Ciertos pueblos no quieren despeñarse

La opción "iliberal" de los países excomunistas

Hungría, Chequia, Eslovaquia, Polonia, Estonia, Rusia… se han convertido en el más firme baluarte alzado contra lo que ahora se desquicia en la parte occidental de Europa.

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Cuando se mira el mapa y se observa la actual situación política, social y cultural de Europa (hablo de Europa como civilización, no de la cosa esa de la UE), uno no puede dejar de pellizcarse viendo todo lo que separa a los países del Este y del Oeste. Yo, sobre todo, que mucho anduve antaño por los países entonces sometidos al yugo soviético.

Por eso me pellizco. No sólo porque ha cambiado el signo de aquel mundo sometido a un desquiciamiento que hacía peligrar las bases mismas de lo humano. Me pellizco porque, al cambiar de signo, la mayoría de aquellos países (Hungría, Chequia, Eslovaquia, Polonia, Estonia, Rusia…)[1] se han convertido en el más firme baluarte alzado contra lo que ahora se desquicia —pero de forma totalmente distinta— en la parte occidental de Europa.

No se trata tan sólo del enfrentamiento entre los gobiernos que rechazan y los que fomentan la inmigración que, si no se remedia, acabará sustituyendo el ser propio de Europa. Se trata de lo que subyace a estas dos enfrentadas actitudes. Se trata de que, desde Irlanda hasta orillas del Elba, unas descastadas élites, llevadas por su empeño mundialista y contando con el consenso mayoritario (hasta ahora) de la población, pretenden desechar cualquier forma de identidad: cultural, histórica, nacional... Hasta sexual. O lo que es lo mismo, pretenden (aunque ni siquiera se dan cuenta) no ser nada: nada más que amorfos zombis movidos al albur de caprichos, entretenimientos y afanes económicos.

Es todo lo contrario lo que pretenden los pueblos ayer dominados por el comunismo. Lo que ahí se juega es seguir siendo lo que durante más de cinco mil años, en formas muy distintas pero unidas en el haz de una misma civilización, todos hemos sido: hombres plenos de sentido y enfrentados al sinsentido, enraizados en el pasado, marcados por el destino, conscientes de nuestra identidad.

La identidad

La identidad: he ahí la palabra clave. He ahí la cuestión que se juega a ambos lados de ese nuevo telón alzado entre quienes pretenden asumir su ser y quienes quisieran desprenderse de él, arrancarse carne y sangre, carecer de señas de identidad: histórica, cultural, nacional y hasta sexual (la que distingue al hombre y a la mujer, cuyo sexo, según ciertos delirios, no estaría determinado por la naturaleza, sino por la voluntad).

Es cierto, la frontera que separa a unos y a otros está resquebrajada por abundantes grietas. Las cosas no son en absoluto unívocas en Europa occidental, cuyos pueblos empiezan a rebelarse contra la apuesta que su superclase apátrida efectúa a favor de la nada. Entre ambas formas de ser y de sentir, la frontera es movediza (Italia, por ejemplo, está ahora mismo pasando al lado de quienes apuestan por la identidad), pero dicha frontera, al menos en cuanto a su origen temporal, está claramente delimitada: es la del antiguo telón de acero.[2]

¿Por qué?

¿Por qué la experiencia de aquel horror que fue el comunismo ha acabado desembocando en unas sociedades que hoy son, espiritualmente, las más sanas de Europa? Y al revés, ¿por qué en las ricas y democráticas sociedades de Occidente la experiencia de su plácido bienestar (agrietado, hoy, por una creciente precariedad) ha desembocado, por el contrario, en semejante descomposición?

Por dos razones.

En primer lugar, porque la descomposición comunista era tal —tan grosera, tan burda, tan descarada— que, no habiendo logrado engañar a quienes la padecían, acabó desmoronándose sin hacer mella en el alma de nadie. Sucede en cambio todo lo contrario con la descomposición que ha calado en Occidente hasta el punto de que sólo ahora empieza a ser percibida como tal. Es tan refinadamente diabólico el dominio que ejerce el liberal-nihilismo que sus dos grandes artificios —una igualdad de condiciones y una libertad política que sólo son formalmente tales— han calado en unas poblaciones convencidas de que la dominación que sufren —expresada en particular en el “pensamiento único” y “políticamente correcto”— no es otra cosa que la expresión misma de su libertad.

Ahora bien, si ello explica el arraigo en Occidente del nihilismo liberal, ello no explica por qué ha sido el iliberalismo —entendamos: la democracia asentada sobre la identidad y determinados principios sustanciales— lo que ha calado entre quienes estuvieron soñando durante años con el espejismo del modo occidental —es decir, liberal— de vida.

Es otra paradoja lo que permite entenderlo.

Debajo de toda la descomposición del mundo comunista, debajo de aquel amasijo hecho de materialismo grasiento, de resentimiento igualitario, de individualismo gregario, de internacionalismo proletario; debajo, más generalmente, de toda aquella desacralización del mundo que entronca con la derivada de los principios filosóficos de la Ilustración; debajo de todo aquello aún latía, sin embargo, otra cosa.

No todo fue arrasado por el comunismo. Más exactamente, su arrasamiento se desplegaba dentro de un ámbito que los comunistas no sólo no liquidaron, sino que lo promovieron: el ámbito de lo público, de lo político, el dominio de la historia. Por más in­‑­mundo que fuera, el mundo seguía siendo cosa de la polis, de la res publica; no era aún cosa del oikos, de lo doméstico, de lo privado. Era el poder político —no el del Mercado— el que lo aplastaba todo. Era el Gobierno —no la “gobernanza”— quien ejercía el poder. Era el internacionalismo revolucionario —no el mundialismo financiero— quien pretendía disolver las patrias (y las dejaba, pese a todo, subsistir). Era en nombre de la Historia —no del afán de lucro— como se arrasaba la belleza, como se esparcía el polvo de la fealdad y la vulgaridad.

Y no, no es en absoluto lo mismo. No es lo mismo que la belleza y la nobleza sean aplastadas en nombre de algo en lo que aún late el eco de lo grande; o que se vean arrastradas por las aguas venenosamente dulces y mansas, sin atisbo de grandeza ni de historia, que sólo mueve el afán mercantil. Sí, sí, claro está… Para quienes sufren el comunismo en su carne, para los muertos y deportados del Gulag, semejante distinción es perfectamente indiferente. Pero para los otros sí importa: para los que sobreviven al infierno, para los que renacen al concluir la pesadilla. Porque del comunismo se sale, el comunismo se acaba —sólo setenta años duró—, mientras que del túnel del liberalismo nihilista acabaremos sin duda saliendo un día, pero nadie sabe cuándo.

No sólo se sale del comunismo, sino que, al salir, puede alcanzar su verdadero vigor lo único tal vez que, bajo su tiranía, se mantuvo incólume: la historia, la colectividad, el ámbito de lo público… No es mérito del comunismo: al fin y al cabo, es lo que todas las sociedades, de una forma u otra, siempre han hecho.

Salvo una. Salvo esa sociedad cuyos dirigentes se aliaron con el comunismo durante la guerra civil europea; entregaron a Stalin la mitad de Europa; pasaron luego a combatir (de palabra) el comunismo; se imaginaron, al desplomarse el Muro de Berlín, que se convertirían en los exclusivos amos de la tierra, y casi estuvieron a punto de lograrlo durante los años en que un beodo denominado Yeltsin estaba al frente de Rusia.

Son estos mismos dirigentes —hoy convertidos en superclase mundialista y multiculturalista— quienes ahora observan, aterrados, cómo sus designios son impugnados por unos pueblos que, aferrados a su identidad, orgullosos de su historia, no están dispuestos a precipitarse por el despeñadero de la nada.



[1] Es indudable que la visión del mundo hoy dominante en Rusia se sitúa en el mismo ámbito —“iliberal”, diría Viktor Orbán… y maldeciría Emmanuel Macron— que caracteriza a la mayoría de los países ayer sometidos por la URSS. Los recorre un parecido aliento colectivo, por más que ello pueda disgustar a aquellos países (pienso, por ejemplo, en Polonia) que aún sienten la punzada de antiguas e históricas heridas. Actitud, sin duda, tan comprensible… como lamentable.

[2] Dicha frontera atraviesa incluso la mismísima Alemania, donde el estado de espíritu que caracteriza a la antigua República Federal es bien distinto del imperante en la antigua República Democrática, convertida en el principal bastión del combate contra la inmigración y el multiculturalismo.

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