Criminología

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Es curioso que, según el derecho penal se ha ido "humanizando", la criminalidad ha dado un salto a la vez cuantitativo y cualitativo. Las penas rigurosas no son disuasorias, dicen, pero tampoco las penas suaves contribuyen a la regeneración. La tendencia moderna del derecho penal es la de dar primacía al delincuente sobre su víctima. El delincuente no ha firmado ninguna convención contra la tortura, la pena de muerte o las minas antipersonal, por otro nombre bombas lapa, y en cambio sabe que, si se porta bien, puede rehacer su vida en la cárcel y salir de ella hecho un hombre de provecho, cuando no un héroe de su pueblo, si sus móviles fueron políticos.
 
Decía Maeztu, y no me canso de recordarlo, que, según el Fuero Juzgo, la ley se hacía para que las personas honradas pudieran vivir entre los delincuentes, y que en cambio, según la democracia, se hace la ley para que los delincuentes puedan vivir entre las personas honradas. Eso quiere decir que del mismo modo que al delincuente se le concede la presunción de inocencia, a la "sociedad" -¿o hay que decir "ciudadanía"?– se le atribuye una presunción de culpabilidad. Y es que la "ciudadanía" es laica y no tiene derecho a castigar el crimen como Dios castiga el pecado. Ya lo dijeron Koestler y Camus. Ya lo dijo el marqués de Beccaria. En cambio, nuestro Lardizábal, caballerito de Azcoitia,   sostenía que la justicia emanaba de Dios. Un siglo después vendría a darle la razón nada menos que Dostoyevski, cuando decía que si Dios no existe, todo está permitido.

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