La Gran Sustitución

La disolución de Europa en una sociedad multicultural, sin identidades nacionales, islamizada y con unos índices crecientes de pobreza y subempleo, es el objetivo a medio plazo de la Unión Europea y de la plutocracia mundialista.

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Todavía a estas horas la policía británica se resiste a informarnos sobre la ideología de Salih Khater, el conductor que embistió contra peatones y ciclistas en Westminster. Uno de los servicios de información más eficaces del mundo ha tardado más de veinticuatro horas en especificar que el ciudadano británico que provocó semejante caos era de origen sudanés y, tal y como parece reflejar su nombre, todo hace suponer que de religión musulmana. El escamoteo de lo obvio por parte de los voceros de las plutocracias europeas no sólo es ineficaz, sino que además resulta ridículo y casi cómico. Basta con que suceda un atentado y con que las autoridades no digan nada sobre su autor para que ya sepamos que es obra de musulmanes wahabíes, con o sin pasaporte europeo. El silencio de políticos, policías y periodistas es la mejor confirmación. Baste como muestra el caso de Rotherham, en el norte de Inglaterra, donde una red paquistaní de violadores abusó de unas dos mil menores inglesas nativas entre 1997 y 2013 con el silencio cómplice de policías y munícipes, que temían ser políticamente incorrectos. Sobre Rotherham no habrá películas, ni programas prime time en la televisión, ni lazos morados, ni Me Toos, ni feminismo militante del que toma las calles con La Manada.  

Que el alud de inmigrantes islámicos es algo querido, fomentado y privilegiado por el establishment salta a la vista. Los millones de africanos a quienes los gobiernos y las ONGs animan a saltar las fronteras e instalarse en Europa proveen a la oligarquía dominante de una mano de obra muy barata, que sustituirá a los carísimos trabajadores nativos, a los que ya se empieza a diezmar con una legislación que premia la nula fecundidad, la disolución de la familia, la promiscuidad y el hedonismo vulgar. La disminución de la población originaria se verá compensada con la llegada de los muy baratos y fértiles reemplazos africanos, que formarán una casta inferior de subempleados, mientras lo que quede de los europeos será destinado a nutrir los cada vez más escasos cuadros medios, cuando no a descender directamente al nivel de la white trash americana.

 Es decir, de aquí a dos generaciones, Europa Occidental habrá dejado de ser Europa. Su composición étnica habrá cambiado de tal forma que el islam será la religión dominante en el corazón de la difunta cristiandad. Realmente, el terrorismo wahabí no es necesario, basta con esperar poco menos de un siglo para que Francia o Inglaterra sean Dar al Islam.

¿Cómo se ha llegado a esto? Desde 1945 se ha combatido abiertamente la identidad de los pueblos de Europa mediante la represión del sentimiento nacional, el complejo de culpa –fomentado por las élites académicas–, la extensión del individualismo extremo y, sobre todo, una visión estrechamente economicista del mundo, que valora las políticas esenciales de los Estados en términos de beneficios y pérdidas.

La industria de la culpa, que achaca todos los males del mundo a la acción de los europeos, es la justificación moral de la intencionada desidia de las autoridades a la hora de frenar este rumbo suicida de nuestra civilización. En el pasado mes de julio, por ejemplo, se produjo un asalto violento a la frontera española en Ceuta; veinte agentes de la Guardia Civil fueron heridos por seiscientos asaltantes, los cuales emplearon métodos que implicaban una organización paramilitar. En cualquier nación dispuesta a defenderse, estos individuos habrían sido devueltos en caliente a su país de origen o encarcelados con graves cargos en su contra. Sin embargo, pese su evidente delito, se les acoge como refugiados y se les permitirá el tránsito a la península. Por lo visto, actuar de manera contraria sería racismo. ¿Se imagina el lector qué hubiera pasado si en una manifestación de españoles se agrediese de manera semejante a los agentes de la autoridad? ¿Por qué se pueden emplear medios de defensa contundentes contra los nativos que pagan sus impuestos, y no se hace nada contra unos extranjeros indocumentados que asaltan nuestras fronteras? Buena parte de la respuesta está en la industria de la culpa, producto básico de las élites intelectuales en los últimos cincuenta años y esencial a la hora de explicar la inhibición psicológica de las autoridades. No nos queremos defender porque se nos ha educado en el autoodio, que ha conseguido el prodigio de que nos sintamos culpables hasta de la violencia que se ejerce contra nosotros. Recuerde el lector el aquelarre que se montó el año pasado por los bonzos de la izquierda catalana en Ripoll y Barcelona, tras los atentados de la Ramblas, donde a los asesinos islamistas se les consideró unos buenos muchachos, tanto que la culpa del atentado no era suya, sino de la sociedad occidental, es decir: nuestra.

La disolución de Europa en una sociedad multicultural, sin identidades nacionales, islamizada y con unos índices crecientes de pobreza y subempleo, es el objetivo a medio plazo de la Unión Europea y de la plutocracia mundialista que la controla. Sin naciones soberanas, divididas sus grandes ciudades en ghettos, sólo imperarán en el gigantesco mercado persa que nos espera el capitalismo salvaje y su administración oligárquica con sede en Bruselas. Las naciones soberanas tienen la «desventaja» de que sus gobiernos todavía responden ante el pueblo y son relativamente controlables por sus instituciones políticas, cosa que no pasa en las grandes organizaciones transnacionales, coto privado de financieros y burócratas. De ahí la campaña de extinción de las naciones europeas por parte de estos poderes, su cruzada contra los Estados y su coerción migratoria salvaje, que sirve para disolver las culturas originarias con la deportación-importación de millones de «nuevos europeos». 

La lucha contra el caos migratorio y la islamización forzada de Europa no sólo pasa por medidas políticas (que no se toman) ni por sobornos a los países emisores. Tiene también la necesidad de un rearme cultural: un cambio de valores que sirva para poner fin al envenenamiento de nuestra civilización mediante los complejos de culpa y para acabar también con la apología de unas conductas que incitan al suicidio demográfico y que pisotean la tradición europea, que es el mejor remedio contra la peste de la corrección política. Y, sobre todo, el problema empezará a resolverse cuando los cálculos económicos se sometan a la soberanía e identidad de los pueblos.

Mientras no se actúe de esa manera, seguiremos esquivando coches sin frenos.

 

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