Mayo del 68 y su legado

Cuando París fue una fiesta

Los niños bitongos de aquella erupción de acné y brote de escarlatina eran tan burgueses como sus papás.

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Se veía venir. La batalla de Armagedón no se libró el 10 de mayo del 68, que es cuando la teología progre fecha la Noche de las Barricadas, sino mucho antes. Dani el Rojo, que luego diluiría su color en el aguachirle ecologista, había mojado tres meses atrás la oreja del rector de la Universidad de Nanterre acusándolo de no follar. Aquello encendió la mecha. Un revuelo de mozos avec culottes de Levi’s y de mariannes en minifalda se puso a practicar el swinging y el cruising por las calles de París. Desengáñense. Nosotros, los de entonces, lo que queríamos era ligar. Permitan que me incluya en ese plural democrático. Los franceses, tan leídos ellos, arman una marimorena cada poco. Todo, de hecho, estaba en los libros. Sartre, la Beauvoir, Fromm, Fanon, Reich y sus orgones, Guy Debord y el situacionismo, Lévi–Strauss y el estructuralismo, Althuser, Lacan, Adorno, Marcuse y su pepla del hombre unidimensional... ¡Menuda tropa!, exclamó Pasolini. Cuando París estornuda, el planeta se resfría. El mayo francés fue ventisquero, embalse y delta de una red hidrográfica global. Fidel ya había entrado en La Habana. Dien Bien Phu había caído. Argelia se había independizado. Bertolucci había rodado Prima della rivoluzione y Godard La Chinoise. Mao Tse Tung había soltado a sus guardias rojos sin cadena y sin bozal. Campillo había fundado el Partido Prochino en su covacha de la Sorbona. El Tío Ho Chi Minh y el Tío Sam braseaban los arrozales vietnamitas. Pronto novelaría Norman Mailer la marcha de los Ejércitos de la Noche sobre Washington y los tanques del Pacto de Varsovia cortarían las flores de la primavera de Praga. El becario Pol Pot tejía en el Boul’Mich la tela de tarántula de los jemeres rojos. Timothy Leary pastoreaba a Cary Grant por los vericuetos del LSD. Los cachorros de samuráis del Zengakuren esgrimían sus katanas en los campus de Japón. ETA empezaba a matar. Aranguren, García Calvo, Montero Díaz y Tierno Galván habían sido apartados de sus cátedras. Raimon estaba a punto de cantar el Diguem no en la Universidad de Madrid y Pete Seeger el We shall overcome en el Madison. En Tlatelcoco hervían ya los chinchulines de la matanza del 2 de octubre. Woodstock se avecinaba. ¿Todo al tiempo? No, pero así se ven hoy las cosas desde la torre vigía del cincuentenario de aquel mayo resultón. ¿Qué pintaba yo en él? Mucho antes, en febrero del 56, un grupo de jaraneros y alborotadores (así nos bautizó Franco) habíamos organizado en Madrid una algarada similar. Creíamos que el Caudillo caería antes de la Nochebuena. No lo hizo. Murió diecisiete años después. El 30 de junio del 68 ganó De Gaulle las elecciones por una mayoría arrolladora. La Francia del bon sens le dio doscientos noventa y tres diputados. Después de Robespierre siempre llega Napoleón y, con él, la desbandada. Muchos nos fuimos a Kathmandú, nos hicimos jipis y encerramos los sueños en las volutas del hachís. Aún éramos pobres y felices. Cierto es, como señala Albiac en Fin de Fiesta, que el comunismo à la manière de Lenin y de Stalin se fue al carajo. Los niños bitongos de aquella erupción de acné y brote de escarlatina eran tan burgueses como sus papás. Sólo querían liquidar el consumismo y hacer el amor en vez de la guerra. Pero igual de cierto es que de aquellos polvos, en el doble sentido de la palabra, vinieron los lodos del relativismo, el cinismo y el multiculturalismo, nacieron los antisistema y el consumo, lejos de desaparecer, se convirtió en única deidad. ¿Mea culpa? Sí, también, porque yo, como digo, arrimé el hombro, aunque lo hiciese con mando a distancia, y porque el mundo de hoy es peor de lo que era el 2 de mayo de 1968.

© El Mundo

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