Esto no es sólo un ejercicio de memoria

Tu vida cambió cuando cayó Constantinopla (aunque no lo sepas)

Fue un 29 de mayo del año 1453. La capital del imperio bizantino, Constantinopla, caía en manos de los turcos. Se hundía así el baluarte oriental de la cristiandad frente al expansionismo del Islam. En España ya no se estudian estas cosas, pero ese día cambió la historia del mundo. Porque, desde entonces, buena parte de la historia de Europa fue inseparable de la amenaza musulmana en Oriente. Hoy tenemos a Turquía en las puertas de la Unión Europea. Buen momento para recordar qué significó la caída de Constantinopla. Y para evocar a los españoles que murieron allí; porque los hubo, faltaría más.

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RODOLFO VARGAS

El 29 de mayo de 1453, tras largo asedio de los turcos selyúcidas, caía Constantinopla, capital del Imperio Bizantino, reducido por entonces ya a una mínima expresión, pero todavía símbolo y baluarte de la resistencia cristiana contra la potencia creciente del Islam. El ejército de Mahomet II tomó la ciudad –defendida heroicamente hasta la muerte por el propio basileus Constantino XI Paleólogo– a sangre y fuego, como dos milenios y medio antes los Aqueos habían hecho con Troya al otro extremo del Bósforo. No es ésta la única coincidencia entre las dos ilustres metrópolis: Roma sería la heredera de Bizancio, como lo había sido de la antigua Ilión. En efecto, la amenaza islámica que se cernió sobre el Imperio de Oriente –y que finalmente se resolvió en su conquista por la cimitarra– provocó un éxodo masivo a Occidente de sabios bizantinos, los cuales llevaron consigo valiosos códices con las inmortales obras de los autores griegos de la Antigüedad. Su redescubrimiento en el ámbito latino de la Cristiandad dio un decisivo impulso al Humanismo, constituyendo asimismo una importantísima fuente de inspiración del Renacimiento, movimientos ambos patrocinados y promovidos por los Papas. Muchos de aquellos sabios llegaron con Juan VIII Paleólogo al Concilio de Florencia (1439-1445), convocado por el papa Eugenio IV para lograr la unión con los cristianos griegos rota por el cisma de Miguel Cerulario desde 1054. El florecimiento de la ciudad y corte de los Médicis, dicho sea de paso, se debió en gran parte a este magno evento.

El Imperio Bizantino había conocido un período de esplendor en la era de Justiniano (siglo VI), el cual logró reconquistar a los bárbaros parte de los antiguos territorios del Imperio Occidental. Después del emperador Heraclio, las disputas teológicas y las revoluciones de palacio debilitaron el poder constantinopolitano (quedó frustrado, por ejemplo, un interesante intento de unión de Carlomagno con la emperatriz Irene). El golpe más rudo lo recibió, sin embargo, de los venecianos, que desviaron la Cuarta Cruzada de su objetivo de liberar los Santos Lugares para hacerse con la opulenta Bizancio en 1204. Ello provocó, además, un recelo y un odio prácticamente invencibles de los griegos hacia los latinos. A pesar de todo, Constantinopla siguió constituyendo un valioso baluarte de la Cristiandad contra el avance de los mahometanos, cuya ambición era hacerse con Europa, como se habían hecho con Asia Menor y con el norte de África. Su caída produjo un gran vacío y un peligroso desplazamiento de la frontera defensiva cristiana (a Hungría y Polonia). Por otra parte, la Península de Anatolia, cuna que había sido de San Pablo y de las primeras y más florecientes comunidades cristianas (arrasadas por los seguidores de Alá), se convirtió en Turquía, el más potente centro del expansionismo musulmán. Lo cual nos lleva a una reflexión sobre un tema de gran actualidad. 

De Bizancio a la Unión Europea

La Unión Europea se ha ido ampliando desde su constitución hasta llegar a más o menos el ámbito que la geografía política conoce como “Europa”, a excepción de Suiza, Noruega, Islandia, la Rusia aquende los Urales y los países eslavos del ámbito balcánico. Los actuales candidatos a ingresar en el megaclub son Croacia, Macedonia y Turquía. Este último país, con una exigua parte de su territorio de la parte de acá de los Dardanelos (dato geográfico en el que se basa sus pretensiones), es hoy de indudable importancia estratégica para Occidente, por lo cual no puede desdeñarse una especial relación con Europa. Negamos, sin embargo, que esta relación deba ser a título de estado miembro de la Unión. A ello se opone la Historia, que nos enseña cómo el antiguo Imperio Turco fue un activo adversario de la Cristiandad (nombre con el que hasta un reciente pasado se conoció a Europa). No puede soslayarse el hecho de que la identidad europea se corroboró y consolidó en su secular lucha contra el agresor turco. Los hitos de esta lucha están ahí para demostrarlo: no sólo las tristes derrotas cristianas de Bosnia (1463), Rodas (1522) y de Mohacs (1526), sino los brillantes y decisivos triunfos de la Cruz en Belgrado (1456), Lepanto (1571) y Viena (1683). Sólo la Paz de Carlovitz de 1699, impuesta a la Sublime Puerta, marca un franco retroceso de los turcos, que deben renunciar en lo sucesivo a sus ambiciones de extenderse más allá de sus dominios balcánicos (donde continuarán oprimiendo a las poblaciones cristianas hasta la rebelión de éstas a lo largo del siglo XIX). 

El estatus de la actual Turquía en relación con la Unión Europea puede ser el de un estado observador, pero a condición, por supuesto, que no sea una cabeza de puente del actual expansionismo de la Medialuna, hipótesis que no debe descartarse a pesar del oficial laicismo del moderno estado turco (fundado por Kemal Ataturk) y de las manifestaciones en contra del fundamentalismo coránico (recordemos el elocuente caso de Irán, que pasó del régimen moderado del Sha a ser el exportador de la revolución islámica). Ya la fuerte presencia de poblaciones de origen turco en países como Alemania y Suiza –debida a la primera oleada inmigratoria musulmana– habla de una penetración sociológica que se ha ido fortaleciendo con los núcleos árabes de los extrarradios franceses y la ya importante implantación en España. Lo que no lograron las armas en el pasado, lo está consiguiendo la proficua natalidad de poblaciones que no creen en el control de la natalidad ni saben de aborto y que creen firmemente en su religión, en el seno de un Occidente al que ven con desprecio como autosuficiente, opulento, materialista, impío y ateo, es decir, con todas las condiciones óptimas para ser conquistado. Lo malo es que, desde el momento en el que la propia Europa ya no sabe o no quiere saber de dónde viene ni cuáles son sus raíces, cualquier cosa puede pasar. La efeméride de hoy –que es tradicionalmente considerada un importante mojón divisorio en la Historia de Occidente– nos puede ayudar a reflexionar sobre nosotros mismos y sobre los peligros que nos obstinamos en no ver.

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