Entrevista con Alain de Benoist

El socialismo contra la izquierda

Recientemente, se ha publicado el libro titulado "El socialismo contra la izquierda. La izquierda contra el pueblo" (Ediciones Fides), cuyo autor es Alain de Benoist, pero en el que también participan Rodrigo Agulló y Charles Robin, una de las promesas de la "nueva Nueva Derecha". Por gentileza de la editorial Fides publicamos a continuación una entrevista incluida en dicho volumen.

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¿Es el partido socialista un auténtico movimiento socialista?

El término “socialismo” designaba en Pierre Leroux la ayuda mutua obrera. Resulta difícil utilizar esa misma palabra para describir, por ejemplo, las “turlupinadas” [farsa grosera interpretada por el actor Turlupin, NdT] de François Hollande, Harlem Désir, Jack Lang, Julien Dray o Jerôme Cahuzac. El socialismo es, por definición, incompatible con la explotación capitalista y con la lógica del mercado a las que los partidos socialistas se adhirieron hace al menos treinta años. Como ha dicho Jean-Claude Michéa, «la izquierda y la derecha están de acuerdo actualmente en considerar la economía capitalista como el horizonte insuperable de nuestro tiempo». El “matrimonio para todos”, la legalización del cannabis y la construcción de una Europa esencialmente mercantil, no son, evidentemente, objetivos socialistas, sino objetivos liberales. El partido socialista es ahora un grupo de tecnócratas, funcionarios y “bobos” [del francés “bohémien bourgeois”, burgués bohemio, NdT], que están totalmente separados del pueblo. Denunciar a los “socialistas del poder”, como no dejan de hacer la derecha y la extrema derecha, muestra que no tenemos la menor idea de lo que es el socialismo. En cuanto al partido comunista, éste se ha convertido en un partido socialdemócrata que, incluso recientemente, tuvo la poca vergüenza de abandonar el viejo símbolo de la alianza entre obreros y campesinos que era la hoz y el martillo.

¿Cómo explicar la adhesión de la mayor parte de la izquierda al capital?

En sus libros, Jean-Claude Michéa lo explica muy bien. Lo que nosotros conocemos como “izquierda” nació en Francia, en el momento del “affaire” Dreyfus, de dos tendencias totalmente diferentes: de una aspiración a la justicia social provocada por el movimiento obrero y de una filosofía del progreso heredado de la Ilustración, que Sorel justamente definió como fundamentalmente burguesa. La izquierda se fue separando del pueblo, al tiempo que rompía con el socialismo obrero y proletario. Pero todavía conserva la metafísica del progreso, que comparte con la derecha liberal. En estas condiciones, el liberalismo “societal” de la izquierda se reúne con el liberalismo económico de la derecha. Michéa también ha demostrado que el socialismo original, que se oponía con determinación a las jerarquías del Antiguo Régimen, no tenía ninguna intención de abolir las solidaridades orgánicas tradicionales, ni de atacar los fundamentos comunitarios del vínculo social. Afirmaba, por el contrario, su deseo de enraizar la convivencia en las solidaridades heredadas del pasado, y de contestar la idea liberal según la cual el mercado, la lógica del interés y el derecho procesal serían suficientes para mantener unida la sociedad. La izquierda, ahora, se adhiere a la lógica del antirracismo y de la “lucha-contra-todas-las-discriminaciones” para ocultar el hecho de que ha dejado de ser anticapitalista. Si Michéa ha podido anunciar recientemente su decisión de romper con la izquierda, no es porque él se haya convertido en antisocialista. Antes al contrario, lo ha hecho porque él es un socialista que no puede identificarse con aquello en lo que la izquierda se ha convertido.

¿Quién es todavía socialista según esta concepción?

En el campo político no hay mucha gente. Obviamente, podemos encontrar ecos en algunas propuestas de Jean-Luc Mélenchon o Nathalie Arnaud, como también en algunos sectores de la extrema izquierda. Pero es, sobre todo, entre algunos observadores y teóricos que todavía podemos encontrar una adhesión real a los ideales socialistas. Pienso nuevamente en Michéa, así como en algunos neomarxistas críticos como André Tosel o Denis Collin en Francia, Costanzo Preve en Italia, Robert Kurz en Alemania, que han comprendido que el socialismo aspira a la Gemeinwesen (como revelación del “ser”, en el sentido de “ser-conjunto”), donde el capitalismo revela exclusivamente la lógica del mercado, es decir, la mera lógica del “tener más”. También han entendido que la crisis actual no sólo se explica por la especulación, sino que es sobre todo una crisis del modo de producción capitalista, es decir, al mismo tiempo una profunda crisis del trabajo y una crisis de la valorización del capital.

¿Cómo se define pues el socialismo?

Como resulta probablemente muy complejo aspirar a una definición doctrinal exhaustiva, voy a mencionar algunos de sus elementos. El socialismo es principalmente una doctrina que sitúa lo social en primer lugar (lo social, y no sólo lo económico al que se asocia muy frecuentemente). Por lo tanto, es un holismo, y no un individualismo. El concepto clave al que se refiere es “lo común”. El socialismo es la causa del pueblo (en el sentido político del término). Por tanto, situar al pueblo por delante de las élites, al trabajo antes que los beneficios. A partir de este hecho, por sí solo, el socialismo presupone la democracia, entendida como la soberanía del pueblo y la posibilidad dada a todos los ciudadanos de participar en los asuntos públicos. Por último, por oposición al capitalismo que implica la movilidad, la flexibilidad y el desarraigo, creando un sistema de “atomización del mundo” (Engels), donde todos los vínculos se disuelven en “la guerra de todos contra todos” que caracteriza el universo de la competencia absoluta, mientras que el socialismo real, por el contrario, se fundamenta en el arraigo.

Personalmente creo que, en la historia del socialismo, debemos retener tres nombres clave: Karl Marx, Marcel Mauss y Georges Sorel. Marx escribió muchas cosas cuestionables, pero fue el primero en dilucidar la esencia de la Forma-capital: su tendencia a la ilimitación y a la sobreacumulación, que entrañan el fetichismo de la mercancía y la reificación (cosificación) de las relaciones sociales. Mauss, por su parte, se enfrenta el intercambio  mercantil, restaurando la nobleza del sistema del “don” y del “contra-don”. Sorel, teórico del sindicalismo revolucionario, mostró que la clase obrera sólo puede contar con sus propias fuerzas, y que debe mantenerse separada del juego parlamentario y partitocrático.

¿Cómo puede el socialismo ser una alternativa real a la globalización liberal?

Precisamente porque contradice todos los supuestos fundadores de la ideología liberal. El socialismo podría ser viable a todos los niveles, pero es evidente, dada la interpenetración planetaria de los circuitos económicos y de las redes financieras, que podría ser más efectivo a una escala mayor. Una potencia europea fundada sobre principios socialistas constituiría un polo de regulación muy estimable respecto a la actual globalización.

¿Habría que salir de la Unión Europea, que representa a las altas finanzas, para instaurar un socialismo de arraigo?

Por desgracia, creo que esto no resolvería ningún problema. El retorno al pasado que proponen los soberanistas dejaría a los Estados-nación igualmente desarmados, si no más, frente a la influencia de los mercados financieros.

¿Hay todavía espacio para el beneficio y la libre empresa?

Por supuesto. Lo que se cuestiona es sólo que el modelo de mercado se haya convertido en el modelo paradigmático de todos los hechos sociales. Hay una gran diferencia entre una sociedad de mercado y una sociedad con mercado. El sector privado debe mantenerse, pero debe coexistir con un sector público fuerte, y también con un tercer sector que corresponde a fenómenos tan diferentes como las actividades asociativas, las empresas cooperativas, la mutualización de la asistencia o ayuda mutua, los sistemas de intercambio local, etc.

¿Puede apoyarse una cogestión paritaria de las empresas entre el empresario y los asalariados?

¿Por qué no? Pero esto es sólo una medida entre otras. La más importante es que el sistema general de producción debe ser completamente revisado. El único interés que presenta, desde el punto de vista de la Forma-capital de los productos en el mercado, es su valor de cambio, es decir, que podemos intercambiarlos contra una suma de dinero que posteriormente es posible reinvertir. En otras palabras, el propósito del sistema capitalista no es producir valores de uso, sino valores de cambio. Las mercancías no son fabricadas en función de su utilidad real, sino únicamente con el objeto de ser vendidas» (John Ruskin). A esto se añade la obsolescencia programada de los productos. Es aquí donde radica el verdadero problema.

¿Qué responder a los nacional-identitarios que afirman todavía que el Estado es un enemigo, y que lo privado y el mercado funcionan siempre mejor?

En primer lugar, esto simplemente no es cierto. Las privatizaciones masivas realizadas en Gran Bretaña en la época de Margaret Thatcher se han revelado frecuentemente catastróficas. En los Estados Unidos, donde la red ferroviaria está totalmente en manos privadas, nadie ha sido capaz de establecer algo similar al tren de alta velocidad. Se podrían multiplicar los ejemplos. “Hacer más barato”, por otro lado, no siempre tiene sentido si no se tienen en cuenta otros criterios de evaluación. Lo que es “más barato” se paga después en otras áreas, especialmente en el campo de la seguridad y, de una forma más general, en la calidad. La misma cuestión se plantea cuando se habla de una “mayor eficiencia”, como si la eficacia fuera un fin en sí mismo, independiente de los costes marginales correspondientes a las externalidades negativas. Nuevamente, la alternativa no reside siempre en elegir entre el Estado y el sector privado.

¿Cómo exigir a los empleadores la remuneración correcta de los salarios, garantizar unas condiciones de trabajo dignas y obligarles a poner en marcha la necesaria justicia social?

No debemos moralizar un sistema que, por definición, es indiferente a las consideraciones morales. Siempre se puede, por supuesto, imponer normas más estrictas que otras, pero, al hacerlo, vamos a fomentar el desarrollo de ese mismo sistema. Desde este punto de vista, es igualmente ridículo oponerse a un buen capitalismo industrial, nacional y arraigado que a un capitalismo “apátrida”, puramente especulativo y financiero. Está en la esencia misma del capitalismo trabajar hacia la eliminación de las fronteras, la movilidad acelerada de las cosas y los hombres, la sobreacumulación. La Forma-Capital es el hecho que más avanza. Es la forma asimilable a lo que Heidegger llamaba Gestell, es decir, el dispositivo de apoderamiento planetario basado en la lógica del mercado, el pensamiento utilitario y la axiomática del interés.

Los regímenes autoritarios de los años 30, comenzando por los fascismos, generalmente recurrieron a la mística nacional para resolver los antagonismos de clase. Mientras que el comunismo soviético nunca pasó de ser un capitalismo de Estado, los fascismos comulgaban con la idea de un “desplazamiento” o de una  “reconciliación” de las clases sociales. Mediante la implementación de más “justicia social”, esperaban concienciar a los trabajadores y a los empresarios de que pertenecían a la misma comunidad nacional, que era percibida como algo natural para disipar los antagonismos sociales. Es precisamente esta ilusión la que no dejó de denunciar Georges Sorel. Los sindicalistas revolucionarios consideraban también que no había nada peor que sugerir a los trabajadores que sus intereses podían coincidir con los de los empleadores, porque estos últimos estaban condicionados en materia de explotación de la fuerza de trabajo y de la extracción de la plusvalía. Cualquier política de “paz social” basada en el interés “nacional” es una mistificación. Esta es también la razón por la que en 19l4 Sorel rechazó la “Unión sagrada”.

¿Todavía tiene hoy alguna resonancia la lucha de clases?

Tiene más importancia hoy que en el mundo de hace veinte años, pues la parte de los salarios dentro del PIB nunca ha sido tan baja, mientras que la parte correspondiente a los beneficios nunca ha sido tan alta, lo que viene a demostrar que la brecha entre los más ricos y los más pobres sigue aumentando. La lucha de clases que se opone a los productores y al mercado financiero está más presente que nunca: como acertadamente dice Robert Kurz, la devaluación del valor incluso ha dado lugar a una “economía de guerra sin guerra”. Las clases sociales representan la polarización social e histórica de la contradicción existente entre el capital y las clases populares. En este sentido, las clases y la lucha de clases no existen la una sin la otra: se manifiestan simultáneamente. El problema es que hoy en día la conciencia de clase, que implica unas relaciones de clase, es más frecuente entre los explotadores que entre los explotados. Warren Buffet, una de las mayores fortunas mundiales, declaraba en 2005: «La guerra de clases existe, es un hecho, pero es la mía, la clase de los ricos, la que conduce esta guerra y estamos a punto de ganarla».

Pero sería un error definir las clases únicamente como conjuntos de individuos agrupados por un interés material común. La lucha de clases, señaló Edouard Berth, no es la revuelta de los pobres contra los ricos, como Blanqui imaginaba, sino más bien, como Marx mostró, la revuelta de los productores contra el sistema capitalista. No enfrenta sólo a grupos de intereses divergentes, sino también a tipos humanos opuestos (que, por esa misma razón, puede que no tengan intereses comunes entre ellos).

La gran división social de la actualidad es la que existe entre las clases populares todavía “territorializadas”, cuyo estilo de vida y de sociabilidad, por lo general, se limita a un área pequeña y restringida, y una Nueva Clase globalizada, engendrada por un neocapitalismo financiarizado y cada vez más desterritorializado. Esta Nueva Clase se formó como resultado de una intensificación de la movilidad en un clima marcado por la desregulación de los mercados y las innovaciones tecnológicas, que producen un estrechamiento de los marcos referenciales de espacio y tiempo. A partir de los años 80, asistimos a un fenómeno de “transnacionalización” de las élites, que se convierten en partidarias del “nomadismo”, sin dejar de vivir en una forma casi incestuosa de endogamia. La anulación de las distancias espacio-temporales, que marca la independencia frente a los obstáculos psíquicos, consagra las nuevas posibilidades para actuar a distancia y garantizarse una seguridad de tipo extraterritorial. Frente a ella, la frustración de las clases populares, así como de las clases medias amenazadas por el “desclasamiento”, pueden evidentemente convertirse en el motor de una nueva lucha de clases.

¿Cómo combinar socialismo y decrecimiento?

El capitalismo considera el crecimiento económico del capital como la base material indispensable de la evolución de la humanidad. El decrecimiento no es el “crecimiento negativo”, ni el retorno al pasado, ni la austeridad generalizada. Es un reto que pone en cuestión, a la luz de una simple constatación (los recursos naturales no son gratuitos ni inagotables, un crecimiento material infinito es imposible en un espacio finito), un modo de vida cotidiano basado en la única necesidad de “producir para producir y de acumular para acumular” (Karl Marx), es decir, en la idea de que “más” es siempre sinónimo de “mejor”.

¿Cómo hacer triunfar un auténtico socialismo revolucionario en el siglo XXI?

No hay una receta a largo plazo. Lo que podemos constatar, en lo inmediato, es que el capitalismo se destruye muy bien a sí mismo. La determinación esencial en el régimen capitalista es el valor. Pero la socialización negativa del valor encuentra hoy sus límites históricos, porque el capitalismo, al tiempo que se nutre del trabajo humano, implica, por su propio desarrollo, una reducción de los costes, aumentando la productividad, lo cual destruye el trabajo humano. Esta es la razón por la cual cada vez más hombres devienen en “superfluos” en un sistema en el que, al mismo tiempo, el volumen de mercancías no deja de incrementarse. El problema, entonces, es saber cómo los bienes producidos pueden ser adquiridos por estos hombres “superfluos”, cuyo poder adquisitivo no deja de disminuir. Es evidente que hay una contradicción fundamental: por un lado, la fuerza de trabajo es indispensable para el proceso de producción, por el otro, debido a las ganancias de la productividad que se incrementan regularmente, esta fuerza de trabajo interviene de hecho cada vez menos en el sistema de producción. Es bajo el efecto de esta contradicción sistémica que el sistema capitalista se autodestruye ante nuestros ojos: la valorización de la producción se hace cada vez más dependiente del crédito, como anticipación de una supervivencia futura que no podrá realizarse porque el aumento de la productividad vacía el valor de su sustancia. Por ahora, el sistema se limita simplemente a posponer el colapso por medio de la emisión de dinero, pero esto no puede hacerse indefinidamente. Cuando el capital no produce suficiente valor para el conjunto de la sociedad, como es el caso hoy en día, es el conjunto de la sociedad el que apela a la revuelta.

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