¿por qué no colgar unos carteles de la misma naturaleza en donde se celebran las bodas?

El feminismo predica el odio al hombre y la represión de su sexualidad. Es el viejo puritanismo revestido de palabrería progresista, la envidia de pene sublimada ideológicamente. Hace treinta años, éramos tan bobos que pensábamos que la liberación de la mujer convertiría a ésta en una compañera, en nuestra igual, en la socia de una empresa de descubrimiento mutuo y exploración vitalista del mundo. Hoy nos encontramos con unas castradoras inmisericordes, que quieren destruir la sexualidad masculina y usan las leyes para reprimir y castigar su inevitable manifestación. Es la venganza de las feas, la apoteosis de las machorras. Y también la condena a un odio estéril de gran cantidad de ingenuas, adoctrinadas en una androfobia que acabará por recaer sobre sus propios hijos.

Si permitimos que esta política verdaderamente anti natura prospere como actualmente lo hace, llegaremos a la proscripción del sexo como en los peores años del nacionalcatolicismo. Aun así, siempre nos cabe el consuelo de que lo que atenta contra la naturaleza profunda del hombre y de la mujer –porque la mujer es la verdadera víctima del feminismo– acabará por hundirse, como siempre ha sucedido en la historia.

Pero no te engañes, lector, ser hombre significa ser antifeminista. Son ellas las que te han declarado su enemigo. Sé valiente, asume el reto y come en Hooters. Por algo habrá que empezar.

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