Una larga enfermedad

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Ya no se odia como antes. En los buenos viejos tiempos, el odio era un sentimiento arraigado con espartana solidez en el corazón del rencoroso, sedimentado con paciencia de años, lustros de hervor en la endiablada cocina que las víctimas del mal tienen encastrada en el alma. Se odiaba incondicionalmente, sin calendario ni tregua, sin reparar en medios. El poseso por el odio soñaba con que el objeto de su enfermiza pasión acabara colgándose de un olivo después de haberse arruinado por completo y padecido la ignominia del desprecio público. No envidiaba el coche del vecino: quería que el vecino se quedara sin coche. Además, se odiaba a personas concretas y por motivos concretos. Se odiaba al prójimo por vivir en domicilio mejor acomodado, por estar casado con mujer hermosa y no con un trostio enfangado en michelines como el que se tenía en casa; se odiaba al compañero de facultad que arrebató novia y mieles al infeliz pasmarote, al jefe que alimonaba la vida de sus subalternos en la oficina siniestra, al compañero de profesión que alcanzaba éxito en tanto el codicioso amargado se anclaba en la absoluta mediocridad. Se odiaba con razón —sin lógica ni provecho, pero con razón—, y con mantenida intensidad. Con la debida constancia. El odio era una experiencia para toda la vida, como el primer amor o la irrenunciable torería. 

Hoy, no. Ni de lejos. 

Hoy el odio ni siquiera aspira a la categoría de sentimiento. Con ser emoción le basta y sobra. Se odia a cualquiera, de súbito, en cualquier momento de cualquier paseo por ese invento nefando que llamamos “redes sociales”. Se odia a un desconocido sólo con ver su careto y su foto de portada, y se instala esa imagen-representación en la tropa de los odiados en menos de lo que tarda en santiguarse un cura loco. Ya no se odia a personas señaladas, sino a “gente” en general: los que no votan lo mismo que otros votan, los que no piensan lo mismo que otros piensan, los que no comulgan con lo mismo que otros comulgan, los que claman a destiempo o protestan por causa inconveniente, los que callan demasiado o no guardan puntual el minuto de silencio. La tecnología en medios de comunicación, con ser tan compleja, ha tenido la virtud y el pecado de simplificar las relaciones, afinidades y aversiones hasta lo escandalosamente pueril: si odio a alguien en particular, es mi problema; si odio a muchos al mismo tiempo, evidentemente es por su culpa. Se lo merecen. 

Las redes sociales son como la vida del grandísimo Leopardi, según propia confesión: “una larga enfermedad”. Larga por lo extensa y lo multitudinario de sus posibilidades, no por el tiempo que llevan estos engendros parasitando nuestras vidas. En poco más de una década hemos alcanzado el privilegio de poder odiar, en la misma mañana, a un señor de Asturias, a un chino de Macao y a un argentino afincado en Estocolmo. Es un odio a la ligera, orvallante y sin sustancia: una porquería de odio. Y todo gracias a las ya muy citadas redes sociales, unos lugares donde quien no odia no se distrae y donde todo lo que no es inquina y bilis negra es publicidad o peloteo. Aunque tampoco quiero exagerar… Es cierto que en dichos sitios de Internet es posible mantener contacto con amigos verdaderos e incluso hacer nuevos agradables conocimientos. Pero, ay… Debe considerarse también que estos sanos usos del medio se producen en un entorno en el cual, literalmente, Australia no existe, la Tierra es plana, Franco está vivo, Trump y Hillary Clinton son alielígenas, Paulo Coelho un gran filósofo y un tal Garrido el no va más de la fineza poética. Es como disfrutar del waterpolo en una piscina de lava. 

Por qué, a la vista de lo visto, mantengo abierto perfil en una de las redes sociales más populares, es una pregunta interesante. Cualquier día me plantearé seriamente el asunto. De momento, sólo me consuela saber que cada vez que abro la página de Facebook me odio a mí mismo. O casi.

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