Las garras del Anticristo

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Una de las consecuencias del Concilio Vaticano II fue la condena por la Iglesia de la confesionalidad del Estado. No sabría decir si esa condena fue tácita o explícita; lo que sí me consta es que la Iglesia daría en sentirse tan culpable de ella que en más de una ocasión daría a entender que Constantino con su conversión le había hecho más daño que Nerón y Diocleciano con sus persecuciones.
 
En épocas menos remotas históricamente, la Iglesia no tenía más remedio que reconocer que dos dictadores como Mussolini y Franco se habían portado con ella algo mejor que los liberales del Risorgimento o los demócratas de la segunda República.   Sin embargo, en los tiempos que corrían, los beneficios recibidos de esos regímenes autoritarios habían llegado a ser para la Iglesia un fardo insoportable. Hay en El Gatopardo del Príncipe de Lampedusa un diálogo bastante esclarecedor a este respecto entre el Príncipe de Salina y su capellán el P. Pirrone a propósito del cambio de régimen que sigue en Sicilia al desembarco de Garibaldi. Por fortuna, en nuestro tiempo tuvo que ser un Papa “venido del frío” y que tenía del totalitarismo una idea más real que la llamada intelligentsia, el que empezó a poner coto a un ambiente eclesial que por lo pronto daba vía libre, por no decir que coadyuvaba, a la descristianización de las masas.
 
No falta algún teólogo que, tras deplorar de boquillas las buenas relaciones con Franco de la Iglesia preconciliar, haga con toda precisión el diagnóstico de esa descristianización, de ese alejamiento, de esa enajenación del pueblo de Dios, paralelo de su desnacionalización, de su extrañamiento de la patria. Al concluir la segunda Guerra Mundial, Croce nada menos llegó a decir que quien había ganado la guerra era el Anticristo. En nuestra patria, los jesuitas harían bueno el remoquete que les aplicara el dominico Melchor Cano de “las garras del Anticristo”, hasta el punto de acoger al sagrado de Loyola en más de una ocasión a los peores enemigos de Dios y de España. Nunca en cambio llegaría a esos extremos el P. Theilhard de Chardin, pero sus obras serían las que en unión de las de Marx y las de Rahner, otro jesuita, permitirían a las mentes más ávidas de renovación y aggiornamento la apertura de la Iglesia a la Modernidad. De hecho fueron algunas obras de Rahner, y en particular su Lexikon für Theologie und Kirche, la fuente doctrinal más importante del Concilio, una de cuyas consecuencias fue el llamado “diálogo de cristianos y marxistas”, correlato intelectual de la Ostpolitik y de la Coexistencia Pacífica.
 
Un amigo mío, el poeta José Luis Tejada, solía decir que sí, que la filosofía era, como querían los escolásticos, la ancilla theologiae, la criada de la teología, pero una criada que había salido respondona, y yo me malicio que de tanto aguantar desplantes del servicio doméstico, la teología acabaría por degenerar en antropología. Yo tuve ocasión de tratar de cerca a los jesuitas de Innsbruck en una de las reuniones anuales de COV&R, sobre el tema de la violencia y la religión a la luz sobre todo del pensamiento de René Girard. Fue en Graz y sobre la violencia y la religión en el cine y yo llevé una ponencia más bien elegíaca de los valores humanos que se propugnaban en festivales como el de Valladolid en los tiempos en que el Estado era confesional. Cuál no sería mi sorpresa al comprobar en los coloquios subsiguientes que quienes más conformes estaban con mis tesis eran luteranos y metodistas y quienes más las rechazaban los jesuitas de Innsbruck. Uno de ellos me llegó a decir, al elogiar yo la película El festín de Babette, que él les recomendaba a sus alumnos como antídoto de esa cinta nada menos que Viridiana.
 
La evolución de la teología tenía por fuerza que repercutir en los planes de estudio de los seminarios. El propio Olegario González de Cardedal señala que en los primeros decenios del siglo XX el manual por el que se estudiaba en los seminarios era las Institutiones Theologiae Dogmaticae justamente de un profesor de Innsbruck, Ludwig Lercher S.J. A esta obra sucedería otra escrita por jesuitas españoles: la Sacrae Theologiae Summa. Estos manuales, más los de cada profesor de la Gregoriana, serían la base de formación del sacerdocio español hasta 1965. Desde ese momento, deja de estudiarse por esas obras, de las que parte Rahner en sus escritos, en los que “a ellas se refiere y con ellas se confronta”, y vienen las promociones de seminaristas “que vivieron a merced de apuntes, fotocopias, estudios particulares con pretensión de genialidad y capacidad revolucionaria bien de orientación piadoso-intimista, bien social-política. En ese momento – concluye Cardedal – comienza el desfondamiento intelectual de la Iglesia española.”  
 
No hay que asombrarse de que esa Iglesia intelectualmente desfondada se volviera ferozmente anticonstantiniana.

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