Evil white males

Desde el siglo XVIII los blancos pobres han sido objeto del odio de la élite americana. Ésta ha tratado de dominarlos usando contra ellos a negros e indios.

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Si el lector aún no tiene Manifiesto Redneck de Jim Goad (editorial Dirty Works, 2017), corra a su proveedor habitual y agénciese uno. Si, además, posee un buen nivel de inglés, compre la edición de Simon and Schuster y disfrute de un libro maravillosamente escrito. Goad hace explotar una demoledora carga de TNT contra el establishment y sus políticas de racismo institucional, promovidas por las élites intelectuales de la Ivy League y las huestes lloronas de la corrección política. No se lo pierdan. Descubrirán nuevos aspectos de la historia de los Estados Unidos y también se reirán mucho. No sólo es Historia, también es sátira de la mejor especie.

¿De qué va la cosa? Rednecks, hillbillies, crackers, los blancos pobres son el objeto de la aversión y del desprecio de las élites americanas. Forman un grupo social al que se puede insultar en público con términos que ocasionarían un verdadero escándalo si fuesen dedicados a negros, asiáticos, judíos o hispanos. Películas como Deliverance (1972) difaman a los montañeses blancos con formas y maneras que en nada envidian a la propaganda nazi. Canciones de raperos clamando por la muerte de los rednecks son aburridamente habituales en las emisoras afroamericanas; imaginemos qué sucedería en caso contrario. Pero ya sabemos que el odio es justo si lo propaga la etnia políticamente correcta. Incluso la belicista y feminazi Hillary Clinton se permitió el lujo de considerar a este muy amplio estrato social como un canasto de deplorables, lo que le valió que los evil white men ejercitasen por una vez su derecho al voto (todavía les dejan) y le dieran un milagroso triunfo electoral a Donald Trump. Goad explica el porqué de este odio de las élites al sector más desfavorecido de la sociedad estadounidense.

El libro es una demolición de los mitos que sostienen las políticas discriminatorias de la administración americana, dominada por el establishment liberal (término que en los Estados Unidos significa progre). Una de las leyendas que se viene abajo es la de la emigración voluntaria de los blancos al Nuevo Mundo. La excepción en el sufrimiento de la comunidad negra reside en el hecho de que ellos fueron traídos a la fuerza, de ahí sus crecientes privilegios y cuotas, dado que sus antepasados fueron importados como mercancías. Pero resulta que los peregrinos puritanos del Mayflower constituyen la excepción y no la regla entre la población caucasiana del período 1600-1780. La mayor parte de los pobladores blancos y pobres de las Trece Colonias (los tatarabuelos de la white trash) llegaron como deportados: eran irlandeses, escoceses y anglos condenados a servir como esclavos en las grandes plantaciones del Sur. Hasta 1776, Inglaterra exportaba sus muchísimos delincuentes, pobres y vagabundos, a las colonias americanas. Como dato curioso (toda la obra de Goad rebosa de estos datos que los manuales políticamente correctos escamotean) tenemos que durante el siglo XVII había muchos más convictos blancos trabajando en régimen de servidumbre que esclavos negros. En fechas tan tardías como 1750 se transportaban blancos a América en condiciones iguales a los de la trata de negros, en las que buena parte del pasaje perecía en el trayecto. En 1820 se perseguía a los esclavos blancos fugitivos y se les castigaba con una ración de latigazos que para nada hubiera envidiado Kunta Kinte. La palabra kidnap (“rapto”) tiene su origen en las abducciones de menores indigentes por los gangs ingleses, niños y niñas que se desangraron cultivando los campos de tabaco y algodón de los grandes plantadores virginianos. A diferencia de los esclavos negros, la servidumbre de los niños blancos era temporal (unos siete años), lo que hacía que sus amos y capataces los explotaran de forma salvaje para sacar el máximo partido de ellos. Resultado: el cincuenta por ciento moría antes de redimir su pena. Y conste que hablamos de niños y niñas de entre siete y quince años. Como señala Goad, América se parecía más a Siberia que a Disneylandia.

¿Por qué se impuso la esclavitud africana sobre la europea en el siglo XVIII? Por varias razones: la piel de los negros les impedía confundirse con los blancos en caso de fuga. Por otro lado, los blancos tenían una tendencia muy acusada a la rebelión y a tomarse la justicia por su propia mano. Pero ser esclavo negro no era muy diferente de ser blanco pobre. Los grandes plantadores del Sur fueron los que inventaron el término white trash (“basura blanca”) para referirse a los campesinos miserables que malvivían en los márgenes de la gran economía esclavista. Y aquí se desploma otra de las leyendas tras la que se oculta el gigantesco negocio de las reparaciones históricas a la minoría negra: sólo uno de cada quince blancos en los Estados Confederados era propietario de esclavos y consta que el 90% de los soldados del Sur no poseía ningún negro. Sin embargo, ahora se pide a los descendientes de los antiguos confederados que abonen de sus impuestos una sustanciosa indemnización histórica por los esclavos que nunca poseyeron. Y no sólo eso, como indica Goad: «Contando sólo las bajas nordistas, [...] al menos 300.000 caucasianos de clase baja murieron para liberar a cuatro millones de esclavos negros. Eso hace un cadáver blanco por cada trece libertos negros. En todo el estridente y rauco griterío que trata de las reparaciones raciales, se silencia el hecho de que muchos yankis pobres y blancos murieron en la lucha que supuestamente trataba de acabar con la esclavitud negra. Sería agradable escuchar al menos un “gracias”».  

Los democráticos y moralizantes yankis liberaron a los negros en 1863, pero sólo acabaron con el trabajo infantil a principios del siglo XX, pese a que los niños componían las dos quintas partes del trabajo industrial y pasaban más horas en la fábrica que los esclavos del Sur en el campo. Pero ya sabemos, la Confederación era la “mala”. Tanto que los congresistas yankis llegaron a pedir en la posguerra la muerte de todos los blancos al sur de la línea Mason-Dixon. Lean el texto de Goad y pásmense.

Desde el siglo XVIII los blancos pobres han sido objeto del odio de la élite americana. Ésta ha tratado de dominarlos usando contra ellos a negros e indios. Durante la durísima ocupación y saqueo nordista de los territorios de la Confederación, se llegó a imponer un sistema de apartheid y terror contra los vencidos que ocasionó el nacimiento del Ku Klux Klan como reacción frente a la política yanki de armar a los negros y azuzarlos contra los blancos. Pero no sólo se les persiguió y maltrató en el siglo XIX: el apoyo estatal a la usura agraria ha arruinado a los modestos granjeros rednecks de tal manera que su número ha pasado de diez millones en 1950 a sólo dos en 1990. Hoy 25 millones de blancos malviven bajo el umbral de la pobreza. Goad da unas cifras tan estremecedoras sobre la white trash en Estados Unidos que deberían provocar, al menos, una reflexión entre los bien pagados académicos que pontifican sobre el skin privilege.

“Privilegio” que se paga bien caro. Goad señala con datos del FBI que el 99% de los delitos interraciales en Estados Unidos tienen un agresor negro y una víctima blanca. En cuanto a las 9.415 violaciones interraciales del año 1988, por ejemplo, sólo 10 fueron perpetradas por blancos. ¿Quién ejerce la violencia sobre quién? Sin embargo, los intelectuales neoyorquinos han desarrollado toda una industria de la culpa que hace a los blancos responsables incluso de la violencia que tan evidentemente se ejerce sobre ellos. El autor lanza sus atinados y sarcásticos dardos contra ese insidioso complejo de culpabilidad fomentado por la izquierda yanki.

El redneck es el enemigo de la élite americana porque forma la capa social más numerosa y rebelde del proletariado. También es la que cuenta con una identidad peligrosa e independiente. El nacionalismo negro, pese a sus fanfarronadas, está subvencionado y vive de las generosas ayudas de la oligarquía. Sin embargo, la conciencia étnica de los blancos pobres es autónoma, opera con instituciones enfrentadas al Estado y puede cristalizar en movimientos potencialmente peligrosos para la plutocracia, como las milicias de Montana o los objetores fiscales. Por todo esto no es de extrañar que la aristocracia wasp demonice a sus hermanos menos afortunados y los convierta en los villanos por excelencia de los Estados Unidos, en los causantes de todos los males y en aquella fracción de la sociedad a la que se puede marginar, discriminar y aterrorizar con la conciencia tranquila. Goad ve un evidente trasfondo clasista en todo este sistema de opresión, donde la raza es la anécdota y la clase la categoría. Puede ser. Pero el fracasado melting pot americano se ha construido sobre el cadáver de una nación que quizás no haya muerto del todo y que ahora puede renacer de otra manera: la vieja Confederación. Además, la evidente separación de los americanos por etnias, pese al adoctrinamiento de toda la biempensancia, también nos muestra que no sólo son los factores económicos los que dividen a unos Estados cada vez menos Unidos.

Pero lean a Jim Goad. Merece muchísimo la pena. Y se reirán con su humor ácido, entre Céline y Swift.

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