El tango porteño, nacido en los arrabales de Buenos Aires como baile prostibulario entre los inmigrantes europeos recién llegados: el tango, una de las pocas grandes música del siglo XX, lleva el sello indiscutible de una Europa mediterránea y apasionada, de una Europa hoy desaparecida para ser más moderna y aséptica, más gris y uniforme. Con el tiempo, el tango argentino llegó a alcanzar los salones de la alta burguesía de principios del siglo XX, en ambas orillas del Atlántico. En sus sensuales movimientos, hombres y mujeres recrean, sienten y dominan, a través de sus cuerpos entrelazados, la transgresión del adusto orden del mundo.
Todo ello queda aquí plasmado, entre la música de Piazzola, la de un tango clásico, “Por una cabeza”, de Gardel y Le Pera, y las pinturas de Jack Vettriano y otros grandes autores. Sensuales curvas de mujer, firmes piernas de hombre: buscándose y entrecruzándose en medio de la fuerza, la belleza y la pasión: tal es el mejor resumen de la unión de un mismo mundo en ambas orillas del charco. No hay que olvidar que los inmigrantes europeos supieron, allende los mares, fundar una ciudad y recrear una cultura a imagen y semejanza de la suya; una cultura quizás más abierta y voluptuosa, más nueva y vibrante, pero hija de las mismas quimeras y esperanzas. Hoy ambas orillas languidecen asfixiadas por distintos males, pero que tienen un común denominador: la muerte del espíritu que destroza al hombre occidental.
Aquí están estas imágenes para recordar que el tango es la última danza de fuego y verdad de un Occidente, hoy, aséptico y pudibundo.