Contra Popper (y II)

Como personas, somos animales sociales, seres políticos, aunque carezcamos de opiniones y de interés por la cosa pública, ya que dependemos del destino de nuestra comunidad.

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Uno de los elementos esenciales del pensamiento de Popper es que la democracia es el marco único de la razón[1] en la política, es decir, que sólo en ella el individuo es capaz de alcanzar el mayor grado de emancipación e igualdad posibles. De hecho, la principal garantía del Estado democrático-liberal anglosajón sería que nos salvaguarda de la tiranía y nos permite ejercer un control frente al poder. Por supuesto, no se debe identificar a la democracia como el gobierno del mayor número, sino como un seguro del individuo frente a los poderes públicos.[2] Sin embargo, no todas las sociedades están compuestas por anglosajones ni disfrutan de las mismas condiciones económicas y culturales. Basta con ver a qué ha llevado la democracia en numerosísimos casos a lo largo de nuestra historia reciente: Venezuela, Nicaragua, Ucrania y los miles de jóvenes democracias al estilo, por ejemplo, de la marroquí, nos confirman que ese ideal construido para unas determinadas sociedades se puede exportar formalmente, pero sólo sirve para disfrazar con atavíos liberales a una oligarquía. Es decir, el modelo anglosajón sólo se puede servir en otras latitudes y pueblos si se adultera hasta casi dejarlo irreconocible. Cuanto menor es el parentesco con la tradición inglesa, más extravagante se vuelve la idea de democracia.

Si la democracia anglosajona es el ideal universal de la perfección política, ¿por qué suceden estas cosas? Aparte de la malignidad implícita de quienes rechazan la vía americana hacia la felicidad, sorprende ver que la "Razón", esa diosa que es común a todo el género humano, no parece alumbrar por igual a iraníes, rusos, alemanes, chinos o sudaneses. ¿A qué se debe esto? ¿Por qué la maravillosa sociedad abierta tiene cada vez más enemigos? ¿Existe algún pecado original que nos aleja del bien y nos acerca al mal? Algo debe de suceder, aparte de la perversidad intrínseca de los adversarios de la sociedad abierta, para que ésta produzca mucho más rechazo que aceptación. De hecho, sólo una superélite de premios nóbeles, altísimos funcionarios, financieros y grandes millonarios la defiende con todo el poder de sus casi infinitos recursos contra la chusma tribal y ajena a la razón que la combate.

Como sucede con todos los teóricos del liberalismo desde Locke y Hume, en estos cálculos de gabinete hay un error inicial: el individuo, esa abstracción que fundamenta toda filosofía liberal y que tiene un defecto: no existe, es un ente de razón. Esta mónada, este átomo sin atributos, este Robinsón, es un mito. De hecho, para fabricarlo hacen falta dos seres humanos con atributos bien diferenciados y con instintos poco racionales. Estos extraños sujetos se llaman personas y se caracterizan porque no son nada abstractos y apenas se les puede considerar guiados por principios surgidos de la razón. Las personas tienen sexo, patria, familia, religión y hasta prejuicios, y suelen estar afincados en una tierra y hablar un lenguaje propio. No sólo es esto: además, las personas tienden a agruparse en comunidades que, según su momento de desarrollo histórico, pueden pasar de la horda al Estado.

El animal-hombre se hace persona antes de nacer. Para sobrevivir necesita de una colectividad que lo cuide, lo alimente, lo defienda y le dé una formación que le permita ser útil, no a sí mismo, sino al conjunto de sus congéneres, porque si no sirve a la comunidad con un trabajo aprovechable tampoco podrá mantenerse y lograr alimento o techo. Como personas, somos animales sociales, seres políticos, aunque carezcamos de opiniones y de interés por la cosa pública, ya que dependemos del destino de nuestra comunidad, algo que, por desgracia, se hace evidente en las catástrofes, guerras y epidemias.

Este animal colectivo, este ser para los demás que llamamos persona, ejerce un función social y sin ella no es nada. El principal problema para implementar una sociedad abierta es el propio hombre, que se suele adaptar bastante bien a su comunidad y se siente normalmente cómodo en ella porque está en su naturaleza. Entre los suyos puede desarrollar un proyecto de vida que –aunque él llegue a creer lo contrario– rara vez es individual y muchas veces es heredado. Formar una familia, ejercer un oficio, alcanzar una posición social y exhibir signos de prestigio son elementos que configuran la biografía de una persona, pero que necesitan de una comunidad para ser realizables, incluso en el caso del egoísta más recalcitrante o del monje más humilde.

Y la persona sólo puede disfrutar de su libertad en el seno de una comunidad libre. Y al igual que el hombre se relaciona frente a los demás con una personalidad propia, que implica un nombre dado por otros y un adiestramiento en el proceso de individuación, una comunidad se determina por sus límites, por ser distinta de las otras: por ostentar señas de identidad. Dentro de ese marco muy limitado, con unas normas fijas, la persona puede vivir con sus semejantes sujeto a unos usos, ritos, creencias y convenciones que configuran a esa comunidad y la distinguen de las otras. No existe una comunidad humana universal, porque, para que existiera, deberían desaparecer todas las señas de identidad, y lo único que cabría contar serían números, abstracciones sin vida, individuos. Por eso, los defensores de la sociedad abierta y del mundialismo empiezan a hablar de posthumanidad, de maquinización del ser humano, de experimentos genéticos que lleven a la creación de cyborgs. Sólo así, quizás, se pueda cumplir la racionalización total del ser humano, la desaparición del hombre y el surgimiento del individuo.

Mientras existan las personas no podrá haber una sociedad abierta universal. Incluso los actuales experimentos en ese sentido se ven curiosamente compuestos por sociedades cerradas con un identitarismo de clase, étnico, sexual o religioso, que se resignan a coexistir, pero sin convivir. Véanse las sociedades occidentales con sus guetos islámicos, negros, homosexuales y, por supuesto, también de élites, pues los muy ricos son los primeros en no querer integrarse con los demás. ¿Alguien se puede cruzar por la calle con Soros?

Las comunidades humanas se definen frente a otras, con las que pueden colaborar, federarse, fundirse o guerrear. Una comunidad puede, incluso, pelear consigo misma sin dejar de ser lo que es, como lo demuestran nuestras guerras civiles. Pero todos sabemos que si nuestro pueblo peligra por la acción de un enemigo, también peligramos nosotros. Y por eso las personas se sacrifican, contra toda razón e instinto de supervivencia individual –incluso contra su propia inclinación y sus principios–, por la familia, la patria o la religión. No es la racionalidad individual del liberalismo la que prima, sino la del hombre como animal político: una razón suprapersonal. Se llama lealtad, patriotismo, honor, y siempre viene vinculada por un hondo sentido de pertenencia, que es el que permite a esas personas olvidarse de sí y darse.

Las comunidades pueden ser tribus, hordas, ciudades-Estado, cofradías, órdenes religiosas y demás; pero la comunidad política de nuestro tiempo se llama nación y es el objeto esencial del anatema popperiano, ya que la considera un concepto vago y nada fiable: “Aun en el caso de que todos supieran lo que quieren decir cuando hablan de nacionalidad, no sería nada claro por qué habría de aceptarse la nacionalidad como una categoría política fundamental más importante, por ejemplo, que la religión, el nacimiento dentro de una cierta región geográfica, la lealtad a una dinastía, o un credo político como la democracia... Pero en tanto que la religión, el territorio o el credo político pueden determinarse con bastante claridad, nadie ha logrado explicar nunca lo que entiende por nación, de modo tal que este concepto pueda constituir una base para la política práctica".[3]

Si algo queda claro en este párrafo es que el académico Popper vivía en un mundo de gabinetes y libros. Las naciones constituyen la esencia de la política práctica de nuestro tiempo, aunque sea para destruirlas. Por empezar con un somero análisis del párrafo que citamos, ni el espacio territorial, ni la lealtad monárquica, ni los credos religiosos, ni la democracia son términos claros; centenares de conflictos dinásticos, de herejías políticas y espirituales, de guerras de religión y de disputas por territorios nos muestran que tampoco han sido muy pacíficos los desacuerdos sobre estos conceptos.

Definir la nación es algo muy complejo y, con toda seguridad, inútil. Desde luego, no podemos establecer un concepto de nación como lo podemos hacer con la gravedad, el cuadrado o la fotosíntesis... There are more things in heaven and earth, Horatio, than are dreamt of in your philosophy. La nación es indefinible, pero existe, mal que les pese a los intelectuales y a los financieros. Es una realidad en la que se mezclan elementos muy heterogéneos, entre ellos una idea de la libertad, un lenguaje, una lealtad dinástica, una fe religiosa, el apego a un terruño e, incluso, algunas ideas de misión política y espiritual. Pero la nación es, sobre todo, historia, pasado que vive en el presente y se proyecta hacia el futuro. Sin conciencia histórica no hay nación. Por eso, cuando se quiere destruir a un pueblo se borran sus monumentos y se denigra su memoria. De ahí la pésima relación del mundialismo con la divina Clío y la ofensiva de la corrección política contra todo el pasado de Occidente, humanismo incluido.     

La nación es la forma más potente de identidad comunitaria y, por lo tanto, la enemiga a destruir por el globalismo neoliberal. Por supuesto, se trata de una realidad dinámica y que está sujeta a cambios, a transformaciones, que puede desaparecer y renacer, surgir y eclipsarse, y hasta fundirse en otra nueva. Pero, en nuestro tiempo, la nación tiende a formar una unidad política: el Estado, aunque no debe identificarse automáticamente el instrumento político con la comunidad popular. De hecho, un Estado puede crear una nación porque es el instrumento esencial de la Historia. Los pueblos forman a los Estados y éstos dan conciencia y poder a la nación.

El Estado –del latín sto: lo estable, lo que no se mueve, lo que persiste– es una entidad política que se caracteriza por su durabilidad y permanencia. También por sus límites, que confinan su poder, su soberanía, a un territorio, que se configura con unas fronteras frente a sus semejantes. A esos límites externos se unen los internos: unos recursos naturales determinados, unos tabúes religiosos, unas leyes, usos y costumbres, una lengua... En el Estado se personifica el Volksgeist de una nación, aunque puede suceder que haya gobiernos, como ahora pasa en Europa, que lo traicionen.

Como ligazón suprema de una comunidad nacional (o de varias que se federan), el Estado sólo puede vivir y mantener su poder en un ámbito de sacralidad, de indiscutible maiestas. Es algo ante lo que se debe sentir temor y temblor, pero también devoción. La soberanía, el poder total, la decisión suprema sobre vidas y haciendas, le pertenece a él; es un dios colectivo sobre la tierra. Por eso los antiguos griegos y romanos lo divinizaban, por eso se ungía a nuestros reyes medievales y por eso, aún hoy, los institutos armados que lo defienden le rinden un necesario culto. Europa ha sido grande gracias a sus Estados, desde las repúblicas italianas hasta el presente. Justo ahora, cuando se intentan desdibujar los Estados, la civilización europea entra en una decadencia al parecer irremediable.

Frente a esta tozuda realidad, el predominio universal de la razón es sólo una fantasía. Los intentos de abolir límites, de imponer a las masas la incertidumbre que, según Popper, es el precio de la libertad, sólo acabará en el caos o en el autoritarismo imperialista de una élite neroniana de banqueros, científicos y altos funcionarios. Es muy curioso que los poderes financieros, que aborrecen la incertidumbre en sus inversiones, se la impongan a la fuerza al ciudadano común en su vida, en su empleo, en su hogar. Si algo ha demostrado la psicología del siglo XX es que el que seamos animales racionales no es más que una suposición de algunos optimistas desavisados. Ni siquiera es deseable que sea cierto. Somos animales pasionales que sentimos deseo, miedo, furia y amor. Y nada crea más angustia que el volver líquido lo estable, el que todo fluya, incluso el suelo bajo nuestros pies; algo que sólo puede convenir a quienes por su estatus y fortuna tienen la capacidad de adaptarse sin problemas a esa realidad móvil. La mayor parte de las comunidades humanas surgen de la tierra y se apegan a ella, y buscan lo estable porque está en su naturaleza. Sólo los nómadas, los que no son de ninguna parte, pueden sentirse a gusto en una sociedad abierta.

Y aquí podemos responder a las preguntas que nos hacíamos al principio: la sociedad abierta es impopular porque va contra la naturaleza humana: es un producto de laboratorio adaptado a los intereses de una élite mundial. Por eso la corrección política, la dictadura de género, las diversas memorias históricas y los experimentos sociobiológicos de toda índole tienen como fin acabar con las personas e instalar el reino del individuo. El Estado-nación, la familia, las creencias religiosas y la conciencia de ser un pueblo son los obstáculos que impiden la concreción final de este experimento cuya vanguardia es Europa.

El Estado puede hacer frente a los designios de las oligarquías mundialistas si guarda intacto su poder soberano. Como sus dirigentes responden directamente ante su pueblo y tienden naturalmente a beneficiarlo, aunque sea sólo por aumentar su propio poder, lo lógico es que se opongan a los designios foráneos que lo dañan. Esa es una posibilidad que se ha producido en Rusia, en Hungría, en Polonia y hasta en Italia. De ahí la insistencia en que se cedan las soberanías a instituciones supranacionales que los pueblos no controlan y que se hallan dominadas por una élite internacional a la que nadie elige. Así, la sociedad abierta llega a su máxima contradicción: salvaguardar la “libertad” económica frente a la voluntad popular, frente a la democracia. Fijémonos, por ejemplo, que la moneda, un atributo esencial de la soberanía de los Estados, depende en Europa de un poder independiente de toda autoridad política, el Banco Central Europeo, y que sus dirigentes son especímenes selectos del poder financiero privado. Es decir, ningún país del euro puede controlar su moneda, que queda en manos de una élite irresponsable a la que nadie elige y que carece de lazos nacionales.

La sociedad abierta es la negación de la democracia, aunque no haga más que predicar en su nombre. Su fin es destruir el que sí es el ámbito del poder popular, el Estado, y aniquilar las resistencias nacionales que le pueden apoyar mediante la inmigración masiva, la dictadura de la corrección política y la esterilización de los pueblos europeos mediante las políticas de género. El próximo paso de esta ingeniería social gradualista está ya anunciándose: la sociobiología, la transformación de la naturaleza humana en una racional y automatizada posthumanidad. Al tiempo.



[1] POPPER, K. R.: La sociedad abierta y sus enemigos (Barcelona, 1994), p.18.

[2] Ibid., p. 128.

[3] Ibid. p. 242.

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