La falacia de una Europa de las «pequeñas patrias»

La identidad defendida por una parte de la «derecha radical» es pluricircular: identidad carnal (regional), identidad histórica (la gran nación) e identidad civilizacional (europea).

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La ilusión de una federación étnica europea

¿Qué Europa se está construyendo actualmente? ‒se pregunta Pierre Hillard. Siguiendo con el sueño étnico de Guy Héraud, Yann Fouéré y Marc Augier (alias Saint-Loup), la respuesta es: Europa se orienta sensiblemente hacia un Estado federal de regiones definidas étnicamente en detrimento de los Estados-nación, pero, curiosamente, con la excepción de Alemania. En efecto, mientras que este sistema conduce al desmantelamiento de todos sus socios, Alemania renace más grande y más fuerte por razón de este nuevo guion. Este proceso ya era preconizado por los “pangermanistas” de finales del siglo XIX y primera mitad del XX. Basta recordar la seducción ‒interesada y manipulada‒ que despertó la Alemania nazi en los distintos movimientos regionales independentistas de los países ocupados, de los que el bretón será el caso más paradigmático.

La Europa que se prepara, según Pierre Hillard,[1] es un Estado federal de las regiones con base étnica, y no podemos dejar de señalar el rol influyente jugado por Alemania en esta evolución. Existen, de hecho, cuatro documentos clave que orientan la construcción europea en beneficio del bloque germánico: la Carta de las lenguas regionales y minoritarias, el Acuerdo marco para la protección de las minorías, las Cartas de autonomía local y regional y el Acuerdo marco sobre cooperación transfronteriza. Estos textos marcados con el sello europeo son, en realidad, de inspiración alemana y nos conducen al riesgo de una parcelación étnica de Europa con la programada desaparición de los Estados-nación. Todos, excepto el alemán que, por esos mismos criterios étnicos, vería incrementar su extensión y su población con la incorporación de los germanoparlantes de Austria, Suiza, Francia, Bélgica y Luxemburgo (incluso con las marcas neerlandesa y danesa).

Con razón dice Georges Feltin-Tracol que «el viejo proyecto pangermanista de un continente organizado en polos etnolingüísticos aseguraría, finalmente, para el área germánica, una clara hegemonía». Si bien Alemania se ve beneficiada por su unidad lingüística y cultural, constituyendo un bloque germanófono de más de 90 millones de personas (contando sólo a los austríacos y a los suizos y franceses de habla alemana), por lo que respecta a Francia, España, Italia, Gran Bretaña y los Balcanes, estos países están atravesados por diversas comunidades étnicas y lingüísticas con graves riesgos de implosión.

En último término, es una Europa dividida en regiones etnolingüísticas políticamente autónomas lo que se desea en Alemania, la cual actuaría como director de orquesta. Hay que conservar el espíritu del principio del equilibrio de fuerzas. En efecto, el motor político y económico de esta Europa de las regiones se situaría en su zona más dinámica. Esta última no se manifiesta en Escocia, en Auvernia o en Andalucía, sino en el centro de Europa, es decir, en Baviera, en Baden-Wurtemberg, en Hesse o en Westfalia. El mundo germánico sería entonces el gran ganador en el seno de esa Europa dividida y recortada.

Este objetivo ha sido perseguido por todos los regímenes políticos alemanes precedentes, ya sea por la vía militar (recuérdese el mapa de la Europa de las regiones elaborado por las Waffen-SS, tan querido por Marc Augier, alias Saint–Loup), ya sea por la vía político-jurídica, que permite a los dirigentes políticos alemanes retomar por su cuenta el objetivo de Julius Fröbel, jefe del Reformverein fundado en 1862: «Todo Reich es una especie de federación y toda federación merece el nombre de Reich». Este principio se reforzó todavía más cuando la ONU reconoció, en 1997, el derecho de retorno a la Heimat (patria), que reconocía a las asociaciones de refugiados alemanes (alemanes étnicos: sudetes, silesios, pomeranios, minorías germano–húngaras y germano–rumanas, alemanes del Volga…) la posibilidad de retornar a sus territorios de origen de los que fueron expulsados después de 1945.

Esta completa reconfiguración de Europa ya se ha iniciado. En efecto, un partido político europeo, que trabaja en alianza con Los Verdes, el Partido democrático de los Pueblos de Europa–Alianza Libre europea, elaboró en 1997 un mapa de la Unión Europea sobre criterios étnicos. Reuniendo a diversos movimientos autonomistas y trabajando en vínculo directo con institutos financiados por Alemania, tales como la UFCE y el ECMI, este grupo asentado en el Parlamento europeo difunde los conceptos que favorecen la desaparición de los Estados-nación y el surgimiento de una Europa tribal fuente de infinitos e interminables conflictos.

Por fuerza hemos de reconocer todo lo que el vecino alemán ha aportado a la civilización europea, hechos que no pueden recusarse. Pero informar sobre el tratamiento que Alemania exige a Europa sobre una visión etnista y comunitarista, en una palabra, imperialista, del viejo continente, no es una actitud, ni mucho menos, germanófoba, ni siquiera antietnicista, sino legítima y responsable, por todo lo que ello afecta al porvenir de los europeos.

La Europa de los tres círculos: patrias carnales, patrias históricas y patria civilizacional

En cualquier caso, una “federación europea” debería respetar la teoría de los tres círculos o niveles: la Etnia (la región o patria carnal), la Nación o Estado-nación (de gran historia y cultura) y el Imperio (europeo–continental). De hecho, la identidad defendida por una parte de la «derecha radical», como la defendida por los identitarios, es plural, o mejor, pluricircular: la identidad carnal (regional), la identidad histórica (la gran nación) y la identidad civilizacional (europea). Así, la identidad jugaría en tres niveles: la identidad “carnal”, que es una identidad regional étnica o lingüística minoritaria, la identidad “histórica”, es decir, la identidad francesa, alemana, española, italiana, etc., y la identidad “civilizacional”, es decir, la identidad europea continental. El tema de la “Europa de las etnias” dota de su contenido a la utopía de un nuevo imperio europeo, definido a la vez por las “fronteras de la sangre”, el origen indoeuropeo, la religión pagana y la civilización cultural.

Pero, en este punto, la posición de las distintas familias de la derecha radical no es unánime. Mientras que los “Identitarios”, por ejemplo, defienden una visión federal del Estado-nación y de Europa, que podría tener mejor en cuenta las especificidades locales, el antiguo Frente Nacional (hoy, Rassemblement National), por ejemplo, defiende una visión jacobina del Estado y de la sociedad. Mientras que los “identitarios” piensan la identidad en tres niveles con un fuerte basamento en la identidad regional, la identidad nacional es el principal caballo de batalla de los frontistas. Esta diferencia determina el prisma a través del cual estos dos partidos contemplan la sociedad nacional y europea. Mientras que el FN defiende una representación soberanista de Francia y se opone a la idea de construcción europea (no a toda “idea europea”, sino la de “mercado europeo”), los “identitarios” defienden la identidad europea, una Europa de los pueblos y de las etnias, como uno de los tres niveles de identidad constitutivos de su discurso identitario.

¿Cuál es el mito movilizador nacional de la actual derecha radical, más conocida como identitaria? ¿Qué nación? No los Estados-nación que conocemos actualmente, y cuya realidad, en términos de mito movilizador, es cada vez más débil. Sino una nación simultáneamente continental-regional. Esta nación se define como un espacio supracontinental (una especie de “gran patria”) en el interior del cual el individuo se define por relación a una identidad étnica, una “pequeña patria”: «En la cabeza, es la Gran Europa, el Imperio Eurasiático de Galway a Vladivostok, la nación imperativa, la nación a construir. En el corazón, son nuestras patrias carnales, nuestras regiones». Así, por ejemplo, en la Europa tal y como la concebía el Partido comunitario nacional-europeo, existe un espacio para las entidades étnicas fundadas sobre la adecuación al territorio, la lengua y la etnia: es una “Europa unitaria” (el grupo quiere “la unificación de nuestra patria continental”), un poder político único, gobernado por un partido único organizado en “secciones regionales” que no se corresponden para nada con el marco de los Estados-nación.

La familia identitaria, en general, con la excepción de algunas formaciones políticas soberanistas, muestra una actitud favorable a los regionalismos, autonomistas o independentistas, que quieren hacer explotar el Estado-nación; el espacio de desarrollo de las identidades absolutizadas ya no es el Estado-nación, sino una Europa federal en la cual cada etnia posea su autonomía estatal y cultural.

Se propone una reconstrucción de Europa desde la base, conforme a la tradición nacional-comunitaria. Una reconstrucción política a partir de comunidades federadas en regiones autónomas, ellas mismas asociadas en confederaciones étnicas y geopolíticas incluidas en una federación europea. En el seno de este espacio, los pueblos tendrían relaciones definidas por una jerarquía de las solidaridades: en primer lugar, la de los individuos, en el marco de la «autonomía de diversos componentes territoriales y étnicos de estos bloques» y de «la solidaridad en el seno de cada pueblo entre sus miembros»; a continuación, la de «los pueblos en el seno de un mismo bloque continental»; en fin, «la solidaridad de todos los pueblos en su lucha contra el imperialismo».

Javier R. Portella se pregunta sobre aquellos «“hermanos” que tienen la misma identidad, que pertenecen a la misma comunidad nacional, pero ¿pertenecientes a los grandes Estados-nación sobre cuya base se ha formado la mayor parte de la historia europea?, ¿o pertenecientes, por el contrario, a esas unidades más pequeñas que son las “patrias carnales”, que algunos llaman “naciones sin Estado”? He ahí la cuestión». La identidad cultural común (o la «preferencia civilizacional» de Jean-Yves Le Gallou) no es otra que la de Europa. «Pero no la de cualquier Europa: la de una Europa “imperialmente” federada. Como decía Pierre Drieu La Rochelle, “Europa se federará, o bien se devorará, o bien será devorada”». Y continúa Portella preguntándose: «¿cuáles deberían ser las unidades de base que compusieran semejante Europa?, ¿los Estados-nación o los Estados-región? (…) ¡Como si los Estados-nación (Francia, España, Alemania, Italia…) no fueran una patria carnal para la mayoría de sus nacionales! ¡Olvidemos esa desventurada palabra, “Estado-nación”! (…) El Estado, “ese monstruo, el más frío de todos los monstruos fríos”, decía Nietzsche (…) Basta sustituir esa desventurada palabra, “Estado-nación”, por lo que designa en su fondo: una nación de alta cultura (…) Basta tal cosa para que todo cambie y se comprenda que, en lugar de rechazar o de desdeñar a nuestras viejas naciones de alta cultura, se impone amarlas y reivindicarlas como las verdaderas unidades de base de la Europa un día poderosa y federada».

 

La falacia emancipatoria de las etnias europeas

Las actuales reivindicaciones étnicas en Europa manipulan el hecho identitario exclusivamente con unos fines resueltamente soberanistas que las aproximan a la forma de unos Estados-nación fragmentados y reproducidos a pequeña escala. Esta manipulación identitaria es conducida por las mismas oligarquías que reinan y gobiernan en la Unión Europea y en los Estados miembros, en connivencia con las élites mundialistas. El objetivo emancipador de estas etnias no es la recuperación de la cultura y las tradiciones del pueblo étnico, en un marco europeo de civilización, sino su consolidación en el cuadro del neoliberalismo y la globalización, lo que supone, en efecto, un grave contrasentido. Las reivindicaciones identitarias de las etnias europeas no persiguen la liberación de sus pueblos, sino su americanización cultural, el individualismo liberal, el mestizaje derivado de la inmigración masiva y su vasallaje a las oligarquías financieras, con el único objetivo de perpetuar sus privilegios políticos y económicos.

No tenemos ninguna duda de que el actual modelo de regionalización de la Unión Europea, tal y como está proyectado, oculta el desmembramiento de Europa: es el caballo de Troya de las élites mundialistas, junto a la inmigración de repoblación. Las élites financieras transnacionales quieren hacer de la Unión Europea un instrumento político-económico de su poder. Una Europa federal de microestados, cuyas políticas estarían determinadas por las élites mundialistas, imposibilita la unificación de la Europa imperial–federal.

De hecho, la ARE (Asamblea de las Regiones de Europa) fue creada en 1985 por franceses, españoles y portugueses, e impulsada posteriormente por los alemanes, que le insuflaron principios federalistas, regionalistas y etnistas. Resulta curioso comprobar cómo, en la mayoría de los atlas y mapas publicados y diseñados sobre el tema, sea sobre la Europa de las etnias, de los pueblos o de las regiones, difundidos por las instituciones, partidos o asociaciones constituidos ad hoc, se procede a la división étnica (o etnolingüística) de los grandes Estados nacionales como Francia, España y Gran Bretaña (algo menos Italia), mientras que Alemania, como ya hemos dicho, no sólo conserva su ámbito territorial, sino que éste se incrementa con los territorios germanófonos de otros países europeos. Nosotros nos preguntamos: ¿dónde están los bávaros, austríacos, sajones, suabos, prusianos, turingios, renanos, alsacianos, westfalianos, pomeranios y demás pueblos alemanes?

Para Pierre Hillard, los independentismos y separatismos étnicos se encuentran ocultos en la forma actual de regionalización de Europa. Su objetivo es extenderse a todos los países miembros. La adhesión a la Unión Europea no es un medio para la emancipación de los pueblos del continente sino, al contrario, para su fragmentación y desmembramiento. La regionalización, presentada como un medio de aproximar a los ciudadanos a los entes decisorios, no sería, según Hillard, sino un artificio para impedir el resurgimiento de Europa como una potencia continental, operación que interesa, sobre todo, a los Estados Unidos, pero también a sus aliados europeos en el establecimiento de la mundialización, Gran Bretaña y Alemania.

El objetivo de la regionalización es la transferencia del poder político hacia las regiones, creando Estados-región, con autonomías políticas y competencias materiales cada vez más amplias en las cuestiones que atañen a la administración, la hacienda, la justicia, la sanidad, la seguridad, la educación, la política lingüística... Estas instancias políticas regionales tratarían directamente con las supranacionales de Bruselas, eludiendo la autoridad nacional, mediante poderes fácticos y lobbies financieros, presentes tanto en Bruselas como en Cataluña, Euskadi, Flandes, Bretaña o Lombardía. Y, por su propia debilidad, estarían totalmente indefensas ante los poderes supra y transnacionales del universo neoliberal globalizado.

En definitiva, se trata de la creación artificial de unos microestados-nación de base étnica, lingüística y territorial (regional): se propugna la desvinculación de las comunidades regionales del histórico Estado-nación que las contiene, y todo para diluirse después en un macro–Estado europeo de vocación mundialista. Se produce, así, una evidente y flagrante contradicción: las comunidades étnicas intentan acabar con el Estado-nación al que pertenecen, para constituir, a continuación, su propio Estado-nación y reproducir así, a escala más reducida, los propios inconvenientes de aquel, y terminar finalmente, por integrarse en un aparato burocrático mucho más absorbente como es el de Bruselas.

¿Qué ventajas tiene este doble juego para las etnias europeas o naciones sin Estado? La Unión Europea, por ejemplo, sustrae muchas más competencias a los Estados-nación miembros de las que éstos retienen a sus regiones, especialmente en los Estados descentralizados territorialmente (federados o autonómicos), en los que se produce un retorno competencial (devolución) en favor de las regiones y no una sustracción como sucede con las entidades supranacionales. Se dirá que la Unión Europea no es el Imperio europeo que deseamos, pero mientras éste no tenga una forma definida (hoy, qué duda cabe, no deja de ser un proyecto utópico) y no exista un sistema capaz de articular armoniosamente la Europa de los “tres círculos”, no podemos dejar de alertar sobre el peligro de burocratización, desdemocratización y mercantilización de los “grandes espacios” en la era de la mundialización.

Nunca apoyaremos una “revolución étnica”, salvo en el marco de una auténtica federación imperial europea, en los tres niveles citados, que se oponga firmemente al proceso de mundialización y retorne a la dinámica de la civilización. Somos europeístas, somos federalistas, somos subsidiaristas, somos etnistas, por supuesto, pero más que hablar de autodeterminación de las etnias europeas respecto a sus Estados-nación, nosotros preferimos hablar de independencia, de independencia de los pueblos europeos respecto a los Estados Unidos de América, a la Unión Europea y al Nuevo Orden Mundial.


[1] Pierre Hillard, doctor en ciencia política, es ensayista y especialista en “mundialismo”, al cual critica como un proceso tecnocrático de descomposición de las naciones europeas y de unificación del mundo, pasando por la constitución de grandes bloques continentales. Es autor de varios libros: Minorías y regionalismos en la Europa federal de las regiones. Informe sobre el plan alemán para cambiar Europa; la descomposición de las naciones europeas. De la Unión euroatlántica al Estado mundial, entre otros.

 

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